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  • Era una promesa del fútbol, se hizo adicto, llegó a pesar 40 kilos y vivió bajo un puente: el duro camino para sanar

    Buenos Aires » Infobae

    Fecha: 06/10/2024 03:04

    Jonathan Ariel Castillo con Ricardo Enrique Bochini, cuando jugaba en las inferiores de Independiente La noche anterior a comenzar su rehabilitación, Jonathan Ariel Castillo se encerró en una habitación a tomar droga y a llorar. Estaba convencido de que debía cambiar: supo que había tocado fondo en los días que vivió bajo un puente en una zona peligrosa de Quilmes. Pero la adicción se negaba a soltarlo. “Me fui de mi casa por estar cerca del consumo de los narcos. Llegué a vender droga y a manejar un búnker”, cuenta hoy sobre aquella etapa ominosa, cuando la línea entre vivir y morir se había angostado hasta casi desaparecer. Su estado físico estaba en ruinas. “Consumía 24 por 7, la pasta base ya no me hacía nada”, relata sobre aquel demonio que manejaba sus horas. “Estaba en la perdición total, habré llegado a pesar 40 kilos, 15 o 20 menos que hoy. Tenía todas las manos ampolladas, la boca y la cara quemadas”, indica. Y añade: “Llegué a un punto en que ya ni volvía a mi casa, mi familia no supo nada de mí por mucho tiempo. Para conocer mi paradero me buscaban en las comisarías y en la morgue”. Hoy, su vida pasa lejos de aquel puente. Hizo un proceso de recuperación en la Fundación “Creer es Crear”, está en la última fase de su tratamiento y sueña con graduarse como operador socioterapéutico. Retomó sus estudios secundarios, reconstruyó la relación con su familia y puso el foco en mantenerse sobrio y transmitir su experiencia para ayudar a otros. “Ahora pago el boleto del tren, del colectivo. Hoy lo hago todo por derecha, nada por izquierda”. Jonathan encontró una nueva oportunidad en la vida. Pero hasta llegar aquí dejó jirones en el camino. Un camino lleno de piedras “Yo nací en La Boca, vivía con mis papás y mis abuelos en un conventillo, pero a los seis años mi padre compró una casa en la provincia, San Francisco Solano, en Quilmes”, relata. La familia se trasladó a una villa conocida como “El Arroyo de las Piedras”, un lugar que él recuerda como conflictivo y vulnerable. “Ahí no entraba nadie, ni la policía”, comenta sobre lo peligroso que era aquel barrio. Para peor, las constantes inundaciones hacían la vida aún más complicada: “Cada vez que llovía, se inundaba más o menos un metro, metro y medio”. Uno de los recuerdos más impactantes de su infancia fue el día en que uno de sus hermanos casi muere. “Lo encontré en el agua, con la mitad de su cuerpo dentro y las patitas arriba”. La escena fue traumática, pero milagrosamente el hermano sobrevivió en el hospital de Quilmes. “Fue un milagro de Dios”, señala. Otra de las experiencias difíciles que vivió la familia fue la estafa que sufrió su padre. Había comprado un terreno y un taller junto a un socio en el centro de Solano Centro. Pero lo traicionaron. “Lo estafó, le sacó el terreno y un taller. Perdió todo ahí”, dice sobre el golpe económico que marcó un antes y un después para su familia, que los obligó a mudarse a la casa de una tía para poder salir adelante. “Ella tenía un terreno grande, de 60 metros por 20, y la mitad se la dió a mi papá. Él, como pudo, construyó algo. Dormíamos todos en una pieza muy grande, pero vivíamos juntos”. Más adelante, su madre pudo pagar un lote en el barrio La Matera, un lugar difícil para crecer. “Al lugar le dicen ‘Walking Dead’, es el mundo de los muertos, porque está todo el consumo problemático ahí. Después, durante el gobierno de Néstor Kirchner, se hicieron viviendas, unos chalets de tres ambientes, con cocina, y viven ahí desde hace como 20 años”. Hoy, después de la oscuridad, Jonathan rodeado por sus hijos, algunos de sus hermanos y sus padres Jonathan es el mayor de sus hermanos. Hijo de Bienvenido Carlos Castillo Ramos, un inmigrante paraguayo que llegó de niño a la Argentina, y de Mirta Zulema Ibáñez. “Mis viejos llevan más de 42 años casados”, cuenta con orgullo. Su familia, dice, siempre priorizó la educación y el deporte para que sus hijos salieran adelante. “Mi papá siempre me inculcó lo que era la escuela y el deporte. A los cinco años ya jugaba al fútbol con chicos de siete”, relata Jonathan, que asomaba como un pichón de crack. La vida de sus hermanos siguió el sendero recto que les marcaron sus padres. Todos son profesionales. Eso a Jonathan lo pone orgulloso: “Uno es profesor de historia, otro está estudiando tecnicatura en psicopedagogía, hay