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  • Volver al pueblo natal: en busca de la calidad de vida perdida

    » La voz

    Fecha: 27/08/2024 14:55

    Ramiro González (44) y María Elena Lipski (44) son pareja. Nacieron en la ciudad cordobesa de Pilar. En 2014 se fueron a vivir a Málaga, España. Allá pasaron por varios trabajos y vivieron en distintas casas; primero, con amigos, hasta que pudieron irse a vivir solos. Después de varios años de trabajo “duro”, se tomaron algunos meses de descanso. “Pudimos comprarnos un auto y otras cosas. Estábamos bien allá, como nunca”, dice él. Sin embargo, y tras ocho años de estadía en España, decidieron volver a Pilar. La razón: María Elena estaba embarazada. Dicen que cuando se enteraron del embarazo pensaron en volverse, sin reflexionar demasiado. “Armamos todo y nos volvimos. Fue un impulso”, expresan. Tratando de buscar ahora la explicación, creen que regresaron buscando reencontrarse con lo conocido. “Volvimos a lo que conocíamos. A la familiaridad que teníamos con las cosas acá”, explica María Elena. Y también por una promesa laboral, agrega Ramiro. Ambos coinciden en que no hubo una cuestión nostálgica para volver. “No me arrepiento. A poco de llegar, mi viejo se enfermó y lo pude acompañar, y él pudo conocer a sus nietos”, señala Ramiro. Ramiro González (44) y María Elena Lipski (44) , con sus hijos. Vivían en España, decidieron volver a su Pilar natal, en Córdoba. La historia de Ramiro y María Elena se repite en muchas localidades y pueblos del interior, con modalidades parecidas: gente que se fue joven –en muchos casos, anhelando escapar de allí para irse a la “gran ciudad”– y, que por diversas razones –personales o familiares, económicas, sociales y hasta ambientales–, deciden retornar, después de muchos años afuera. Más allá de las razones, en la mayoría de los casos lo hacen al descubrir, quizás luego de décadas, que la calidad de vida que buscaban estaba más cerca de lo que creían. Que las grandes ciudades pueden ser tierra de oportunidades, pero también de un ritmo de vida demencial. Que la gente no es como pensaban. Que se vive en la indiferencia, ajena a la solidaridad en la que crecieron. Que la vida pueblerina a veces puede sofocar, pero que vivir en comunidad tiene sus ventajas. Que el calor insoportable de un verano urbano, por ejemplo, se lleva mucho mejor en esos pueblos chicos, aún no invadidos por el pavimento y los edificios. “Hay una búsqueda de mejor calidad de vida, de mayor tranquilidad, de menor estrés, de más contacto con la naturaleza y una sensación más vital de cercanía con la comunidad. También una añoranza del lugar donde se recuerda haber sido felices y un intento de retornar a esa sensación”, explica el psicólogo Diego Tachella. Agrega que “por otro lado, las redes de contactos, de familiares, de amigos, de ritmos que permiten la socialización de maneras más frecuentes y espontáneas mejoran esa calidad de vida y las oportunidades laborales o comerciales. Y a la vez, es tratar de brindar a los hijos algo similar a lo que vivieron siendo más jóvenes”. Volver al Pueblo Natal. (ilustración de Lucía Amado) El excura que volvió a Dolores Martín Formini dejó a los 22 años su Villa Dolores natal para ingresar al seminario de curas; en Córdoba, primero, y luego en otras localidades. En su afán de seguir estudiando cuestiones relacionadas con la religión católica, se fue a estudiar a Roma, en donde vivió más de seis años. Por cuestiones personales, abandonó el sacerdocio, se casó con una italiana y eligió Villa Dolores para vivir su vida familiar. “Yo quería que nuestros hijos viviesen aquí su infancia y su adolescencia porque nos gusta que puedan vivir esas aventuras en la naturaleza y en nuestra sociedad. A eso pueden hacerlo en la escuela, en el club y en la misma ciudad, cerca de la naturaleza y con el alma de pueblo”, dice Martín. Su esposa Catia es la más convencida de vivir en Argentina y, específicamente, en ese lugar: “Elijo vivir acá por un tema de actitud hacia la vida. Disfrutar de cosas que no sean solo materiales. En Italia y en Europa, hay mucho consumismo. Acá se disfrutan más las pequeñas cosas. Hay un sentido de la vida que no se encuentra solo en lo material. Se viven en crisis endémicas, pero se puede construir algo, la gente siempre va para adelante”, cuenta ella. Martín da clases de Filosofía y admite que siguen eligiendo vivir en Dolores, pese a que no todo es color de rosa. La experiencia de Martín y de su familia por ahora es buena, pero la gente no siempre encuentra todo como estaba antes de irse cuando decide volver a su pueblo. Por eso, advierte Tachella, a veces es preferible moderar las expectativas: “El riesgo es romantizar el pasado, pretender que todo se congele y se mantenga sin cambios, y que la realidad muestre algo diferente a lo esperado o fantaseado. Añorar un pueblo o un