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  • “Matar a Thatcher”: el día que la Dama de Hierro se salvó por dos minutos de morir aplastada por la chimenea de un hotel

    Buenos Aires » Infobae

    Fecha: 17/10/2024 05:33

    Una postal del año próximo al atentado. La primera ministra británica, Margaret Thatcher, salió del hotel dieciséis minutos después de que explotara la bomba (John Downing/Getty Images) Le decían “el temerario”. Era metódico, meticuloso, sigiloso y letal. Ingresó a la recepción del Grand Hotel de Brighton vestido con un elegante traje y un módico bolso. Era el mediodía del sábado 15 de septiembre de 1984. Pidió una habitación con vista al mar desde un piso elevado. Le recomendaron la 629, ubicada en el sexto piso. Pagó 180 libras por tres noches y en la tarjeta de registro de huéspedes informó que era de nacionalidad inglés, que vivía en la calle Braxfield de Londres y que se llamaba Roy Walsh. Pero era toda una escena simulada. Intuía que le iban a ofrecer esa habitación. No era inglés, pero parecía. Impostó su acento, fijó un domicilio falso y usufructuó un alias: Roy Walsh representaba un tributo provocador y una burla solapada. Él se llamaba Patrick Magee. Tenía 33 años y sabía lo que estaba haciendo: no quería pensar mucho más allá de su propósito. Cuatro décadas después, dirá: “Si me hubieran preguntado entonces cuál era el objetivo específico de la operación, no habría podido responder con la certeza de un estratega clave. No estaba al tanto de lo que pensaban los líderes. No necesitaba estarlo. El objetivo era obvio”. Un ingeniero civil había estudiado los planos del edificio. El plazo de previsión y la suite con vista al mar integraban el planeamiento. La decisión de la recepcionista de ofrecerle la 629 había sido inducida. Pasó dos noches y tres días encerrado en el hotel. Recibió ese fin de semana a un asistente y a dos mujeres que solo le entregaron materiales. Fabricó una bomba. Su rango en la organización era “oficial de ingeniería”. Le decían “el temerario” pero la prensa lo conoció como “the Brighton Bomber”. En la planificación y el apoyo logístico habían participado tantos otros que él desconocía. Pero a quienes sí identificó durante su faena los describió como procedentes de los distritos más pobres de la isla. La bomba la colocó detrás de la puerta del baño. “La carga consistía en cien libras de gelignita, y no las treinta libras de Semtex estimadas por las autoridades británicas y repetidas sin reparos desde entonces por numerosos periodistas y escritores”, corrigió. Vista exterior de los daños causados en el Grand Hotel de Brighton por la explosión de una bomba del IRA, donde se alojaban la primera ministra británica Margaret Thatcher y su gabinete durante la conferencia del partido conservador Antes de salir, elegante y con un módico bolso por la puerta principal del hotel, activó la cuenta regresiva para que el edificio estallara veinticuatro días, seis horas y treinta y seis minutos después. Para entonces, ese viernes 12 de octubre de 1984, en el Grand Hotel de Brighton se celebraría la última jornada del partido conservador. En algún piso, en alguna habitación con vista al mar, probablemente aquellas terminadas en número nueve, se hospedaría la primera ministra del Reino Unido, Margaret Thatcher. Patrick Magee era un terrorista. Integraba, desde 1972, el IRA -Irish Republican Army, traducido como Ejército Republicano Irlandés-, una organización belicosa impulsada por el antiimperialismo, por la lucha de liberarse del dominio colonial británico. Para que Magee fuese el brazo ejecutor del atentado más audaz contra el estado británico hubo una pendiente acelerada de un conflicto histórico. La tensión la estimuló una regulación del gobierno del primer ministro Harold Wilson, quien en 1976 abolió el estatus de “categoría especial” de los prisioneros del IRA. La pugna era estética y política: la norma les prohibía vestirse con su propia ropa y los obligaba a usar uniformes de detenidos