un hermano que es farmacéutico y otro se especializó como técnico industrial, gasista y electricista”. Él reconoce que fue “la oveja negra” de la familia, pero destaca que sus hermanos fueron una red de apoyo clave en su proceso de recuperación. Promesas y frustraciones A los nueve años, Castillo ingresó a las inferiores de Independiente, donde compartió vestuario con figuras que después serían conocidas a nivel internacional, como Fernando Tissone y Sergio “Kun” Agüero, un año menor que él. En su adolescencia tuvo una oportunidad única: participar en un Mundialito de Clubes en Córdoba. “Con Ricardo Bochini salimos campeones”, recuerda sobre ese torneo, una experiencia que marcó su etapa de inferiores. Aunque al principio no estaba en la lista para el campeonato, un giro inesperado lo llevó al equipo titular. “El mismo día que tenía que ir a entregar el trofeo, Ricardo Bochini me llamó diciéndome que prepare el bolso, porque iba a reemplazar a un jugador que se lesionó”, relata. Una vez en la cancha, Jonathan dejó su huella. “Entré y no salí más. Fui goleador del torneo, y el que más asistencias dio”, recuerda. Durante dos años, no perdió la titularidad. El sueño de brillar en el fútbol se consolidó. Sin embargo, a pesar de su talento y esfuerzo, por una decisión dirigencial lo relegaron al banco de suplentes. Ese escollo, más una frustración marcaron su destino. “Dirigentes de Sampdoria, Italia, se interesaron en mí. Mi mamá no estaba de acuerdo con que viaje solo, mi papá sí. Hubo alguna discusión, pero no me dejaron ir”, relata sobre la oportunidad trunca de irse a Europa. Esta situación lo llevó a tomar malas decisiones y no sólo en el deporte. “Estaba estudiando muy bien, me faltaba poco para recibirme y dejé la escuela”. Al mismo tiempo, sufrió un golpe en su vida personal. Jonathan, cuenta, perdió su virginidad a los 13 años con una chica diez años mayor. Un año más tarde, ella quedó embarazada y desapareció. “Yo estaba en mi mejor momento futbolístico. Me puso muy mal, porque me había enamorado de esa piba. Ella no me dijo en ese momento que se fue por el embarazo, no me lo contó. Y ahí fue cuando la cabeza me empezó a cagar a palos”. Esa joven regresó a los dos años y le presentó a quien hoy es su hija mayor. Jonathan en la Fundación Creer es Crear el día que se fue para comenzar su reinserción junto a su madre, el operador terapéutico Diego Herrera y el coordinador Martín Schultz La suma de frustraciones lo afectaron. El desamor y la oportunidad La oportunidad que representaba una salida del contexto de vulnerabilidad social fue interrumpida, y la sensación de estancamiento lo llevó a tomar decisiones difíciles. “Después de lo de Sampdoria, mi rendimiento cayó y también mi motivación para seguir jugando”, reconoce. A los 16 años abandonó el fútbol. Luego quiso regresar, en Defensa y Justicia. Pero el tren había pasado. Descenso al infierno En paralelo, Jonathan comenzó una relación que cambiaría su vida. A los 20 años se unió a una mujer de 35 años, la madre de cuatro de sus hijos. Él, además, crió como propio a otro hijo de una relación anterior de su pareja. Ella venía de una vida familiar muy dura. La relación comenzó bien. Pero enseguida aparecieron los conflictos. “Ella me psicopateaba con los celos. Vinieron las agresiones, casi me apuñala... de hecho, me apuñaló en la pierna”, cuenta sobre uno de los episodios más críticos que vivieron. Las constantes discusiones y peleas afectaron profundamente su bienestar emocional, agravando su inestabilidad. Durante esos años, Jonathan trabajó en una compañía de refrigeración, que ofrecía servicios a importantes empresas. “Yo estaba en Suipacha y Corrientes. Hacíamos servicio técnico, instalaciones industriales”, describe. A pesar de su dedicación al trabajo, la relación con su pareja aumentó sus dificultades personales. En ese contexto, las adicciones comenzaron a ganar espacio en su vida. Cambió de rumbo y se sumergió en experiencias peligrosas. “Empecé a tener lo que se llama consumo social, de alcohol, de marihuana”, relata. Se vinculó con personas de su barrio que lo llevaron por mal camino. “Cuando me quise acordar, estaba envuelto en todo eso, robando con ellos a feriantes, locutorios y ciber”, admite. Su primera detención fue un golpe fuerte para su familia. “Mi viejo me fue a buscar por primera vez a una comisaría”, recuerda. “Estuve preso a los 19 años por drogas y armas, y a los 30 por un hurto. Un oficial de calle que me conocía porque había jugado al fútbol conmigo en Quilmes me dijo que diga que