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    » El litoral Corrientes

    Fecha: 29/09/2024 14:45

    La pobreza es noticia en el país que oficia de prueba piloto para las nuevas derechas antiestado. Ese torbellino de ideas individualistas que han encontrado en Javier Milei el profeta de la economía desregulada hasta extremos impensados, en una nueva dimensión de la realidad donde todo es posible siempre que se tenga dinero, o donde nada es posible si el beneficiario de determinados bienes depende del recurso público para acceder a ellos. El pobre argentino es reciente. Forma parte de un segmento social que hasta hace pocos años se autopercibía clase media pero que, en determinado momento del devenir económico del país, entró en una espiral descendente que licuó sus ingresos de forma tal que la cifra nominal de un salario tipo resulta insuficiente para comprar lo que antes se compraba o para hacer lo que antes se hacía con ese dinero. El 52,9 por ciento de pobreza que dio a conocer el Indec muestra descarnadamente una realidad que el mileismo no siente propia, sino que achaca a sus antecesores peronistas en razón de la siguiente lógica: en tiempos de kirchnerismo se vivía en la ficción de tarifas y precios subsidiados por un Estado que financiaba el déficit con emisión y deuda, lo que derivó en la gestación de nuevos pobres arrastrados al limo de las profundidades por el monstruo inflacionario. La lógica de los libertarios halla asidero en el corto plazo, pues han pasado solo nueve meses desde que su líder gobierna los destinos de la Patria, a caballo de un plan de ajuste tan despiadado como -desde su óptica- necesario. Es lo que quiso significar el viscoso vocero presidencial Adorni cuando dijo: la pobreza no es consecuencia de Milei sino que Milei es consecuencia de la pobreza. Y tiene razón Adorni. Los argentinos votaron por el candidato aleonado con una actitud aleccionadora dirigida a la clase política tradicional. Dijo basta a Massa, a Alberto Fernández y a Cristina, pero también a Macri, a Larreta y a Patricia Bullrich y no porque hayan meditado el sufragio con el purismo de la moralidad o la perspicacia de la arquitectura política, sino porque sintieron que la cosa no daba para más. La inflación era sofocante y confiar otra vez en los mismos de siempre no apagaba -ni mucho menos- ese sobresalto constante, ese nudo estomacal que sobrellevan los padres de familia cuando se trata de planificar la vida familiar en base a una expectativa de futuro delineada por un astrolabio, cualquiera fuera. Ese eje orientador que marcó un rumbo determinado llegó de la mano de la motosierra, con el discurso del ajuste y la promesa -incumplida- de que las mutilaciones presupuestarias serían afrontadas por los entenados de la política. Todos saben que al final el ajuste no corrió por cuenta de los privilegiados de la clase política, ni de la casta, ni de los superempresarios que emigraron a Uruguay para coludirse contra los impuestos. El costo social del déficit cero que el presidente acaricia como uno de sus principales logros fue imputado al bolsillo de los trabajadores, los jóvenes profesionales, los docentes y los jubilados, entre otros sectores sin espalda financiera para enfrentar una tormenta provocada para achatar la curva del consumo. El resultado fue una inflación domesticada al cuatro por ciento mensual, una cifra interesante en comparación con los guarismos de principios de año, pero pírrica en razón de un acumulado anual que desnuda la continuidad del problema, así como las dificultades que de ahora en adelante enfrentará el Gobierno Nacional si intenta forzar una reducción sostenida hacia el cero con el mismo método que hasta ahora, por la simple razón de que ya no quedan canillas para cerrar. El experimento Milei continúa bajo la vista atenta de los líderes de las corrientes más individualistas del pensamiento económico. Atentos a cómo le vaya con su motosierra al presidente argentino están Marine Le Pen de la Asamblea Nacional Francesa, Santiago Abascal de la española Vox, Donald Trump de Estados Unidos y Jair Bolsonaro de Brasil, dos ex presidentes que tuvieron que marcharse al finalizar sus mandatos por aplicar, en parte y con diferentes matices, el vademécum del exótico líder argentino. Queda claro que los referentes de las distintas opciones populistas de derecha no son clones de Milei, pero se referenciarán en él para sacar provecho de lo que consiga el argentino cuando llegue el momento de revalidar su gestión, en las legislativas de medio término. Para cuando llegue ese momento, la pobreza no debería seguir la tendencia alcista demostrada en este primer año de gobernanza libertaria, pues ya no le será tan fácil descargar culpas en la pesada herencia. El índice de famélicos, harapientos y marginales debería fungir como una potente alarma equilibradora, un freno controlador del ajuste que el presidente les reclama a las provincias sin observar que son las gobernaciones distritales las que han generado mallas de contención para que el clima social no se desmadre. Las administraciones de tierra adentro mantuvieron sus sistemas de salud, educativos y solidarios en funcionamiento, por lo que cabe preguntarse cómo hubiera resultado la cifra de la pobreza si las autonomías provinciales hubieran retaceado recursos con el mismo rostro impío de Milei. Hoy, en parte gracias al colchón amortiguador tanto de provincias como de municipios y en parte porque los planes asistenciales han continuado, la tranquilidad social pervive y los niveles de consenso que todavía obtiene el jefe de Estado siguen siendo aceptables. La estabilidad de las calles, la escasa adhesión de las últimas protestas (aunque habría que estar pendientes de lo que pueda lograr la movilización universitaria del 2 de octubre) y el desprestigio de los “gordos” del sindicalismo rancio son factores del presente que ayudan al presidente a continuar con su plan antidéficit sin mayores contratiempos. Pero en la Argentina de esta tercera década del siglo XXI todo es tan dinámico que lo que hoy es sopesado como positivo mañana puede ser reprobado por una ola de opiniones viralizadas en las redes sociales, donde el armado libertario sigue jugando con ventaja pero ya no tanto por méritos propios (sus secuaces digitales han perdido predicamento) sino como resultado de la inacción opositora, que nunca entendió la mecánica de los algoritmos. La pobreza, en tanto, golpea a los corazones sensibles que se topan con los jubilados reemplazando carne por harina y pastillas por yuyos, a la vez que denigra, deshumaniza y mata por vías indirectas (como pueden ser las enfermedades evitables o los siniestros disparados por el encarecimiento del transporte) a un universo de ciudadanos sometidos a la nueva conducta de un árbitro estatal que se retira para dejar que los megamillonarios dueños del capital decidan sobre los precios, los sueldos y los empleos en función de parámetros ceñidos a un factor único: la renta. Es el producto del ideario libertariano, basado en las teorías de la desregulación absoluta que supiera desarrollar el pensador Milton Friedman, uno de los gurúes sagrados del presidente Milei. Allí, en ese abrevadero de anomia económica, los seres humanos dependen solo de sus habilidades personales para concretar sus anhelos de una vida materialmente confortable. En esta ecuación hay que intersecar otro elemento que las doctrinas ultraliberales gustan ignorar: si un niño nace en la más triste de las miserias, su crecimiento estará condicionado por el entorno y sus posibilidades de escalar en el estatus social serán nulas por motivos dramáticos como el deficiente desarrollo cerebral. Hoy, en la Argentina, el 66 por ciento de los niños está expuesto a ese abismo.

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