convencionales, cuando ellos se percibían como presos políticos. La vestimenta -aseguraban- los criminalizaba. Se negaron. No usaban uniformes sino sábanas. Les decían los “hombres manta” porque se tapaban con las telas que cubrían los camastros. Exigían una serie de reivindicaciones y privilegios reservados para una jerarquía que se le había cercenado. Iniciaron una represalia que se radicalizaba al compás de la indiferencia de las autoridades. La primera fase fue la protesta “sucia”: orinaban en el suelo y embadurnaban las paredes con heces. “Te despertás por la mañana con gusanos en la cama. Te acostumbrás. Llega un momento en que te los sacás de encima y listo”, le dijo Gerard Hodgins a Peter Taylor, periodista de la BBC. “Era el campo de batalla que se había planteado: o sobrevivíamos o nos rendíamos”, acreditó Cathal Crumley, otro de los detenidos. "Cualquier víctima civil sería profundamente lamentable, pero ésta era una oportunidad de atacar el corazón de un gobierno británico particularmente vil", graficó el autor del atentado La cárcel como frente de lucha era una lógica transversal al movimiento. Magee replicó la misma tesitura años después: “Para los republicanos irlandeses, la prisión era otro frente de guerra y resistimos todos los intentos de criminalizarnos y lo que, desde nuestra perspectiva, era una lucha de resistencia legítima porque no teníamos otras opciones más que defender a nuestras comunidades contra la opresión del Estado”. Como la protesta sucia no visibilizó su causa, iniciaron la fase dos del reclamo: una huelga de hambre. El 28 de octubre de 1980, siete presos se negaron a ingerir alimentos. Sostuvieron la medida durante cincuenta y tres días, cuando el gobierno de Margaret Thatcher esbozó un principio de conciliación. Los internos volvieron a masticar alimentos ilusionados con una gratificación moral a su propósito, pero el acuerdo resultó ser una farsa. Las reivindicaciones y los privilegios en el marco del régimen penitenciario, la recuperación del estatus, fue un engaño para desmoralizar la lucha. “Un crimen es un crimen, no es político”, dijo la primera ministra y derrumbó el presunto pacto. El primer día de marzo de 1981 el IRA desplegó la tercera fase de su plan. El día que se cumplían cinco años de la abolición del estatus de categoría especial, Bobby Sands, el referente de la organización irlandesa en la prisión de Maze, lideró una segunda huelga de hambre nutrida de otros nueve voluntarios. Su vida duró lo que su organismo toleró. Estaba ciego, sordo, desfigurado por el hambre, pesaba cuarenta y cuatro kilos a los veintisiete años y habían colocado debajo de su cuerpo una manta de piel de oveja para evitar que sus huesos perforaran su piel. Tras 66 días comiéndose a sí mismo, Sands murió de inanición. Estrenaba un flamante cargo de diputado: su muerte despertó un fervor popular que responsabilizaba a Thatcher de su deceso. Cien mil personas asistieron al entierro de un mártir. Los otros voluntarios tampoco sobrevivieron. La huelga de hambre era una cuestión de moralidad, no de salud. La despedida masiva a Bobby Sands: el 7 de mayo, dos días después de su muerte, su funeral se transformó en una demostración de fuerza del movimiento republicano irlandés Murieron para ganar: las muertes forzaron al gobierno británico a concederle sus pretensiones a los convictos del IRA. El costo de vestir su propia ropa, ser exceptuados de la carga laboral, administrar sus propios estudios, moverse con libertad en los laberintos de Maze y recibir a sus familias fue caro. “La huelga de hambre llegó a encapsular toda la lucha para nosotros. Creíamos que si perdíamos ésta, habíamos perdido la guerra. Todo lo que habíamos sacrificado hasta ese momento habría sido en vano”, marcó Gerard Hodgins. El IRA se abocó a diseñar una represalia sostenida en un criterio binominal. “Armalite y urna” fue la frase que en un acto proselitista patentó Danny Morrison, director de propaganda del partido izquierdista Sinn Fein, órgano político de la organización