estaba insano. Estuve un tiempo y me largaron, pero tuve que hacer hospital de día y tareas comunitarias”. La situación se puso más densa. “Cuando me quise acordar tenía un consumo problemático. Yo no le levantaba la mano y reprimía todo lo que pasaba en casa. Ella tenía conmigo maltrato físico, psicológico, porque no me dejaba trabajar, volvía locos a mis encargados, se hacía pasar por otras mujeres a ver si me enganchaba en algo. Entonces, antes de golpearla, buscaba la excusa para pegar un portazo e irme a consumir. En el camino me agarraba a trompadas con cualquiera que me encontrara en la calle para terminar ahí. Cuando me quise acordar ya me iba un día, dos días, tres días. Consumía pasta base de cocaína. La cocinaba yo. Empecé a robar en el laburo, hacía trabajos por izquierda…”. En un punto crítico, Jonathan sufrió una intervención quirúrgica de emergencia que complicó aún más su situación. “A los 33 años, me operaron de apendicitis. Me cortaron 30 centímetros del colon, 20 de intestino grueso y delgado, me vaciaron”, relata sobre su paso por el hospital. Al poco tiempo, en medio de un acceso de tos, los puntos de la operación le saltaron. “Se me salieron las tripas. Me volvieron a internar, tuvieron que reforzar las paredes abdominales con una malla, desde abajo del ombligo hasta la boca del estómago”. Jonathan Castillo con Alex, uno de sus hijos, que tiene 18 años Todo ese proceso lo dejó debilitado y al borde de la muerte, lo que agravó su consumo de drogas. “Como no podía comer, empecé a fumar marihuana para abrir el apetito”, admite. La adicción escaló en forma rápida. En poco tiempo el consumo ya era de pasta base. A los 35 se separó de la madre de sus hijos. En realidad, ella se fue. “Temo que andaba con otro tipo. Yo siempre volvía con ella porque creía. Pensá que entre mis padres jamás vi una situación de violencia. Y tenía la esperanza que ella cambie. Pero ahí empezó la peor parte. Cuando me quise acordar estaba viviendo bajo un puente”. La adicción lo llevó a involucrarse en más actividades delictivas, lo que marcó el punto más bajo de su vida. “Llegué a vender droga. Estuve a cargo de un búnker. Manejaba la seguridad de los narcos y el traslado de las drogas. No veía que podía perder mi vida. La policía me agarró, me dieron una paliza tremenda y me llevaron de vuelta a la comisaría. Yo vendía para seguir consumiendo. Estaba muy enfermo, no sabía cómo parar. Me internaba en la villa para seguir tomando”. En esa época se alejó completamente de su familia. El contacto con sus hijos se volvió esporádico y complejo. “Vivía en la casa de una amiga que le decían La Gitana. Lloraba todo el tiempo. Conocí a una chica, empecé a entrenar, a ir al gimnasio, a preocuparme por mí. Ella me decía que me tenía que resignificar. Pero recaí y me dijo que no iba a dejar que me siga matando, porque ni a ella ni a su hijo les hacía bien. Me ayudó a tomar la decisión de internarme. Yo tenía un amigo que estaba en la Fundación Creer es Crear” El camino de vuelta En medio de esta crisis, Jonathan se animó a salvar su vida. “Hablé con mi padre y le dije que me acompañe a Sedronar para que me den una beca. Yo quería internarme”, explica sobre el proceso que lo llevó a “Creer es Crear”, una de las fundaciones más reconocidas en Argentina para el tratamiento de adicciones. Luego de algunas entrevistas, consiguió la beca. La noche anterior al 11 de octubre del 2023, cuando ingresó a la sede de Hudson de la Fundación —donde asisten unos 100 jóvenes—, tomó droga por última vez. “Manipulé a mi familia. Les pedí que me acompañen a comprar droga porque yo me iba a encerrar. Iba a ser la última vez que consumía. Y fue así. Me encerré con diez gramos de cocaína. Me maté toda esa noche llorando. Después me bañé y me fui a la fundación”, relata. Junto a Hernán y Matías, dos de sus hermanos El programa terapéutico de “Creer es Crear” tiene cuatro fases, cada una con objetivos y duraciones específicas. Los primeros quince días son de “inducción y motivación”, que incluye terapia individual, grupal y familiar para analizar la historia clínica y social del paciente, y elaborar un plan de tratamiento. Luego viene una fase de 60 días llamada de “identificación”, donde se proporcionan herramientas para el autoconocimiento y cambio personal e incluye sesiones individuales y grupales. En tercer lugar está la etapa de “elaboración”, que insume un mes, en la que se busca alcanzar metas del plan de tratamiento y se desarrollan habilidades para afrontar la vida. Por último llega la “consolidación”, que en el