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  • El encuentro secreto de Lanusse con el jefe de la CIA en EEUU: “Usted ya tiene su Vietnam, no me haga tener el mío”

    Buenos Aires » Infobae

    Fecha: 15/09/2024 02:35

    Richard Helms y Alejandro Lanusse Crédito: The Grosby Group Pudo ser una catástrofe. Pudo haber ensangrentado aún más a un continente que hace cincuenta y cuatro años ya vivía los albores de una violencia guerrillera y paramilitar que sólo auguraba una tragedia. El 15 de septiembre de 1970, el jefe de la CIA, Richard Helms, recibió en Washington al jefe de la Junta Militar Argentina, general Alejandro Lanusse y le ofreció “lo que la junta necesite” a cambio de que Argentina colaborara en impedir que el socialista Salvador Allende asumiera la presidencia de Chile. Lanusse se negó con una frase que no pasó a la historia porque tampoco pasó a la historia aquel encuentro secreto en el cuartel general de la agencia de espionaje estadounidense, revelado muchos años después y sobre el que Lanusse jamás habló. El 4 de septiembre de ese año, apenas once días antes de la reunión entre el jefe militar argentino y el jefe de la CIA, Chile había elegido presidente a Allende en elecciones libres y democráticas. El flamante presidente electo presidía la Unidad Popular, una coalición que integraban los partidos Socialista, Comunista, Radical, Socialdemócrata, Movimiento de Acción Popular Unificado (MAPU) y Acción Popular Independiente (API), que obtuvo el 36,6 por ciento de los votos; su rival de la derecha, Jorge Alessandri, que había presidido Chile entre 1958 y 1964, alcanzó el 34.9 por ciento. El resultado exigía que el congreso chileno ratificara a Allende como presidente en una sesión a celebrarse el 24 de octubre, luego, el presidente electo asumiría el 4 de noviembre. Con melancólica resignación, el entonces embajador de Estados Unidos en Santiago, Edward Korry, envió un mensaje al Departamento de Estado el día de la elección de Allende: “Los chilenos, tranquilamente, han elegido a un gobierno marxista”. En Washington, el presidente Richard Nixon no estaba dispuesto a “aceptar a otro Fidel Castro en el continente”. Dio instrucciones precisas a Helms para que la CIA buscara la manera de impedir la asunción de Allende o la vía para derrocarlo ni bien se hubiese hecho cargo. También le puso un plazo para presentar el plan: cuarenta y ocho horas. Helms era un halcón de la CIA. En 1963 había estado sospechado, lo está aún hoy, de encubrir el asesinato de John Kennedy, si es que la CIA no armó la mano asesina. Había escalado los inhóspitos peldaños de la agencia durante años, era un anticomunista apasionado y un igualmente apasionado de la mano dura para llevar adelante los planes de la política exterior de su país, en plena Guerra Fría: era responsable de los numerosos y fallidos intentos de la CIA de asesinar a Fidel Castro. Helms tenía un amigo, Thomas “Tom” Polgar, otro duro agente que había nacido en Budapest y que junto a Helms había visto nacer a la CIA: los dos habían formado parte de su antecesora, la OSS (Oficina de Servicios Estratégicos). Polgar había sido paracaidista durante la Segunda Guerra y en abril y mayo de 1945, se había lanzado sobre Berlín, a punto de caer en manos soviéticas, para organizar actividades de espionaje y sabotaje. Después había servido en Viena primero, en el cuartel general de la CIA luego y, en 1970 era jefe de la base de la CIA en Buenos Aires. Helms envió a su amigo Polgar un mensaje urgentísimo con una orden a cumplir de modo inmediato: le pidió que abordara “el primer avión hacia Washington junto con el jefe de la junta militar argentina, general Alejandro Lanusse”. Polgar cumplió de inmediato. Lanusse y Allende en la provincia de Salta En septiembre de 1970 Lanusse ya le había dado un giro vital a la dictadura militar instaurada en junio de 1966, tras el derrocamiento de Arturo Illia por un golpe militar. Era la “Revolución Argentina”, un intento de su líder, el general Juan Carlos Onganía, de instaurar un Reich que durara veinte años. Lanusse había entendido, a su pesar, que la Argentina era ingobernable si no se permitía el retorno de Juan Perón, exiliado en España, y la participación electoral del peronismo libre y sin proscripciones. Lanusse haría lo imposible para que Perón no retomara el poder del que había sido desalojado por un sangriento golpe militar en septiembre de 1955, pero ahora tenía que beber ese trago amargo: Perón lo había encarcelado por golpista