terrorista. La penetración en la voluntad cívica de la comunidad tenía un complemento: “Armalite” es el nombre de un fusil de asalto y personificó la lucha armada. Matar a Thatcher. Vengar a los muertos de hambre. Ese era el plan. Lo concibieron, lo diseñaron y lo ejecutaron. El 12 de octubre de 1984 explotó la bomba que Patrick Magee temporizó, tres semanas antes, en el Grand Hotel de Brighton. El atentado fue planeado con minuciosidad. El hotel estaba reservado exclusivamente para el uso de los ministros del gobierno y los miembros ejecutivos del National Union of Conservative and Unionist Association, organismo precursor del partido conservador. “Queríamos reducir al máximo la probabilidad de que el personal del hotel resultara herido. Por eso, el dispositivo estaba programado para que explotara cuando era menos probable que hubiera personal presente”, expresó el autor en su libro de memorias Donde empieza el duelo. Había 286 personas en el interior: además de Thatcher, once miembros del personal, veintitrés policías y el resto, invitados. Había 286 personas en el interior del hotel. Hubo decenas de heridos y solo cinco murieron por causa de la explosión de la bomba y la caída de una pesada chimenea ubicada en la terraza El horario establecido fue de madrugada. “A las 2:54 del viernes 12 de octubre de 1984, una bomba explotó en el Grand Hotel de Brighton, matando a cuatro personas e hiriendo a otras treinta y cuatro. Uno de los heridos murió cinco semanas después. Yo coloqué la bomba. Lo hice como voluntario en una unidad de servicio activo del IRA comprometida con la estrategia de llevar la guerra a Inglaterra”, firmó Patrick Magee. “La única operación que podía cambiar el cálculo estratégico e incluso alterar el curso de la historia -graficó el periodista irlandés Rory Carroll en el libro Habrá fuego, donde reconstruye el intento de magnicidio-. Se trataba de la conjura más audaz contra la corona británica desde la Conspiración de la Pólvora de 1605, cuando los católicos ingleses instalaron barriles de pólvora bajo la Cámara de los Lores”. La explosión pulverizó la habitación 629, las suites contiguas y liberó una onda expansiva que destrozó el techo y provocó el efecto deseado: que una chimenea de cinco toneladas se derrumbara para arrasar sin freno hacia los pisos inferiores. Minutos antes de las tres de la mañana de esa madrugada de viernes, Margaret Thatcher trabajaba junto a sus asesores en la presentación del discurso que daría esa noche en el cierre del encuentro anual de la convención. Ocupaba la suite Napoleón, que comprendían la 129 y 139 del primer piso. En la biografía Los años en Downing Street, la Dama de Hierro relató que segundos antes de la explosión, mientras caminaba hacia el baño, su jefe de gabinete, Robin Butler, le llamó para firmar un último papel. El título de tapa del Daily Mail del día siguiente fue: “Fallaron por dos minutos”. “El intento del IRA de asesinar a la primera ministra fracasó ayer por sólo dos minutos cuando su bomba, colocada hace una semana, devastó el hotel Brighton”, informaba el copete de la noticia. En su investigación, Carroll sostuvo que la chimenea del hotel cayó como una guillotina: “Hizo trizas a su paso el hormigón, el acero y la madera hasta llegar a la planta baja. Se desplomó por el agujero ocasionado por la explosión, se torció hacia un lado y se precipitó sobre toda la serie de habitaciones con números acabados en ocho”. "Fallaron por dos minutos” fue el título de tapa del diario inglés Daily Mail del día siguiente que mostró una imagen de la primera ministra sonriendo Thatcher no murió. Los dirigentes conservadores Eric Taylor y sir Anthony Berry, y Roberta Wakeham, lady Jeanne Shattock, lady Muriel Maclean, las esposas de otros dirigentes, sí. El piso de Brighton tembló. La alfombra de la chimenea de la suite se cubrió de yeso, vidrio y polvo. “Ha sido un intento de asesinato, ¿no les parece?”, fue su primer análisis. La primera ministra supuso un atentado marítimo. Pero no: la columna frontal