lapso de 30 días fomenta la autonomía y responsabilidad del paciente para su proyecto de vida. En ésta última se hace un seguimiento. Jonathan estuvo allí durante seis meses y 26 días. Vivió un proceso de rehabilitación que implicó trabajar en diferentes áreas como parte de su tratamiento: mantenimiento de parques, cocina, panadería, entre otros. “Al principio juntaba hoja por hoja con la mano, lloraba mientras lo hacía. Pero me di cuenta de que el proceso de internación, si no duele, no sirve”, describe sobre los primeros días. Aquellos días iniciales, la lucha más dura fue contra la abstinencia. “Te agarra comezón en el cuerpo, ataques de llanto, ganas de salir corriendo... Ahí te entrevista el psiquiatra y empieza a medicarte”, recuerda sobre esa etapa crítica del tratamiento. “Ahí te entrevistan, te medican, te contienen”, comenta sobre la respuesta que recibió, y la importancia de sentirse apoyado por el equipo profesional de la Fundación. “Me daban tres medicamentos: Keta, Pina y Lorazepam. Los tomaba a las 09:00, a las 18:00 y a las 23:00. Con el tiempo me los fueron sacando. Hoy sólo tomo algo para dormir, porque sufro de insomnio. Y en cualquier momento me lo van a sacar, para no depender de ningún ansiolítico ni psicofármaco”, subraya. En la comunidad, aprendió también a reconocer y expresar sus sentimientos, a manejar la frustración y a establecer relaciones saludables. “Primero aprendí a quererme a mí mismo, después a querer a los demás”. Para Castillo, el tratamiento en “Creer es Crear” fue un proceso doloroso, pero necesario. Implicó vivir con reglas estrictas, mantener rutinas de trabajo en diferentes sectores de la comunidad, y sobre todo, aprender a reorganizar su vida desde lo básico. Allí se levantaba a las 07:00, desayunaba a las 8:00, a las 10:00 se reunía junto a los dos grupos (“A”, de 60 integrantes; y “B”, de 40) en que se divide la comunidad. “Tenés que romper con el léxico callejero. Respetar la higiene personal, porque cuando estás en consumo capaz no te bañas por tres o cuatro días. Te hacen valorar todo: un plato de comida, la ropa limpia, el minuto y medio de ducha”, recuerda. “Ahí entendí que si no valoraba esas cosas, no iba a valorar nada. Si tu habitación está ordenada, tu cabeza está ordenada. Si tu habitación está desordenada, tu cabeza está desordenada”, cuenta sobre una de las enseñanzas que adoptó en su vida diaria. Además, convivir con otros compañeros en el mismo trance le permitió tomar perspectiva sobre su propia situación y comprender que no estaba solo: “Compartir historias de vida con otros fue sanador, porque me ayudó a bajar la carga emocional”. Una de las actividades en la Fundación Creer es Crear, donde prima la emoción El día que salió de la internación fue el más emotivo: “Me hicieron un cordón. Me fui por el portón de adelante, el de los valientes. Porque durante el tiempo que estás ves a los que abandonan, porque todo el tratamiento es voluntario”. Ahora va tres veces por semana: martes, jueves y sábado. La terapia que llevó adelante no solo ayudó a Jonathan a recuperarse de su adicción sino también a relacionarse nuevamente con su familia. “Ahora vivo en la casa de mis padres. Mis tutoras son mi mamá y mi hermana. Hoy tengo una llave de mi casa. Abro y entro yo solo. Y tengo la confianza de todos mis hermanos”, expresa con orgullo sobre la transformación que experimentó a nivel familiar. La relación con sus hijos se ha fortalecido, y él trabaja día a día para ser un ejemplo de resiliencia y cambio. “El vínculo lo tuve siempre, pero ahora es mucho más fuerte porque tengo una comunicación tremenda con ellos”, dice sobre su nueva manera de relacionarse con su entorno. Actualmente, Jonathan se encuentra en la última fase de su tratamiento, a punto de graduarse como operador socioterapéutico especializado en salud mental y adicciones. “El 15 de diciembre me estaría recibiendo. Me gustaría trabajar en la Fundación o en cualquier otra institución terapéutica”, comenta sobre sus planes a futuro. Además, ha retomado sus estudios secundarios y planea seguir formándose para brindar apoyo a personas con problemas similares. “Quiero hacer el curso de coacheo para concientizar a los padres y llevar la psicología a los colegios, desde primer grado hasta la secundaria”. Jonathan Castillo busca inspirar con su historia. Ya no vive bajo un puente, los construye para ayudar a otros jóvenes a salir de las adicciones: “Me siento muy afortunado de que mi Padre Celestial me haya elegido”.

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