en 1951, cuando Lanusse era un joven oficial del Regimiento de Granaderos a Caballo. La Argentina de aquel septiembre de 1970 era un polvorín. En mayo un grupo entonces desconocido de guerrilleros, bajo el nombre de “Montoneros”, había secuestrado al ex presidente de facto, Pedro Eugenio Aramburu, uno de los líderes del derrocamiento de Perón, y lo había asesinado. Su cadáver apareció en una chacra de Timote, provincia de Buenos Aires. El asesinato sacudió los cimientos del gobierno de Onganía, resquebrajados ya desde mayo del año anterior, cuando una revuelta popular en Córdoba, el “Cordobazo”, había cuestionado la política económica del régimen que disparaba los precios y congelaba los salarios. Onganía había sido derrocado pocos días después del hallazgo del cadáver de Aramburu, y la presidencia la ocupaba ahora Roberto Marcelo Levingston, un oscuro general, casi desconocido, que prestaba servicios como agregado militar argentino en Washington cuando le llegó el sorpresivo ofrecimiento de sus jefes militares. Ese era el contexto, más intrincado de lo que estas líneas sugieren, pero indispensable para comprender las razones que llevaron a Lanusse a darle un portazo en las narices al titular de la CIA. El viaje de Lanusse a Washington, con Polgar a su lado, fue secreto. Ambos abordaron un avión a Washington el 10 de septiembre de 1970, tres días después de que, en un tiroteo con la policía en William Morris, provincia de Buenos Aires, fuesen muertos Fernando Abal Medina y Carlos Gustavo Ramus, sindicados como autores del secuestro y asesinato del general Aramburu. Para la prensa, el jefe militar viajaba junto a su hijo Marcos, inválido después de un accidente, porque parte de su recuperación debía ser supervisada en Estados Unidos. Era verdad. Sólo que era media verdad. El 15 de septiembre, en el mítico cuartel general de la CIA en Langley, Lanusse estrechó la mano de Helms y se dispuso a escuchar lo que tenía para decirle el director de la CIA. La reconstrucción de aquel encuentro fue detallada y revelada por el historiador Tim Weiner en su libro “Legado de cenizas – La historia de la CIA”. Helms estaba muy nervioso cando encontró a Lanusse. Venía de un encuentro con Nixon en el que el presidente le había ordenado que organizara un golpe militar en Chile sin que lo supieran el secretario de Estado, el de defensa, el embajador Korry, ni siquiera el jefe de base de la CIA en Chile. Helms, revela Weiner, “había garabateado las órdenes del presidente en un bloc: ‘Tal vez una posibilidad entre 10, ¡pero hay que salvar a Chile! 10.000.000 dólares disponibles… Los mejores hombres que tengamos… Hacer chirriar la economía…” Nixon terminaría por ofrecer cuarenta millones de dólares para “hacer crujir la economía chilena”, una vez que Allende hubo asumido. Y, ya en vísperas del golpe de Estado de septiembre de 1973, Nixon fue específico con Kissinger: “Vayan y patéenles el culo”. Richard Helms, el director de la CIA que dialogó en secreto con Lanusse Poco después de su encuentro con el general argentino, Helms esbozó en tiempo record, tal como Nixon le había pedido, dos planes alternativos para solucionar el “Caso Allende”. Recibieron los nombres de “Vía Uno” y Vía Dos”. La primera opción era la guerra política, la presión económica, una intensa campaña publicitaria y el juego diplomático contra las todavía futuras autoridades democráticas chilenas. Helms estaba bajo la supervisión del poderoso Henry Kissinger, que entonces era asesor de Seguridad y mano derecha de Nixon. El plan uno contemplaba también la “compra” de votos en el congreso chileno para impedir la confirmación de Allende. Si eso fallaba, el embajador Korry proponía convencer al presidente Eduardo Frei, al que debía reemplazar Allende, para que diera un golpe constitucional que habilitara a nuevas elecciones. El plan dos era el golpe militar. Las dos opciones fueron luego exploradas y en parte iniciadas. Aquella tarde en el despacho de Helms en la CIA, Polgar miró fijo a su viejo amigo. Lo conocía muy bien desde los años operativos en Berlín, en 1945, y supo, o intuyó, o vio con claridad que Helms estaba desesperado. Después de las formalidades el jefe de la CIA fue directo: “Helms –cuenta Weiner– se dirigió al general Lanusse y le preguntó qué quería su junta por ayudar a derrocar a Allende. El general argentino miró fijamente al jefe de la inteligencia estadounidense. ‘Señor Helms –le dijo– usted ya tiene su Vietnam; no me haga a mí tener el mío’”. Esa fue la frase