y central del hotel había quedado destruida por el estruendo de una bomba. “De haber estado en el baño, habría acabado hecha pedazos, tal vez con fatales consecuencias”, acreditó el periodista. Thatcher reconoció el miedo de un segundo atentado que atacara a los que escapaban. Recordó de esa fuga el aire viciado, la penumbra, el polvo espeso invadiendo su boca y cubriendo su ropa, caminar sobre escombros, muebles despedazados, pertenencias de otros, cosas rotas. “A las 3:10, en grupos, empezamos a salir. La primera ruta propuesta era infranqueable y dimos la vuelta apoyados por un bombero. Después, nos dijeron que era seguro salir y bajamos por la escalera principal. Fue entonces cuando vi los escombros en la entrada y entendí la gravedad de la explosión”, apuntó. En la crónica, Rory Carroll narra que la primera ministra vestía un impecable vestido, permanecía peinada y, en medio del caos, saludó a los rescatistas con una amabilidad surreal: “Buenos días, encantada de verlos. Gracias por venir”. Huyó del atentado contra su vida caminando incólume, impertérrita por la puerta principal de un hotel ruinoso. Carlos Pérez Ávila, nacido en El Salvador, fue uno de los primeros médicos socorristas que respondieron a la emergencia. Describió a la Dama de Hierro -en un artículo publicado en la BBC- como “imperturbable”. La trasladaron a una dependencia policial de Lewes, donde rezó y durmió acompañada de su ayudante personal, Cynthia Crawford. Mientras el IRA se proclamaba autor de un atentado errado, Patrick Magee se escondía con compañeros en Cork, sobre la costa suroeste de Irlanda, con actuada indiferencia. Patrick Magee solo estuvo preso doce años cuando se benefició con el acuerdo del Viernes Santo, un pacto político concebido para poner fin a treinta años de conflicto violento en Irlanda del Norte Su nombre estaba en una extensa lista de sospechosos. “El temerario” le decían. Era metódico y sigiloso, a veces letal y meticuloso. La investigación del servicio secreto británico se concentró en él tras perseguir las pistas del inventario de huéspedes. Había cometido un pecado y una travesura: la tarjeta de la habitación 629 -el epicentro del daño- tenía sus huellas y el nombre que estaba en sus registros era el de Roy Walsh, un conocido miembro del IRA que llevaba once años en prisión luego de que en 1973 provocara dos atentados con coches bomba en Londres. Patrick Magee había invocado su identidad a modo de homenaje y de burla, aún a riesgo de propiciar una asociación rápida. Thatcher impostó naturalidad. Cuando aún se desconocía la cifra de víctimas fatales, improvisó una rueda de prensa como antesala de la reanudación del congreso. “Escuchas hablar de semejantes atrocidades, de bombas como ésta, y no esperas que te suceda. Pero la vida debe proseguir con normalidad”, declaró, recia e inmutada. A Magee, el juez que lo juzgó lo calificó como un hombre de “crueldad e inhumanidad excepcionales”. Lo condenó a ocho cadenas perpetuas en 1986 con un cumplimiento mínimo de treinta y cinco años de cárcel. No pasó más de doce años en prisión. En 1998, fue liberado en virtud de los términos del acuerdo de paz del Viernes Santo. Dos años después conoció a Joanna Berry, la hija del diputado conservador sir Anthony Berry, una de las cinco víctimas del atentado. Se encontraron una noche. Hablaron a solas durante tres horas. No probaron bocado de la comida. Era más importante hablar. “Nada en su actitud o conducta delataba hostilidad o amargura. En cambio, personificaba dignidad y aplomo. No puedo relatar textualmente lo que intercambiamos ni todo lo que compartimos”, retrató Magee en su biografía. Al final de la reunión, se abrazaron. Fue un acto espontáneo. Él le dijo que quería ayudarla a sanar y que lamentaba haber matado a su padre. Ella le contestó: “Me alegro de que hayas sido tú”. Él se quedó estupefacto, en silencio y apenas pudo hilvanar un comentario torpe de despedida. Fue el primero de varios encuentros.

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