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  • El éxito y el riesgo de las campañas sucias

    » El litoral Corrientes

    Fecha: 07/07/2024 00:46

    Estamos en una aldea imaginaria. Hace ya varios lustros que la comarca discurre en un clima de paz como el que quisieran disfrutar otras poblaciones adyacentes, aquejadas por conflictos sociales relacionados con trastornos económicos que mantienen en estado de incertidumbre a sus habitantes, temerosos de un futuro impredecible y quejosos de un presente que los priva de adquirir bienes esenciales para una vida digna. En esta aldea eso no sucede. Las personas cuentan con herramientas para sortear los obstáculos en tiempos de escasez y cuando llega el momento de compartir la mesa, algo hay sobre ella, producto del esfuerzo propio o de la mirada piadosa de su conductor, quien ha conquistado el aprecio mayoritario y, a la vez, se aproxima a un momento culminante para su proyecto político. Se trata de un proceso de renovación institucional por el cual el actual líder, valorado por los habitantes en razón de las virtudes demostradas durante su administración, busca entregar el poder a un nuevo señor con ideas afines. Como todo gobernante legitimado por sus aciertos, su afán es conservar lo conseguido. ¿Cuáles son esos logros angulares a defender? Lo primero es una plataforma de sustentación propia, un liderazgo edificado ladrillo sobre ladrillo, en un devenir aluvional que, desde sus comienzos, le permitió heredar el poder patriarcal sin romper códigos de convivencia con sus predecesores, para lo cual adoptó la interacción con las distintas categorías del colectivo social como una constante estratégica e identitaria de sus haceres. De ese modo, evitó que los jerarcas lo percibieran (al menos en un principio) como un enemigo y, del mismo modo, generó en la plebe una sensación de cambio que reemplazaba los estilos autocráticos de otros tiempos por una horizontalización decisional con la que todos habrían de sentirse identificados. Es decir, este líder que dentro un tiempo iniciará el lento pero inevitable tránsito epilogal su regencia, hizo que el vulgo lo sintiera como un equivalente emergido de la misma pluralidad ontológica, tan igual y a la vez tan distinto. Dado su índice de popularidad sobresaliente, la opinión que el actual jefe de gobierno emita será clave para direccionar la transición. Según esa lógica, todo jefe gubernamental que llega al final de su mandato en la cima de la consideración publica adquiere un rol determinante en la unción de un nuevo burgomaestre. Su pronunciamiento es leído como la partitura necesaria para mantener una continuidad de formas y estilos que garantizarán la calidad de vida de los conformes, que son mayoría. Pero la quietud de una comunidad pacífica, aunque duradera, es frágil cuando se entremeten subterfugios desequilibrantes generados a partir de la utilización de hechos dolorosos como puede ser la desaparición misteriosa de un niño. Esto ha ocurrido en la aldea y, rápidamente, los menos escrupulosos aspirantes al cetro han reaccionado con todo tipo de tretas para cargar sobre el actual líder la responsabilidad material del crimen. Se desató como consecuencia una descarnada campaña sucia, método milenario que busca desacreditar a una figura pública de manera tal que sus compueblanos le pierdan aprecio y dejen de confiar en sus habilidades para el manejo del Estado. Esto es así desde los años más convulsionados del Imperio Romano, cuando Quintu Cicerón aconsejaba a su hermano republicano, Marco Tulio Cicerón, que su campaña incluyera la divulgación de libelos para defenestrar al emperador. Eso hizo Cicerón, el filósofo y jurista que anhelaba convertir a Roma en una nueva república y que concibió para ello una estrategia basada en la procacidad oratoria, hasta influir con sus alocuciones a sectores fundamentalistas que dieron muerte a Julio César. La campaña negativa del brillante pensador, a primera vista, había dado resultado, pero no fue así. De hecho, se cree que a partir de sus intervenciones en el sistema político de la Roma imperial aquella gran potencia del antiguo mundo inició la debacle hacia su definitivo derrumbe. En la actualidad están divididas las teorías acerca del grado de eficacia que pueden alcanzar las urdimbres maledicentes mediante las cuales los ansiosos por llegar al poder (o por recuperarlo) logran su cometido hasta acabar con el prestigio de un gobernante en ejercicio. Para algunos especialistas en marketing político el atacar con mentiras, medias verdades y entrometimientos en la vida privada acaba por convencer a las masas de optar por un cambio. Para otros, el mentor de un ataque de tales características puede sufrir un efecto boomerang. Hay sobrados casos de impulsores de campañas sucias que, de tanto imputar, desbancaron a monarcas, premieres y estadistas hasta convertirlos en muertos políticos. Pero hay otros ejemplos que indican lo contrario. Muchas veces profundizar las trepanaciones en la conciencia colectiva para sembrar sentimientos que van de la duda al miedo y de la apatía al odio, implica el riesgo de victimizar al atacado de forma tal que los habitantes de una comunidad -cualquiera sea- comienzan a confundirse tanto que terminan por concluir que la multiplicidad de versiones contrapuestas (la mayoría de ellas descabelladas, sensacionalistas y escatológicas) encubren una finalidad invisible que de pronto se torna tangible: si tanto se esfuerza alguien para que la opinión pública asuma una posición condenatoria, ha de ser porque ese alguien (con tanto o más poder que el líder vapuleado) está obteniendo silenciosos pero suculentos réditos desde las sombras. Por lo general, las campañas negativas se conjuran con hechos positivos. Todos los presidentes argentinos de los últimos tiempos han padecido brulotes injuriantes, pero solamente cayeron derrotados aquellos que pecaron de inhabilidad para el ejercicio de las funciones. Los que fracasaron en sus intentos por ordenar la economía, los que multiplicaron la inflación, los que incurrieron en hechos flagrantes de corrupción. No sucedió así con otros jefes de Estado (en especial del orden provincial) que mantuvieron bases sólidas enclavadas en el consenso social proporcionado por sus gobernados en tantos años de tranquilidad meridiana. Siempre que el pueblo crea que a través de la perseverancia cotidiana mantendrá la simplicidad de una feliz cohabitación con sus semejantes, las campañas sucias se apagarán con el transcurso de los días, las semanas o los meses dada una relación de proporcionalidad inversa: cuanto más trampas instalen los opositores, menos credibilidad cosecharán. En esta aldea reina la calma, la vida no solamente es soportable sino también (muchas veces) disfrutable hasta en los más recios fríos del invierno. Incluso mejor que en el corazón del imperio ahora gobernado por un nuevo rey que pregona libertad mientras se mueren de frío los pordioseros en las calles de la metrópolis. Por eso siempre hay que recordar el destino que le aguardó a Cicerón tras injuriar al César cuando, en plácido viaje y recostado sobre su lujoso catre, fue asesinado a lanzazos por los soldados de Marco Antonio, general predilecto de Julio César y futuro líder de una Roma agonizante.

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