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  • Efecto madera: el roble, el vino y el tiempo

    Gualeguaychu » El Dia

    Fecha: 17/10/2024 05:12

    No se sabe en qué momento la madera pasó a ser el compañero más fiel del vino durante la crianza, sólo existen referencias (desde mucho antes de la Edad Media) del uso de grandes toneles para su elaboración y de cascos más pequeños para su transporte por tierra o por mar. Desde mucho antes del Imperio romano, el vino se conservaba y se transportaba en ánforas de arcilla. Y fueron justamente las tropas al mando de Julio César, cuando conquistaron la Galia, las que decidieron cambiarlas por pequeños toneles de roble francés (allí los galos conservaban sus cervezas) y así solucionar el tema de las roturas de los recipientes durante los largos viajes. Esos recipientes fueron los antepasados de las barricas que hoy conocemos y quizás en alguno de ellos alguien se olvidó de su contenido, lo dejó a merced del tiempo y al abrirlo se encontró con un vino diferente, mucho mejor. Con seguridad pasaron muchos tipos maderas hasta que alguien decidió coronar al roble, primero al francés y luego al americano. Pero más allá del vino y el roble, hay que hablar del tiempo... Desde hace varios siglos, los mejores tintos y blancos del mundo se fermentan o se crían en toneles de roble de diversos tamaños. Aunque, como alternativa de elaboración en las últimas décadas, asomó el concreto (piletas y vasijas de hormigón sin pintura epoxi), los grandes vinos se siguen codeando con la nobleza de la madera durante su gestación. Claro que existen excepciones a esta regla, excelentes ejemplares que no han tenido contacto alguno con una barrica. Pero lo cierto es que el roble y el vino se llevan muy bien. En primer lugar, durante la elaboración ya que se puede fermentar en grandes cubas nuevas, como así también microvinificar en barricas de diversos formatos (225, 300, 500, 600 o 1.000 litros). En las más pequeñas es necesario remover una de las tapas laterales para introducir los granos de uva o los racimos enteros, aunque ya existen modelos con una tapa de acero en la parte superior. Allí, el mosto fermenta y la extracción, dicho por los enólogos, es más sutil. Es decir que el vino toma lo mejor de la madera durante este proceso y su posterior microoxigenación durante la crianza; se evitan así los típicos y obvios gustos al roble y sus derivados (vainilla, lácticos, tostados, ahumados y un largo etcétera). Pero lo más importante que sucede en este proceso es la polimerización de los taninos, esos componentes naturales que ya vienen en los hollejos de las uvas y que son parte de la columna vertebral del vino a lo largo de su vida. Este proceso los fortalece al mismo tiempo que los afina y en lugar de provocar sensaciones de astringencia (asperezas) logra aportar firmeza y equilibrio en boca. Luego de la fermentación y la estabilización, viene la crianza. Lógicamente, por el costo de cada barrica (entre 600 y 1.200 euros cada una), los enólogos reservan sus mejores vinos para someterlos a esta etapa que requiere mucho seguimiento y paciencia. Hay que tener claro que es muy distinto el gusto a roble en un vino que el buen uso del roble en un vino. El primero persigue un objetivo comercial por la importancia que tiene el reconocimiento de ese descriptor en el sabor del vino por parte de los consumidores, mientras que el segundo busca todo lo contrario, que no se note que tuvo contacto con la madera. Esto se puede lograr tanto con barricas nuevas (si se hace un buen uso) o con usadas, las cuales en general únicamente sirven de contenedores. No obstante, las barricas ofrecen un universo de complejidades que, con buena mano, pueden pasar al vino. Es por ello que los enólogos eligen una tonelería específica, con duelas (las maderas que conforman la barrica) de bosques sustentables y con niveles de tostado en función del vino que van a elaborar o criar; incluso para concebir los blends, esas creaciones en las que sacan a relucir sus dotes artísticas y alquímicas, porque cada varietal tiene su barrica “amiga”. Está comprobado que un vino bien elaborado y criado en barricas de roble, goza de mayor potencial de añejamiento, justamente porque el roble también aporta taninos y permite una micro-oxigenación que los hace más estables. Las modas pasan, la madera queda La crianza de un vino es muy importante y se torna indispensable en aquellas etiquetas que buscan trascender porque no solo van a adquirir una textura más firme y duradera, sino que, además, durante la estiba (añejamiento en botella) se van a combinar los aromas y sabores del vino (primarios y secundarios) con los del roble (terciarios). A este conjunto de sensaciones los franceses lo llaman bouquet. Y aunque el tiempo no mejora la calidad, sí permite sumar nuevos atributos sin perder la esencia: reemplaza, por ejemplo, la fuerza de la fruta o la expresión vivaz de un terruño por complejidades y sutilezas. Casos así en el mundo sobran: los grandes blends de Burdeos, los míticos Chianti y Barolo italianos, los tintos españoles de Rioja o Ribera del Duero, entre muchos otros. En la Argentina, los grandes ejemplares de fines del siglo XX eran muy pocos y generalmente se vinificaban y se conservaban en grandes toneles de roble francés (de los bosques de Nancy). Tras muchas búsquedas e innovaciones, la enología nacional comenzó a dejar de lado las modas y a cederles protagonismo a las regiones y al terruño, aunque sigue respetando la crianza en roble como un dogma del buen hacer. Aunque es verdad que el nivel del “gusto a madera” fue bajando en nuestros vinos, esto se debió más al aprendizaje en su uso que a respetar una tendencia. Lo cierto es que tanto el vino como el roble son dos productos naturales que se llevan muy bien y que siguen demostrando que pueden ser inseparables, más allá de algunas excepciones que, por lo general, surgen para diferenciarse. Los matices que le aporta la madera al vino son innumerables: texturas, aromas y sabores que al combinarse pueden prolongar el final de boca y hacerlo memorable, incluso a lo largo de los años.

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