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  • El día que Sábato le entregó el informe de la Conadep a Alfonsín y los horrores de la dictadura salieron a la luz

    Buenos Aires » Infobae

    Fecha: 20/09/2024 05:23

    Ernesto Sábato quien encabezó la Conadep le entrega el informa al presidente Raúl Alfonsín (AP) Fue un momento de intensa emoción. Y también de una confiada esperanza. Una emoción colectiva y una esperanza confiada que entonces, hace cuarenta años y con la democracia recién recuperada, eran hechos cotidianos. El 20 de septiembre de 1984, a nueve meses y diez días de la asunción de Raúl Alfonsín, la voz de Ernesto Sábato, ronca y grave, abrasada por un melancólico fatalismo, leyó en tono íntimo las conclusiones a las que había llegado la Conadep que él mismo presidía, la Comisión Nacional por la Desaparición de Personas que se había zambullido en un espanto desconocido hasta entonces. Luego de las palabras de Sábato, el informe iba a pasar a manos del presidente, que había ordenado la formación de la Comisión. Como una especie de apóstoles sentados a la mesa del espanto, la Conadep se propuso investigar los crímenes de la última dictadura militar instaurada entre 1976 y 1983; desentrañar una metodología de terror y muerte que se había extendido como una gran llamarada tétrica a todos los ámbitos de la sociedad y a todos los rincones del país, que contaba entre sus víctimas a hombres y mujeres de todas las edades y ocupaciones; dilucidar qué se escondía detrás de la todavía enigmática figura del “desaparecido”: alguien que se suponía asesinado pero de quien se ignoraba quién había sido su matador, el porqué de su asesinato, el destino de sus huesos, que según había afirmado años antes el propio Sábato en una de sus novelas, “es lo único de nosotros que se parece a la eternidad”. Esa vibrante emoción colectiva, recoleta y austera que reinaba aquel día en la Casa de Gobierno, tenía su contrapartida muy cerca, en plena Plaza de Mayo, donde más de setenta mil personas habían ganado las calles para respaldar a la Conadep y a sus conclusiones. La multitud estaba enterada ya del horror, o al menos de parte de ese horror, por un documental que la Comisión había emitido el 4 de julio, que incluía los testimonio de sobrevivientes de los centros clandestinos de detención prohijados por la dictadura, que había pretendido dar un nombre técnico, formal y de tenebrosa elegancia a los morideros de las comisarías, los cuarteles y los sótanos que durante años habían albergado a miles de secuestrados, torturados, vejados y asesinados. Todavía no se sabía, o si se sabía no había sido revelado con amplitud, que muchos de los desaparecidos habían sido arrojados al río o al mar, vivos y anestesiados, desde aviones en vuelo. El libro publicado por la Editorial Universitaria de Buenos Aires con el informe de la Conadep: Nunca más ¿Cuál era el clima en la Plaza? La memoria suelte tejer una brumosa niebla de piedad sobre algunos recuerdos. Gabriel García Márquez decía con picardía que la vida no es como fue, sino tal como se recuerda. Sin embargo, un ejercicio lo más lejano posible a la picardía y a las brumas, habla de una multitud entusiasta, febril, a veces indignada, a menudo apasionada, tal vez esperanzada hacia el futuro, que cantaba rimas insultantes, algunas muy chuscas, hacia el pasado y sus protagonistas, y, algo extraño, insistía con unos versos de leyenda: “Se va a acabar, se va acabar / la dictadura militar”, que ya se había acabado en lo formal, pero que durante aquel primer año de democracia conservaba aún su poder de fuego, como quedaría demostrado en la Semana Santa de tres años después. Un ejemplo: el documental de julio que había dejado en claro, aunque en mínima fracción, el tenor de los crímenes del terrorismo de Estado, le había costado la cabeza al jefe del Ejército, general Jorge Arguindegui: sus camaradas lo barrieron por no haber impedido la difusión de aquel revelador video. Hasta el gobierno flamante había debatido la conveniencia de poner en el aire aquel documento. Sábato había amenazado con renunciar a la presidencia de la Conadep si el material era prohibido o censurado, y el gobierno de Alfonsín no pudo sino difundirlo, eso sí, con un mensaje previo del entonces ministro del Interior, Antonio Tróccoli, a quien todo aquello, Conadep, investigación, informes, revelaciones, acusaciones a militares, le hacía muy poca gracia. Sus palabras hablaron del “drama de la violencia en la Argentina (…) cuando recaló en las playas argentinas la irrupción de la subversión y el terrorismo alimentado desde lejanas fronteras”. Un fenómeno de otro planeta, casi. El primer informe de la Conadep, aquel documental emitido sin cortes publicitarios en “Televisión Abierta”, un programa que conducía el periodista Sergio Villarruel y que fue récord de audiencia, y los resquemores urticantes que su emisión había levantado en el gobierno y en las Fuerzas Armadas, revelaba un trabajo excepcional por parte de los miembros de la Conadep que tal vez había ido más allá de las expectativas de quienes la habían auspiciado. Cuando en diciembre de 1983 Alfonsín dispuso