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  • La escuela encantada

    » El litoral Corrientes

    Fecha: 05/10/2024 19:45

    Cuando Corrientes comenzaba a desperezarse de su larga siesta de atraso y pobreza, la ciudad se terminaba entre las cuatro avenidas, Costanera General San Martín, avenida Tres de Abril, Avenida España bordeando el Arroyo Poncho Verde o Arazá, casi en su desembocadura hasta la calle Vera, incluyendo el parque de Marte hoy llamado Mitre por los liberales. Lo que estaba fuera de ese círculo irregular era la periferia, casi el campo, poblada de casas rústicas tirando a ranchos, la mayoría carecían de agua, luz, cloacas, para qué hablar de asfalto o calles empedradas. Periferia al sur, al noreste, al sureste y al oeste. Peor les iba a los que vivían detrás del arroyo Poncho Verde o Arazá, (noreste) cuyas nacientes eran las lagunas nutrientes del barrio Santa Teresita, La Vizcacha y alrededores con sus crecidas súbitas. Lánguidamente los vecinos que tenían hijos menores optaban entre mandarlos a la escuela, lo que significaba trasladarlos al centro u omitir dicha obligación legal, total para ser esclavos blancos o sirvientes, bastaba y sobraba con ser correctos y tener buena memoria. Sin embargo, las exigencias de las reclamaciones sociales hicieron presión para que se crearan escuelas dentro de la extensa periferia, no tanto por esa razón o solidaridad, sino como un modo de evitar que los suburbanos ingresen a las escuelas públicas, junto a los hijos de los que cabían en el frasco de la ciudad presuntamente consolidada, poblada angaú (falso, mentira) de patricios. Así nació en formato de rancho precario, la Escuela Pedro Serrano número 666. Vaya vaya, qué casualidad, con el número que muchos califican de diabólico, creencias son creencias dijo una anciana, mientras seguía rezando a su esposo muerto, no por la paz de su alma sino para evitar que reviva por lo malo que había sido en vida, con el agregado que a su espíritu no se le dé por pasear por los antiguos lares en que ella habita. Esa escuela Serrano concentró una gran población de niños y niñas que tuvieron la suerte de tener maestras excelentes, buenas personas fundamentalmente, respetuosas y dedicadas, esforzadas luchadoras contra la ignorancia por la Patria y para la Patria. Una de esas maestras le imprimiría al lugar, hoy remozado, un grado de sacralidad que sólo la bondad puede construir en la historia, veamos cuál es. Monserrat, se llamaba la maestra a la que recordamos, con un Citroën de los sapos 2CV o 3CV, porque no logré distinguirlo, pasaba a buscar a sus colegas para ir juntas con el material didáctico, la comida de los niños, etc. era en realidad un pequeño cargamento humano de gigantescas proporciones. Los alumnos en pleno calor o frío, o el tiempo que existiera, solieron1 esperar pacientemente a quienes, cumpliendo el deber mayor de educar y brindarse solidariamente a la comunidad, llevaban en sus alforjas no solo el alimento de boca, algunas ropas, remedios que recogían de la solidaridad anónima, sino lo más importante, el saber y aprender, en esa dialéctica constante de maestros-alumnos. Flotaba en el ambiente escolar amor, respeto y solidaridad. El tesoro de la escuela lo constituían sus bancos, pizarras, tizas, libros donados por buena y mala gente, y prodigiosamente, la campana, pequeña pero cantarina como ninguna, la que anunciaba el comienzo de los recreos, el final y la salida. En algunas ocasiones, por ejemplo, fiestas patrias, estas docentes conseguían alguna donación extraordinaria de la iglesia o de los masones a última hora de los sábados, partían el domingo a organizar un chocolate o comida en el recinto escolar, el repiqueteo de la campana convocaba al barrio a festejar, incluyendo pequeños y humildes aportes de corazón para la reunión. No faltaban músicos. Eso sí, estaban prohibidas las bebidas alcohólicas, que todos respetaban, si lo decían las maestras estaba bien. De esa escuela salieron excelentes personas, algunas ovejas negras de igual forma, pero todos con un común denominador, reconocían a la maestra Monserrat como pródiga en cariño y le profesaban cariño y respeto, nadie se animaba con las maestras, eran sagradas como se ha dicho. Pasó el tiempo, las radiantes jovencitas vieron encanecer sus cabellos y lucían orgullosas arrugas en la frente, se sumaron los años, como es inexorable llegó la jubilación, acompañado del nuevo edificio, más la sustitución generacional que la naturaleza impone. Sentida, triste y prolongada fue la despedida a la maestra Monserrat y sus heroínas, ante la presencia de sus alumnos ya padres que como tutores acudían con sus hijos. Luego de mucho tiempo volvían a sus hogares, con el deber cumplido, gozando de la paz, de sus hijos y nietos, hasta que el bote de Caronte las lleve como sucede naturalmente. El tiempo pasó inexorablemente, la Escuela Serrano tiene un nuevo visitante que no es empleado ni alumno, es un espíritu de color azulado, según afirman los vecinos del barrio, antiguos niños convertidos en mayores a los que sus hijos les cuentan asombrados que se cruzan con el espíritu de una maestra, que por la descripción realizada es la “seño” Monserrat. Ella al partir hacia el portal del infinito y como premio a su bondad, la naturaleza le permite visitar la antigua escuela Serrano, a gozar de la dicha de los niños y su inocencia. No asusta a nadie, sólo sonríe acariciando con la mirada celeste como el cielo mismo, fue bautizada como el fantasma de la Maestra Monserrat, quien convive con sus niños en luminosas nubes de esperanza, solidaridad y empatía sobre todo. Mis honras a ese espíritu magnífico de una maestra que brindó su vida a su querida escuela subrural, a las caricias que todavía prodiga también a los ancianos alumnos que sobreviven como si fueran niños. Está dedicado a todos los maestros de mi patria, por la grandeza de su aporte, sin ellos no habría ninguna de las carreras universitarias ni científicos de ninguna especie.

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