que hizo historia pero que no pasó a la historia porque Lanusse jamás dijo nada sobre ese encuentro con Helms, ni sobre su propuesta. Es más, al regresar al país, mintió a los periodistas que le preguntaron sobre eventuales conversaciones suyas en Washington sobre la situación chilena. Lanusse negó todo tipo de charlas políticas en su viaje a Estados Unidos. También calló el episodio en sus tres libros de memorias, publicados años después: “Mi testimonio”, “Testigo y protagonista” y “Memorias de un general”. Tampoco le dijo nada a Allende cuando, el 23 de julio de 1971, a casi un año de su charla con Helms, Lanusse, ya presidente de facto, y Allende se abrazaron en Salta. El presidente Richard Nixon y su secretario de Estado Henry Kissinger (George Tames/The New York Times) No era la primera vez que se veían. Ni sería la última. Se conocían desde 1966, cuando Allende fue derrotado en las elecciones generales chilenas por Eduardo Frei. Y volvieron a verse en mayo de 1973, cuando el presidente chileno fue invitado de honor en la asunción del peronista Héctor J. Cámpora, a quien Lanusse le entregó bastón y banda presidencial. En Salta, en 1971, todo fue cordialidad. Lanusse aprovechó incluso para rechazar la política de “fronteras ideológicas” que trazaban con pulso de hierro y desde Washington Nixon, Kissinger, Helms y sus muchachos, y que en el Cono Sur seguía al pie de la letra el dictador brasileño Emilio Garrastazú Médici. El “fin de las fronteras ideológicas” fue una proclama que ni el propio Lanusse creyó, pero que servía para afirmar su estrategia desplegada en el país con el “Gran Acuerdo Nacional”, que toreaba a Perón, tendía la mano cauta al peronismo y perseguía una improbable victoria personal en las futuras elecciones. Tal vez Lanusse haya recordado su charla con Helms en el momento de expresar, en Salta: “Ninguna nación puede sustituir a otra en la determinación de sus propios objetivos y en la búsqueda de los medios más adecuados para alcanzarlos”. Los analistas hablaron de un “espíritu de Salta” al definir el encuentro Lanusse-Allende. Era un rótulo optimista y generoso para definir una declaración conjunta rígida y formal que reafirmó apenas un acuerdo comercial y un convenio entre los bancos nacionales de los dos países. Los documentos llevaban la firma de dos personas en las antípodas ideológicas, muy educados ambos, pero de quimérica adhesión a un ilusorio “espíritu salteño”: por Argentina firmó el canciller Luis María de Pablo Pardo, un visceral antiperonista, como Lanusse, y por Chile lo hizo su par, Clodomiro Almeyda, dirigente del Partido Socialista chileno, que se había graduado como abogado en 1948 con su tesis: “Hacia una teoría marxista del Estado”. El presidente Salvador Allende con su custodia personal (GAP) preparándose para defender el palacio presidencial. Pese a todo, hubo un momento de humor en la recepción oficial. Cuando ambos mandatarios se disponían a escuchar los himnos, Lanusse, que era el anfitrión, se quejó: “Ya tenemos una falla en el protocolo”. Allende miró a uno y otro lado y murmuró: “Yo no veo falla alguna, general”. Y Lanusse: “Bueno, me han puesto a mí a la izquierda y a usted a la derecha”. El chileno rió con ganas. Richard Helms fue barrido de la CIA por un Nixon indignado por su inacción a principios de 1973, meses antes del golpe militar en Chile. Fue embajador en Irán entre 1973 y 1976 y murió en octubre de 2002, a los 89 años. Tom Polgar saltó de América Latina a Asia: en 1972 fue jefe de la estación de la CIA en Saigón, hoy Ho Chi Minh, hasta el final de la guerra en Vietnam en 1975. Murió en marzo de 2014 a los 91 años. Salvador Allende fue derrocado en septiembre de 1973, se suicidó en el Palacio de la Moneda, por un golpe militar que lideró el general Augusto Pinochet, que sería dictador de Chile hasta 1990. El golpe, financiado y apoyado por la CIA y el gobierno de Nixon, fue la culminación del plan de Helms, sugerido por Nixon, que hizo crujir la economía chilena. El general Alejandro Lanusse dio fe en sus memorias de los valores de la democracia, una fe acaso tardía y, en 1985, durante el juicio a las juntas militares del “Proceso”, dio un crudo y vibrante testimonio a raíz del secuestro y asesinato de la diplomática Helena Holmberg y del secuestro y desaparición de Edgardo Sajón, uno de los principales asesores de su presidencia. Murió el 26 de agosto de 1996, dos días antes de cumplir setenta y ocho años.

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