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  • Lucha de clases

    » Diario Cordoba

    Fecha: 30/08/2024 03:34

    Un día, al volver de la Casa del Comunista a la hora de comer, Cristóbal sentenció que ya no iba más. Y lo dijo con el mismo grado de determinación gracias al cual dejó el Ducados de un día para otro. No iba más porque no, Paqui, porque no voy más, porque aquello ya no es lo que era y no estoy a gusto, ea, eso es lo que hay. Y ya no fue más. Seguiría siendo comunista hasta que le llegara la hora de doblar la servilleta (había dispuesto que lo enterraran con la bandera del partido), pero allí no volvía. Una cosa no quitaba la otra. Desde que se retiró de las faenas del campo que habían curtido sus manos desde niño, no había faltado prácticamente ni un mediodía de aquel local plagado de fotografías nostálgicas (Pasionaria, Che Guevara, Fidel, Alberti, Marcelino Camacho, Julio Anguita...) que conformaban un laico santuario a mayor gloria de la lucha obrera y campesina, los dos medios de vino, el periódico, la partida de dominó, costumbres que aligeraban la monótona pesadez de la vida cotidiana en el pueblo, costumbres a las que renunció tajantemente cuando empezó a encontrarse incómodo. Otros artículos de Raúl Ávila Todas direcciones El nuevo vecino Todas direcciones El portavoz Todas direcciones Nombres propios Rafalito le dejó el negocio a su hijo y en principio bien. Continuidad. El hijo era un poco singracia pero llevaba tras la barra el tiempo necesario como para satisfacer básicamente los gustos de los parroquianos. Lo malo empezó cuando el hijo se echó novia, una muchacha de por ahí que hablaba ‘fisno’. Desde entonces, desde que la Casa del Comunista pasó a estar regentada por la pareja (o más bien por la inesperada nuera de Rafalito) ya nada fue igual. Se fueron acabando los chistes intercambiados libremente entre los habituales porque podían atentar contra la imagen de la mujer (o de otros colectivos tradicionalmente denigrados en el humor tabernario). Se acabó «Toros para todos». Se acabaron los fandangos del Cabrero o de José Menese y comenzó a sonar una música rara. Se acabaron las asaduritas encebolladas y empezaron las tapas ecosaludabes. Vamos, que a Cristóbal se le jodió el invento. A partir de entonces Cristóbal, que tiene una salud envidiable, vuelve a casa sin pisar la Casa del Comunista y se toma una sin alcohol viendo a Arguiñano con la cara un poco mustia. A veces, solo a veces, cuando le da el punto militante, sale misteriosamente por la tarde y conduce hasta la cuesta de «Los junquillos», un cortijo en el que los fines de semana se congrega gente de bastante postín a matar venados. Cuando empieza a oscurecer, los todoterrenos de alta gama rugen cuesta abajo exhibiendo su poderío de animales dominantes. Entonces, fingiendo torpeza deambulatoria, Cristóbal se echa por sorpresa al asfalto armado únicamente con el andador de su difunto cuñado para llevar a cabo una maniobra furtiva y crepuscular de lucha de clases: cruzar muy despacio la carretera (por el único paso de cebra, eso sí) para poner a prueba la paciencia de los conductores, señoritos con coches de señorito. Y después de cinco o seis frenazos se vuelve a casa. Tan ricamente. Suscríbete para seguir leyendo

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