lugar que ya no existe más que en el recuerdo de infancia o de juventud puede llevar a una expectativa alejada de la realidad posible y resultar muy frustrante”, agrega. Describe que esa decisión de mudarse a ciudades pequeñas o pueblos en relación con grandes ciudades debe ser bien balanceada entre los pros y los contras, ventajas y desventajas: “Tener claro qué se busca, qué se espera encontrar y aceptar los cambios que han sucedido en los años de ausencia puede ser un buen comienzo para minimizar el riesgo de desilusión”. “Me jubilé y al mes volví al mi pueblo” Lili Nardi es profesora de Educación Física y está jubilada. Nació y creció en Villa Dolores. A los 22 años, se casó y se fue a vivir a Río Gallegos. “Me costó el desarraigo, extrañaba mucho a mis viejos y a las amistades. Estaba lejos… muy lejos de todo. Creo que nunca llegué a superarlo. Soñaba con volver a mi tierra natal, pese a que tuve una vida feliz en lo familiar y lo profesional en el sur”, recuerda. Karina González, psicóloga especialista en procesos migratorios, explica que “son diversas las razones que impulsan o empujan a una persona a cruzar fronteras territoriales; muchas veces remiten a la búsqueda de posibilidades más prometedoras para la calidad de vida (a nivel profesional, laboral, económico, entre otros). Sin embargo, sabemos que, aunque sea esta la motivación, es una decisión que carece de certezas, impregna de temores, pérdidas y desarraigos, ya que la tierra acuna, protege y nutre nuestras raíces. Por lo tanto, renunciar a ella puede abrir una herida de identidad compleja de sanar”. La historia de Lili Nardi siguió ese camino, hasta que ya no pudo más: “Un día me jubilé y al mes siguiente ya estaba con la mudanza lista para trasladarme a Dolores. ¡Regresaba al pago, qué felicidad! Volvía a la tranquilidad pueblerina, a la idiosincrasia chuncana con la que me gusta identificarme. Con esa candidez y ese ritmo sereno, moderado. Ese reconocernos por la calle con un saludo, con una mirada, con un gesto sencillo”, dice ella, que ahora trabaja como locutora en una radio y TV locales. “La cuestión parece tensarse en un ‘entre’ imposible de habitar, un ‘entre’ lo conocido y lo desconocido, lo pasado y lo futuro, lo nostálgico y lo vertiginoso. Resuena así una pregunta: ‘¿Me quiero quedar o regresar?’. Frente a ella, la brújula que orienta respecto de qué es calidad de vida parece tambalear; y en ocasiones, se reconsidera la posibilidad de regresar al lugar de origen”, reflexiona Karina González. Lo que enseñó la pandemia La pandemia también tuvo mucho que ver en este fenómeno, entre otros tantos que aparecieron o se modificaron con el Covid-19. Hubo mucha diferencia entre haber transcurrido la cuarentena en un departamento céntrico o en una casita en las Sierras. Y mucha gente descubrió, también, que cumplir con un trabajo es cada vez menos complicado con relación a la necesidad de presencialidad. “Muchas personas luego de la pandemia sienten que trasladarse por media hora o más para ir a trabajar o a la escuela se ha convertido en demasiado. Cambió la perspectiva de algo que era tolerable, aceptable, a ser algo molesto, incómodo, a desear vivir en ciudades o en pueblos más pequeños, más cercanos, menos anónimos. También la inseguridad, el ritmo acelerado, el costo de vida y la exigencia de vivir en ciudades más grandes quedaron expuestos en 2020 con mucha fuerza en el contraste que implicó el aislamiento”, explica Diego Tachella. El psicólogo recuerda que “el teletrabajo permite continuar con la vida laboral en entornos más alejados de los grandes conglomerados y también favorece la posibilidad de intentar retornar a un estado previo más natural o más en contacto con la naturaleza”. Volver al Pueblo Natal. (ilustración de Lucía Amado) Ecoansiedad En una entrevista para el diario El País, la psicóloga social Teresa Franquesa explicaba: “En el año 2003, el filósofo Glenn Albrecht estudió unos valles australianos repletos de minas y destacó la profunda angustia que sufría la población local ante la erosión del relieve y el paisaje. Estos vecinos, desde la realización de las excavaciones, ya no tenían el mismo sentido de pertenencia, sentían que no eran de ningún sitio. Albrecht llamó a esta sensación con la palabra “solastalgia”, que también puede ser la tristeza de volver al pueblo en vacaciones y ver que has perdido el entorno al que sientes que pertenecías”. Diego Tachella describe un ejemplo más cercano: “En la provincia de Córdoba es posible sentir solastalgia (aun sin saberlo) al pasar por zonas de bosque nativo que se han incendiado y quemado, más aún si se las conocía antes del paso del fuego y eran habituales de tiempos pasados. Ese impacto puede servir para cobrar consciencia de que es necesario hacer algo, y saber que se puede hacer mucho aún para mitigar los efectos negativos es esperanzador y muy funcional