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  • Europa y EE.UU.: la excepcionalidad británica en medio de la incertidumbre

    » Clarin

    Fecha: 05/07/2024 06:09

    La mirada amplia del paisaje revela de frontera en frontera una misma frustración por un estado de cosas que demuele el desarrollo individual. Pero en Gran Bretaña el sistema este jueves hizo un giro dentro de lo previsible, de un partido al otro. Mientras, en otro enorme sendero del mundo, comenzando por Francia y EE.UU., el salto, en cambio, es al vacío. Ese mismo desbarranco lo había experimentado el Reino Unido con la gestión espasmódica del extravagante Boris Johnson y el Brexit, impulsado por el aliado ultranacionalista xenófobo Nigel Farrace. El divorcio de la UE causó una extraordinaria herida autoinfligida y dejó un valle de lágrimas, sobre todo en la clase media, con impuestos de niveles sin precedentes en siete décadas e ingresos que apenas rozan las posibilidades. Aquel despiste británico o la anterior experiencia populista en EE.UU, (Donald Trump, ¡cuando no! fue un gran promotor del Brexit) no alcanzaron para asegurar los límites que no deberían cruzarse. Esta semana la ultraderecha de Marine Le Pen quedó al borde del poder de Francia, un avance sin precedentes para fuerzas de ese origen desde la Segunda Guerra. En las mismas horas, Trump produjo una humillante derrota a Joe Biden en un debate que pareció adelantar el resultado de las presidenciales de noviembre. Entre medio, el ala conservadora mayoritaria de la Corte Suprema norteamericana le otorgó al magnate neoyorquino una inmunidad monárquica que, en su momento, hubiera hecho imposible cuestionar a Richard Nixon por el Watergate. Apenas unos días antes, la organización neonazi y medievalista Alternative Für Deutschland, que dignifica como buenos sujetos a las SS, aliada hasta hace poco del lepenismo, ascendió como segunda fuerza política en Alemania exhibiendo la debilidad de la coalición que encabeza el socialdemócrata Olaf Scholz. Keir Starmer, el líder del Partido Laborista, y su esposa camino a un colegio electoral para votar, en Londres. Foto Xinhua En el cuadro se agrega el húngaro Viktor Orban, un cerril nacionalista y admirador de Vladimir Putin, que asumió este último lunes la presidencia rotativa del Consejo de Europa prometiendo que “será la pesadilla de Bruselas”, con sus banderas xenófobas y prorrusas que en distintos grados también enarbolan sus colegas de esta nómina. El mundo cambia, es inevitable, pero también se cambia cuando se retrocede. La excepcionalidad británica en el escenario vuelve aún más ruidoso el carácter controversial de estas novedades. Más grave aún que el Brexit, el simultáneo desarreglo en Francia y Alemania deja a la vista por primera vez un peligro real justo en los cimientos fundacionales del proyecto cosmopolita del bloque. Orban, aunque es un líder de peso menor, siempre ha sido una luz roja en el tablero europeo. Ahora llega a ese cargo en la estructura comunitaria con el lema “Make Europa Great again”, un halago a su amigo y aliado Trump, pero que anticipa que esta gestión de un cargo gris no se perderá entre las sombras como sucedió con las anteriores. Este extremismo extendido ha dejado en harapos al liberalismo moderado y también a su brazo neoliberal. Las fuerzas que ocupan los lugares de protesta e indignación que antes daban el significante a la centroizquierda, son proteccionistas, estatistas y muchos de ellos profesan un extraordinario desprecio por los contrapesos institucionales, la autonomía judicial o la crítica periodística. Efectos del deterioro social Estos jugadores no son nuevos, pero en el norte mundial los vigorizó el deterioro social que causó la pandemia que, a su vez, agravó los efectos de la gran crisis económica del 2008. Ese universo dañado involucra a amplias masas que perdieron oportunidades de desarrollo y que ahora golpean contra las paredes de un sistema que no les responde. Como señaló el intelectual italiano Antonio Gramsci en los Cuadernos desde la Cárcel, surgen monstruos entre lo viejo que demora en despejarse y lo nuevo que tarda en realizarse, poderes sin hegemonía. Para quien se interrogue por qué en estas épocas se produce la invasión rusa a Ucrania, que es el mayor maltrato a Europa desde la última guerra, o la emergente agresividad política y militar de China, el paisaje occidental de debilidades brinda una contundente respuesta. Sin esto no sucedería aquello. La imagen espectral y titubeante del presidente norteamericano bajo el bombardeo de mentiras que le disparaba Trump fue una escena casi cinematográfica del ocaso de un concepto, impotente frente al populismo. Es importante esta observación frente al error frecuente de intentar explicar el fenómeno del auge ultraderechista solo en la cuestión migratoria. Se confunden las causas con las consecuencias. Estos extremos se afirman en los puentes rotos que antes eran las banderas de la discusión política y de las luchas sindicales. La xenofobia aparece como una fórmula para justificar el voto en contra de lo que hay. Lo señala bien el sociólogo Ugo Palheta, un crítico del neoliberalismo autor de La Possibilité du Fascisme, France, la trajectoire du désastre. “El corazón de los éxitos de la extrema derecha es que ha logrado politizar los miedos que atraviesan nuestra sociedad, el deterioro social para uno o sus hijos, al desempleo, la precariedad, la inseguridad”, afirma. “Todo a la luz de la amenaza que representan la inmigración, los extranjeros, los musulmanes. Ha sido capaz de transformar esos temores en la esperanza de que se viviría mejor si se detiene a la inmigración”. "La izquierda imitó a la derecha" A su vez las coaliciones de izquierda o más bien de centroizquierda que llegaron al poder con el Partido Socialista, construyeron una gran decepción. “Aplicaron políticas económicas similares a las clásicas de la derecha”, dice Palheta. El argumento excede a Francia. Recorre toda Europa y también ha tenido su capítulo latinoamericano, donde fuerzas travestidas de progresistas generaron ajustes brutales con el saldo de media población en la pobreza como en Argentina, Venezuela o antes en el Brasil de la última etapa del PT a manos de Dilma Rousseff. Escenarios que dispararon reacciones populares conocidas y extremas contra el sistema, como ahora sucede en Francia. Trump, que es consecuencia del crack de 2008 que causó un desamparo social que Barack Obama no resolvió, plantea con una claridad cínica esa contradicción. Promete expulsar a los migrantes que “envenenan la sangre del país” para reducir la inflación, regenerar el crecimiento y hasta bajar el precio de las viviendas. Es claro que menos mano de obra producirá un mayor costo de la oferta laboral que se trasladará a los números de la inflación. También más proteccionismo y castigo arancelario a las importaciones, como el que pretende con su noción de insularidad, aumentarán los precios internos. Trump no aclara cómo encajan entre sí esos supuestos, pero sabe que con esa retórica contra lo extranjero apunta a un problema crucial del votante de clase media baja que supone que en esa abstracción radica su drama. En Europa ese otro satanizado es la inmigración musulmana llegada desde África. ¿Dónde irían si no? Francia tiene una deuda de explicaciones con la historia, al igual que Italia, Bélgica u Holanda, que tras décadas de explotación del continente luego lo abandonaron a su suerte. Los africanos en las pateras son la parte del mundo no bendecido con salud, alimento, energía y se lanzan al mar detrás del espejismo de un paraíso. Curioso que esa desesperación, como la de los latinos que desafían el Río Bravo, devenga hoy en una intrigante y facciosa herramienta política.

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