se formara una comisión investigadora sobre la comisión de delitos de lesa humanidad por parte de las Fuerzas Armadas en su lucha contra el terrorismo, no hubo una fe demasiado ciega en sus resultados. Campeaba en la sociedad, y en el ámbito político, la convicción expresada también con picardía por Juan Perón que afirmaba que para que algo no salga a la luz, hay que formar una comisión que lo investigue. Los integrantes de la Comisión reunidos durante el trabajo de recopilación de información de los horrores de la dictadura La Conadep tuvo en sus comienzos una objeción impulsada por quienes pugnaban por que la tarea la llevara adelante otra comisión, esta del Congreso, bicameral, formada por senadores y diputados. Más que derivar la investigación a manos de los legisladores, Alfonsín prefirió una comisión de “notables”, a ser posible, y siempre es posible, no contaminados con el partidismo. Los radicales no confiaban en el peronismo y el peronismo no confiaba en los radicales. El PJ, que había liderado Ítalo Luder, rival electoral Alfonsín en las elecciones de octubre de 1983, se había negado en la campaña electoral a considerar siquiera la anulación de la llamada ley de autoamnistía, de Pacificación en la nomenclatura oficial, que los militares dictaron en beneficio propio antes de dejar el poder. En ella quedaba admitido que los desaparecidos estaban muertos. El peronismo tampoco confiaba demasiado ni en el éxito de la Conadep, que se negó a integrar, ni en la deriva que el radicalismo gobernante pudiera dar luego a sus conclusiones. Alfonsín, además, había denunciado en 1983 un pacto militar-sindical, de impunidad y protección mutua encarnado entre los civiles en la figura del entonces poderoso jefe de la Unión Obrera Metalúrgica (UOM), Lorenzo Miguel. Los organismos de Derechos Humanos se negaron a formar parte de la Conadep, lo mismo hicieron las Madres de Plaza de Mayo con Hebe de Bonafini a la cabeza y hasta el Nobel de la Paz, Adolfo Pérez Esquivel había dicho no a la comisión aun cuando Alfonsín, según las versiones, le propuso presidirla. Todo ese contexto pesaba, consciente o no, en aquella emoción colectiva que cantaba en la Plaza de Mayo que se iba a acabar lo que ya se había acabado. El cantito llevaba tres años de runrún en las manifestaciones de oposición a la dictadura. Había nacido en 1981, en los días en los que el general Leopoldo Galtieri acechaba a su par en la presidencia, el general Roberto Viola, para encaramarse al poder, como lo hizo, y lanzarse a la ocupación de las Malvinas, como también hizo, para eternizar al “proceso” en el poder, como certificó en su informe final sobre la guerra el general Benjamín Rattenbach. Aquel entusiasmo de la plaza no coincidía con el austero escenario en el que Alfonsín iba a recibir el informe final de la Conadep. Más bien todo lo contrario: había incluso cierto temor a una reacción militar. Una historia poco conocida fue revelada por Graciela Fernández Meijide, Secretaria de Recepción de Denuncias de la Comisión. Minutos antes de la ceremonia, un estremecimiento recorrió el escenario y el cuerpo de los miembros de la Conadep: se acercaba la hora y Sábato no llegaba. “A pesar de que tenía custodia, o porque esta no nos merecía ninguna confianza -contó Fernández Meijide en “La historia íntima de los derechos humanos en la Argentina- se activó nuestra paranoia. ¿Lo habrían secuestrado estos miserables? Por fin lo vimos aparecer, más nervioso que nunca, pero emocionado. En el trayecto se había encontrado con las columnas que se dirigían a la Plaza de Mayo para acompañar la entrega del “Nunca más” y la gente, al reconocerlo, lo rodeaba para saludarlo”. El trabajo de la Conadep sirvió de base para el juicio a las juntas que se realizó en 1985 (EFE) Otro gran aporte de la Conadep, que estaba por producirse, fue el de sintetizar en esas dos palabras, Nunca Más, el rechazo social al terrorismo de Estado. “Nunca Más” se llamó el libro publicado por Eudeba (Editorial Universitaria de Buenos Aires) que se transformó en un documento de época hasta que el kirchnerismo lo hizo suyo y lo desvirtuó. “Nunca más” fueron también las dos palabras que el fiscal Julio César Strassera pronunció al final de su vibrante alegato en el juicio a los jefes militares de las tres primeras juntas del “proceso” en 1985. Aquella noche, Sábato no estaba emocionado sólo por el fervor popular, sino porque iba a revivir en pocos minutos el espanto que le había sido revelado por la gigantesca y precisa investigación de la Conadep que, a lo largo de nueve meses intensos recogió testimonios de sobrevivientes y de familiares de desaparecidos, visitó y descubrió, disimulados en dependencias oficiales, los que habían sido centros de detención, llevó a los antiguos secuestrados a esas mazmorras, ahora maquilladas, que recorrieron a ciegas y con los ojos vendados, visitó morgues y cementerios para certificar el ingreso irregular de cadáveres en aquellos años y dejó al descubierto el carácter sistemático y masivo de la represión militar. En total, la Conadep documentó más de nueve mil casos de secuestros, torturas, desapariciones y violaciones a los