para quienes tienen estas sensaciones, en especial si hay posibilidades colectivas, grupales, de compartir los temores y buscar juntos soluciones”. ¿Ocurrirá la misma sensación en las grandes ciudades, donde el medio ambiente cambia muy rápido, donde un día alguien amanece con un edificio construido al lado de su casa, donde el cambio climático se vuelve mucho más evidente –como el del calor cada vez más intolerable–, y podría eso empujar también a que mucha gente, agobiada por la sensación de que todo empeorará en ese sentido, decida mudarse a sus pueblos natales o a cualquier otro alejado de la urbe? Dice Karina González: “Desde Conectando (Servicio de Psicología Especializado en Procesos Migratorios), me centro en alojar cuidadosamente la conexión entre lo deseado y el camino que el sujeto recorre, ya que la salud mental depende del lazo que se construye entre ambos, a sabiendas de que siempre es posible encontrar rastros de deseos, aun cuando las condiciones externas hayan impuesto el actual escenario. Es un proceso que carece de señales, es sinuoso, y, aun así, nos llevará a la orilla, a aquella orilla en donde el deseo puede surcar para nuevas siembras”. Cada vez es mayor la conciencia de que la calidad de vida se retrae en las grandes ciudades y que lo que se buscaba al irse de un pueblo chico no siempre compensa todo lo que se pierde al hacerlo. Cuando la raíz sangra, la tierra grita Por Karina González (*) Los lugares que habitamos hablan de nosotros, de nuestra historia, de quienes somos, nos hacen marca de identidad y pertenencia, somos parte del suelo que pisamos. Es por ello que la decisión de cambiar de lugar de residencia no es tarea sencilla, es un proceso complejo que implica mucho más que una modificación en el entorno geográfico. Los movimientos, internos y externos, propios de migrar, impactan en la vida cotidiana de modo significativo. Son diversas las razones que impulsan o empujan a una persona a cruzar fronteras territoriales, muchas veces remiten a la búsqueda de posibilidades más prometedoras para la calidad de vida (a nivel profesional, laboral, económico, entre otros). Sin embargo, sabemos que, aun siendo esta la motivación, es una decisión que carece de certezas, impregna de temores, pérdidas y desarraigos, ya que la tierra acuna, protege y nutre nuestras raíces; por lo tanto, renunciar a ella puede abrir una herida de identidad compleja de sanar. Como psicóloga acompaño procesos de migración hace más de 10 años, y en esta instancia se puede observar cómo las emociones se polarizan, ya que algo nos mueve a tomar tamaña decisión y algo resiste al cambio. La cuestión parece tensarse en un “entre” imposible de habitar, un “entre” lo conocido y lo desconocido, lo pasado y lo futuro, lo nostálgico y lo vertiginoso. Resuena así una pregunta: “¿Me quiero quedar o regresar?”. Frente a ella, la brújula que orienta respecto de qué es calidad de vida parece tambalear, y en ocasiones, se reconsidera la posibilidad de regresar al lugar de origen. Una vez, un migrante me dijo: “Cuando migras, acabas comprendiendo que ya no eres ni de acá ni de allá. Cuando habitas nuevos suelos, eres un extranjero, pero cuando regresas a tu lugar de origen, descubres, con dolor, que ya no perteneces allí”. Esto se tiñe de un gran esfuerzo psíquico al momento de realizar un trabajo de renuncias, ante todo lo que se deja atrás, y de apropiación, ante todo lo que puede advenir. Cabe aquí preguntarnos: ¿podría aparecer allí cierta solastalgia? Este es un término acuñado por el filósofo australiano Glenn Albrecht, quien la define como un conjunto de trastornos psicológicos que se producen en una población nativa tras cambios destructivos en su territorio como consecuencia de actividades humanas o del clima. Traspolando el concepto, podríamos afirmar que sí, que aquí los efectos de devastación ocurren en el lazo entre el sujeto y el territorio al cual pertenecía. La reapropiación de nuevas tierras implicará aspectos geográficos, de pertenencia, identidad y vincularidad, siendo esta una labor sensible, singular y propia de quien las transita. Es importante hacer espacio al proceso, dar tiempo a elaborar las emociones que aparecen con semejantes encrucijadas y a las decisiones por devenir. Desde Conectando (Servicio de Psicología Especializado en Procesos Migratorios), me centro en alojar cuidadosamente la conexión entre lo deseado y el camino que el sujeto recorre, ya que la salud mental depende del lazo que se construye entre ambos, a sabiendas de que siempre es posible encontrar rastros de deseos, aun cuando las condiciones externas hayan impuesto el actual escenario. Es un proceso que carece de señales, es sinuoso, y, aun así, nos llevará a la orilla, a aquella orilla en donde el deseo puede surcar para nuevas siembras. (*) Licenciada en Psicología

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