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  • Argentina / Opinión | No podemos ser tan hijos de puta

    » Voxpopuli

    Fecha: 23/10/2024 01:31

    «Hijo de puta» es el insulto más ofensivo de la lengua española. Es la forma de todos conocida para llamar a alguien malnacido, para denominar a aquel que atesora las peores intenciones. Sin embargo, hasta los hijos de puta tienen sentimientos. No siempre, ni todos ellos. Algunos hasta se pueden enamorar, y a veces incluso sufren. En realidad, el hijo de puta común no suele ser más que un egoísta con malicia, y en ocasiones lo es por inutilidad, si no por simple y mera estupidez. (“El hijo de puta sentimental”, novela de Idelfonso Arenas, 2016) Esta forma de agravio, quizá la más fuerte en nuestro idioma, transitaba de manera vulgar y, en ciertos niveles socioeconómicos, con “permiso” permitido en las clases altas y de uso feroz saliendo de la boca de los poderosos. Gracias al presidente de Argentina, Javier Milei, ese improperio se ha vuelto transversal y público. Pasó a ser parte de los titulares de los medios; esos mismos medios cuya misión de informar y orientar a la opinión pública, cuenta además con la poderosa e ineludible oportunidad de educar asistemáticamente. Milei, vilipendiaba, vilipendia y vilipendiará a cualquier persona (viva o muerta) con el objeto de enardecer a la turba de fanáticos que lo sigue hasta la sepultura. Y cuando oprobia, como todo cobarde, más énfasis pondrá al destinatario si éste está muerto: tal los casos del extraordinario actor Hugo Arana y el recientemente fallecido sanitarista Ginés González García, a quien señalaría como “hijo de remilputa” (azuzando más aún a las bestias que aplaudían). Cuando enfrente tiene alguien más vivo y coleando usará subterfugios para ir acomodándose en público y ante la supuesta víctima. Sobradas muestras hay con sus retiradas ante el papa Francisco, los chinos comunistas (“que solo quieren que no los molesten”), con Cristina Fernández de Kirchner (de quien dijo que no entiende las metáforas, para tapar la bestialidad de poner clavos en el cajón). Naturalizar la hijaputez del hijo de puta no es sano para la sociedad. Es necesario ponerle un freno. Tampoco es bueno ponerse a la altura del miserable. No nos dejemos cautivar por el “malismo”, esa herramienta de marketing y publicidad que la ultraderecha ha hecho suya para cautivar a las masas descontentas por vía del odio manifiesto. Mauro Entrialgo, en su libro “Malismo”, la ostentación del mal como propaganda, nos da una interesante conclusión, al decir que el ‘malismo’ da votos porque es un fenómeno que se ha traído de donde viene casi todo: Estados Unidos. Sobre este país y Donald Trump, ‘The New York Times’ le dedica un artículo donde recoge en un recuadro todos los insultos gratuitos en un solo mitin. Y eso, se nota, pega, por lo que el presidente argentino se ha subido para montar en pelo al caballo del “malismo” hacia la ebullición de cabezas listas para ser receptivas y conducidas por el camino de la destrucción, como lo admitió el expresidente Mauricio Macri, respecto de la conducta “psicológicamente especial”, de su partenaire político. Entrialgo llama «malismo» al antiintuitivo mecanismo propagandístico que consiste en la ostentación pública de acciones o deseos tradicionalmente reprobables con la finalidad de conseguir un beneficio social, electoral o comercial. Quizás sea en política donde este fenómeno asentado en la última década en Occidente resulta más llamativo. Aumentaba Milei su aceptación popular tras calificar de subsidiados a los sectores desfavorecidos y se jacta de que no hará nada en absoluto por jubilados que ya no dan más, olvidando en el camino su revolucionario discurso anticasta y de los «empresaurios», hoy sus amigos íntimos. Insultar a alguna minoría o mostrarse agresivamente contrario a consensos de mínimos como la justicia social o la Agenda 2030 es hoy en día tendencia en la propaganda política. Este «malismo», que se podía encontrar tan solo abriendo una red social como X o el popular streaming, ahora el presidente Javier Milei lo ha llevado al púlpito cual conferencista magistral. Y también desembarca en entrevistas televisivas donde la repregunta está prohibida, con el condimento de que la edición final se entrega después de la prolija tarea de limpieza de los comunicadores del régimen. No podemos ser tan hijos de puta de quedarnos impávidos y no hacer lo que sea para poner fin al lenguaje violento, que va asociado a la violencia psicológica y que, inevitablemente, acarrea violencia física. Ya está sucediendo. Dios quiera que no sea demasiado tarde. (Alejandro Miravet)

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