derechos humanos. En su discurso de presentación del informe, Sábato trazó un retrato a carbón de los “desaparecidos”: “Arrebatados por la fuerza, –dijo– dejaron de tener presencia civil. ¿Quiénes exactamente los habían secuestrado? ¿Por qué? ¿Dónde estaban? No se tenía respuesta precisa a estos interrogantes: las autoridades no habían oído hablar de ellos, las cárceles no los tenían en sus celdas, la justicia los desconocía y los habeas corpus sólo tenían por contestación el silencio. En torno de ellos crecía un ominoso silencio. Nunca un secuestrador arrestado, jamás un lugar de detención clandestino individualizado, nunca la noticia de una sanción a los culpables de los delitos. Así transcurrían días, semanas, meses, años de incertidumbres y dolor de padres, madres e hijos, todos pendientes de rumores, debatiéndose entre desesperadas expectativas, de gestiones innumerables e inútiles, de ruegos a influyentes, a oficiales de alguna fuerza armada que alguien les recomendaba, a obispos y capellanes, a comisarios. La respuesta era siempre negativa”. Después precisó: “De estos desamparados, muchos de ellos apenas adolescentes, de estos abandonados por el mundo hemos podido constatar cerca de nueve mil -dijo Sábato aquella noche-. Pero tenemos todas las razones para suponer una cifra más alta, porque muchas familias vacilaron en denunciar los secuestros por temor a represalias. Y aun vacilan, por temor a un resurgimiento de estas fuerzas del mal”. El cardiólogo René Favaloro, que murió en 2000, integró inicialmente la Conadep. Luego renunció debido a que se estableció que no se investigarían los crímenes cometidos durante el gobierno de Isabel Perón Alfonsín recibió parte de las cincuenta mil carillas del informe, igual, era un paquete voluminoso dividido en pesados tomos, que había sido terminado de fotocopiar horas antes en las oficinas de la Conadep, instaladas en el Teatro General San Martín. Algunos de los miembros de la comisión durmieron esa última noche junto a las copias para evitar intrusiones, robos o incendios imprevistos El Presidente, serio y un poco imperturbable durante el discurso de Sábato recibió las actas, elogió el trabajo de la Conadep y abrió las puertas al juicio civil de las tres primeras juntas militares que se celebraría en 1985: “El país necesitaba en consecuencia este ejemplo de ustedes, así como necesita saber la verdad acerca de lo que pasó. Porque sobre la base de la mentira o de la oscuridad no podemos construir la unión nacional, y solamente sobre la base de la verdad y de la justicia es que podemos encontrarnos en la reconciliación, tomados por qué no, de la mano de la bondad. Yo creo que lo que ustedes han hecho ya ha entrado en la historia de nuestro país, constituye un aporte fundamental para que de aquí en adelante los argentinos sepamos cabalmente, por lo menos, cual es el camino que jamás deberemos transitar en el futuro, para que nunca más el odio, para que nunca más la violencia perturbe, conmueva y degrade a la sociedad argentina (…)”. Hasta esa misma noche, el intento del gobierno de que el poder militar se enjuiciara a sí mismo había naufragado en el andamiaje tejido por el Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas, que no dudó en estirar los tiempos fijados para hacerse cargo del juicio y hasta en lanzar una irónica advertencia sobre sus intenciones: la misma noche de la presentación del informe de la Conadep, la Cámara Federal recibió del Consejo Supremo un nuevo pedido de prórroga para abocarse a un juicio que le era inadmisible. La periodista Magdalena Ruiz Guiñazú, fallecida en septiembre de 2022, fue integrante de la Conadep La Conadep, justo es reiterarlo, estuvo integrada por: Ernesto Sábato, el ex rector de la UBA Ricardo Colombres, el doctor René Favaloro, que renunciaría porque la Conadep no investigaría las muertes y desapariciones ocurridas durante el gobierno constitucional de Isabel Perón, por el entonces decano de Ingeniería y también ex rector de la UBA, Hilario Fernández Long, por el pastor evangélico Carlos Gattinoni, por Gregorio Klimovsky, filósofo y matemático, especialista en epistemología, por el rabino Marshall Meyer, por el obispo Jaime de Nevares, un defensor de los derechos humanos y denunciante de sus violaciones, por el filósofo Eduardo Rabossi, por la periodista Magdalena Ruiz Guiñazú. Por el Congreso la integraron los diputados Santiago Marcelino López, Hugo Diógenes Piucill y Horacio Hugo Huarte, de la UCR. Como secretarios actuaron Graciela Fernández Meijide en recepción de Denuncias, Daniel Salvador en Procesamiento de Datos, Raúl Peneón, en Procedimientos, Leopoldo Silgueira en Administración y Agustín Altamiranda. La mayor parte de los miembros de la Conadep ya no viven. A cuatro décadas de sus desgarradoras conclusiones, su voz todavía suena como la de los coros de las grandes tragedias griegas. Iluminó, como lo haría el juicio a las juntas al año siguiente, uno de los momentos más brillantes de aquella democracia flamante y esperanzada. Fue un breve instante de esplendor. Todavía no había pasado lo que estaba por venir.

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