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  • Sobre cómo un médico soviético se extirpó a sí mismo el apéndice

    Usuhahia » Diario Prensa

    Fecha: 08/10/2024 22:20

    La Antártida Argentina forma parte del patrimonio cultural e identitario de cada ciudadano de nuestro país, desde la infancia misma, cuando en las aulas se trabaja con la silueta cónica de un territorio que se sabe lejano, gélido y propio. En concordancia, forman parte del calendario de conmemoraciones fechas como el 22 de febrero, Día de la Antártida o el 21 de junio, en que se alude al Día de la Confraternidad Antártica. Para ilustrar a nuestros lectores sobre la historia de aquel pedazo de suelo en el que un grupo de civiles y militares a diario ratifican soberanía con su presencia, Diario Prensa Libre invitó al especialista en temas antárticos, docente y militar retirado, Alejandro Bertotto, a compartir sus conocimientos. Abril de 1961, plena noche polar, VI° Expedición Soviética a la Antártida, el médico de la base Novolazarevskaya (70°50´46´´S – 11°50´50´´E – Cuadrante Africano), Leonid Rógozov, de 27 años, se sintió cansado, débil y con náuseas. Luego lo invadió un dolor en el abdomen bajo. «Siendo cirujano, no tenía dificultad en diagnosticar una apendicitis aguda, sabía que estaba en peligro y no tenía ninguna esperanza de recibir ayuda exterior”, recuerda el protagonista. «Era una condición médica que había tenido que operar muchas veces y que en el mundo civilizado es una operación de rutina. Muy lejos de eso, yo estaba en medio de un desierto polar» – escribió en los registros de la época. El buque que lo había llevado hasta allí no regresaría a la base hasta el próximo año y no habría vuelos por los temporales propios de la zona. Era una situación de vida o muerte. Y no podía esperar ayuda alguna. ¿Intentaría operarse a sí mismo?. Rogozov sabía que su apéndice podía reventar en cualquier momento y de ser así moriría irremediablemente. Mientras tanto sus síntomas empeoraron. Tenía que abrir su propio abdomen para sacar sus intestinos y el médico no sabía si eso era humanamente posible. Además, el comandante a cargo de la base Novolazarevskaya debió primero pedir permiso a Moscú para la cirugía. Si fracasaba y moría, sería una publicidad negativa para el programa antártico soviético porque en plena Guerra Fría, Este y Oeste estaban en competencia nuclear, espacial y la carrera polar era especialmente determinante. Rogozov cuenta que tomó la decisión de hacer él mismo su apendicectomía porque la alternativa era morir sin luchar. «No pude dormir en toda la noche. ¡Duele como el demonio! Una tormenta de nieve azota mi alma, gimiendo como 100 chacales», registró en su diario. «Todavía no hay síntomas evidentes de perforación, pero una sensación opresiva de presagio pende sobre mí. La única salida posible es operarme a mí mismo… Es casi imposible, pero no puedo simplemente cruzarme de brazos y darme por vencido» – agregó. Rogozov seleccionó entonces a dos ayudantes para entregarles instrumentos, posicionar la lámpara y sostener el espejo en el que vería lo que estaba haciendo. El valiente cirujano incluso dio directivas por si perdía la conciencia: debían inyectarle adrenalina y practicarle respiración artificial. La preparación no podía ser mejor. Iniciada la operación sólo utilizó muy poca anestesia local porque no debía perder el conocimiento. Sabía que sufriría el dolor de la extirpación del órgano, pero no tenía otra alternativa si quería tener la cabeza lo más clara posible. «¡Mis pobres asistentes! En el último minuto los miré y estaban ahí vestidos con las batas blancas quirúrgicas, y más blancos que ellas. También yo tenía miedo pero cuando cogí la aguja con la Novocaína y me puse la primera inyección, de alguna manera entré en modo cirugía, y desde ese momento no me di cuenta de nada más”. contaría Rogozov después. Sobre la práctica quirúrgica en sí misma, relató: “Descarté el espejo porque me daba una imagen invertida. El sangrado era bastante pesado, pero me tomé mi tiempo… Al abrir el peritoneo, dañé el intestino y tuve que coserlo. Me sentía más y más débil y mi cabeza comenzó a girar. Cada 4 o 5 minutos descansaba 20 o 25 segundos. ¡Finalmente apareció el maldito apéndice! Con horror noté la mancha oscura en su base. Eso significaba que un día más y hubiera estallado. Mi corazón reaccionó y se ralentizó notablemente; mis manos parecían de caucho. Bueno, pensé, va a terminar mal y lo único que va a quedar es un apéndice extirpado. Pero no fallé. Después de casi dos horas había completado la operación, hasta la última puntada. Entonces, antes de permitirme descansar, instruí a mis asistentes sobre cómo lavar los instrumentos. Sólo cuando la habitación estuvo limpia y ordenada me tomé los antibióticos y las pastillas de dormir. Y cerré los ojos”. Rogozov volvió a sus tareas normales sólo dos semanas más tarde y al regresar a la URSS fue tratado como un héroe nacional.

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