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  • El loco del pueblo

    Concordia » El Heraldo

    Fecha: 26/10/2024 09:20

    “Esperamos que mañana por la mañana, a la hora de la visita médica recuerden esto-el carácter genial de las manifestaciones de ciertos locos y la legitimidad absoluta de su concepción de la realidad y de los actos que de ella derivan-, cuando traten de conversar sin léxico con esos hombres sobre los cuales, reconózcanlo, solo tienen la superioridad que da la fuerza” (Antonin Artaud “Carta a los Directores de asilos de locos”) En ese lugar donde fui a hablar de salud mental, existía “el loco del pueblo”. Es un loco simplemente reconocido como tal por todos en el pueblo, porque anda medio desharrapado, a veces sucio, dando voces o hablando solo casi siempre, lo que simplemente basta para serlo. A veces orina por las calles, se desnuda, cruza sin mirar y está lleno de leyendas. El loco de este pueblo andaba con un machete, por lo que no solo era loco sino peligroso, porque a veces los locos del pueblo son solamente bufones y sirven para burlarse y entretenerse un rato y darlos al abandono cuando uno se cansa, pero en este caso al exhibir ese elemento cuya punta brillaba al sol de su andar desordenado y furioso, engendraba el temor de muchos pobladores que, en esa charla de salud mental y sobre la ley de protección de las personas con padecimientos mentales que yo daba , me reprochaban quela defendiera que-según ellos- esa maldita ley era la Razón que impedía arrojarlo, como deseaban algunos de ellos , fuera de la ciudad, lejos, encerrarlo tras los muros del manicomio, donde legítimamente estaban los locos de los otros pueblos . Fue parece en vano decirles que esa ley que consideraba hombres incluso a los locos de los pueblos, concebía internarlos involuntariamente solo si produjeran un riesgo cierto e inminente para sí o para terceros, que así decía la ley aun contra las falacias de los medios de comunicación que la distorsionaban con falacias, hasta que lograra recomponerse, en su lenguaje, hasta que abandonara esa locura agresiva que los asustaba. Tampoco los convenció la historia de que la peligrosidad de los locos era un invento de Pinel, que los quitó de las cadenas de las mazmorras para volver a encerrarlos por improductivos y en nombre de la ciencia y la razón, en nombre de una revolución en la que había ciudadanos no tan libres, ni fraternos, ni mucho menos tan iguales, los recluyó a la fuerza y los asoció para siempre al peligro y el temor. Sin embargo, eso no les alcanzaba, querían borrar del mapa al loco del pueblo, desaparecerlo de la vista, porque ese pueblo era un pueblo limpio, sin manchas, cuerdo, prístino, cuya belleza enamoraba a los turistas que solo querían descanso, y estaban dispuestos, creían que, con derecho, a echar a patadas o eliminar de algún modo al loco que les complicaba la vida. Tan transparente, blanco y razonable era ese pueblo, que cuidaba con celo ciertas delimitaciones, por ejemplo, tenía avenidas que separaban personas pobres, oscuras y turbias del centro puro, confesaban algunos, puentes que paradójicamente dividía el pasado, de la nueva y pujante ciudad, la memoria hundida, escondida, solo visible cuando las bajantes convertían en atracción la triste añoranza, la desgarradora nostalgia, de la nueva ciudad en la que todo era alegría, relax, sol y burbujas. Así algunos pobladores, no querían, definitivamente, esa ley que eliminaba los depósitos de locos. Coincidían en la necesidad de expatriarlos del universo de la cordura, al mundo babeante del loquero, algunos vendedores de chalecos y de pastillas. Nadie sabía con certeza, como suele suceder con los locos del pueblo, su nombre, su edad o si tenía familia, historia, el momento preciso en que se volvió loco, mucho menos las hipotéticas causas de su desquicio, ni los motivos por los que portaba un filoso aditamento, “`porque es loco,¿ porque va a ser?” dijeron con coherencia, al tiempo que rechazaban extrañados, cualquier extraviada sugerencia de ayudarlo al loco del pueblo, de darle los remedios, porque afirmaban que no los tomaba, poniéndose violento cuando no los ingería. Toda esa discusión se daba cuando yo intentaba explicar los beneficios de esa ley que terminaba con años de segregación, reclusión, maltrato y torturas de esas personas, por el solo hecho de tener extraños pensamientos y distorsionadas percepciones, con las que se evadían de un dolor lacerante, una ley que intentaba traer de nuevo su humanidad a la vida, considerándolos humanos, con derechos a ser cuidados y asistidos y a convivir libremente con todos. ¿Acaso no había intenciones de ayudar al caballero de la triste y desaliñada figura ¿ Al final, quienes cuidaban al loco del pueblo, gente buena y piadosa, me dijeron que suponían que se volvió loco de la soledad y el maltrato sufrido en la larga noche de su infancia huérfana, quien sabe, quien sabía y quien sabrá , de los desgarrones de su existencia, y que solo empuñaba el machete cuando, como durante toda su vida, las burlas, los desprecios y los empujones, lo acechaban y cercaban, lo usaba para defenderse, para alejar los agravios, solo allí, en ese momento, cuando el mundo, bárbaro, cruel y feroz de los cuerdos, se tornaba inhabitable.

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