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    » Hoy Dia

    Fecha: 04/07/2024 08:58

    «Cuando la herida ya no duele, duele la cicatriz». Bertolt Brecht Entre la pila de libros que se encuentran en mi escritorio, “Sinfonia em branco”, de la escritora brasileña Adriana Lisboa; “Cicatrices”, de David Voloj; o “Reparaciones”, de Silvia Nataloni, forman parte de esa selección de textos que están a la espera de una lectura o re-lectura. El segundo libro mencionado, si bien pertenece a la “Colección Luz verde para leer”, de la Editorial Comunicarte destinada a pequeños y jóvenes lectores, puede ser leído por cualquier persona como un libro de recuerdos de la infancia, de anécdotas desafortunadas o una hazaña divertida. Estos cincos relatos cargados de afectos dan cuenta de una zona corpórea que registra una aventura. Las cicatrices, ya sean físicas o emocionales, pueden manifestarse de formas diversas según la etapa en la que nos encontremos. En la niñez, las heridas que dejamos en nuestro Ser habitualmente son profundas y perdurables en el tiempo. Las cicatrices de la infancia son como “tatuajes invisibles” que recuerdan momentos de dolor, de miedo y de alegría que se experimentan en los primeros años de vida. En algunas situaciones puntuales, estas marcas en el cuerpo que quedaron archivadas en el silencio del pasado, vuelven al presente de nuevo. Pongamos por caso, el cuento de Silvia Nataloni, donde una madre está contándole la historia de sus cicatrices a su hijo que está a punto de ingresar al quirófano, para alentarlo. Le compara las heridas que tiene en el cuerpo con el Kintsugi, que enseña que las heridas reparadas pueden reconstruirse. Por otro lado, la pluma visceral de Adriana Lisboa va más allá de eso, se atreve en su novela a poner en palabras la denuncia de un relato desgarrador de abuso sexual, de una menor fluminense, que duró dos años, por parte de su padre, y los modos de encontrar una razón para seguir adelante a pesar del horror vivenciado. Ambas obras, tan distantes en la temática, se entrelazan en mi mente de forma misteriosa. Es como si cada narración se extendiera en un diálogo íntimo con la propia vida. Sin olvidar -está claro- el poder iluminador que tiene la ficción al demostrar cómo los acontecimientos cotidianos son inseparables de las condiciones de producción que gobiernan la práctica literaria. Detrás de cada historia, se ocultan emociones tan profundas que trascienden las palabras escritas en las páginas de esos libros. Sin embargo, en la niñez o en la infancia encontramos registros de otras marcas corporales puramente vinculadas al dolor, que nada tienen que ver con el mundo de la imaginación y la fantasía. Estas huellas imborrables enseñarán “lecciones” de los actos inhumanos cometidos en el pasado. Piénsese en los registros sobre personas intersexuales que sufren mutilación y desfiguración de sus cuerpos “ambiguos” en intentos equivocados de “normalización”. En palabras de Mauro Cabral: “Las personas sometidas a cirugías correctivas sufrimos durante años, y muchas veces durante toda la vida, las secuelas de la intervención destinada a normalizar nuestros genitales: insensibilidad, cicatrices internas y externas, infecciones urinarias a repetición, hemorragias, traumas post quirúrgicos. Pero las cirugías intersex no solamente conllevan una pérdida irreparable –e innecesaria– de la integridad corporal sino también, en muchos casos y deliberadamente, la de la historia personal”. Quiero considerar la relación entre las cicatrices de la infancia y la herida de la edad adulta, enfatizando la importancia de aprender a reconstruirse. Las heridas que se manifiestan en nosotros, ya adultos, están relacionadas con la experiencia, porque a menudo son el resultado de diferentes desafíos y problemas que enfrentamos a lo largo de la vida. Estas, ya sean producto de relaciones tóxicas, de pérdidas significativas, la traición de un amigo o de fracasos personales y profesionales, pueden ser igual de dolorosas que las cicatrices de la infancia, pero con la complejidad y la responsabilidad que conlleva la vida adulta. Muchas veces estas heridas son el impedimento para avanzar. Sin embargo, la clave para superar estas situaciones límites es aprender a sanar, aceptar nuestras vulnerabilidades, perdonar (¿se puede? ¿Debemos?) y encontrar el coraje para seguir adelante. Traigo a la memoria aquellas palabras que escribió hace un tiempo en su cuenta de instagram el joven @CondeSimón, hablando en primera persona, de la intervención médica y las cicatrices que quedan en el cuerpo grabadas, por ejemplo, cuando se realizan prácticas de mastectomía en personas trans: se trata de «sanar de a poco/ De aprender de nuevo sobre el cariño/ Y de nuevo sobre el daño irreparable/De colectivizar la herida/ De saberla penosamente sistemática/ Y así, como azuquita pa´ cicatrizar, creer en esta dulzura la nuestra que genera otras capas de vida/ De nuevas texturas y relieves/ De nuevos contornos y torsos/ De nuevas libertades, vientos y aguas descubriendo superficies/ Recordatorio: también elegir el goce y no siempre la tristeza y el enojo para nadar sobre esto». En resumen, las cicatrices que llevamos, ya sea en la niñez o en la edad adulta, son una parte intrínseca de nuestra historia e identidad, de nuestros cuerpos siempre precarios que dicen algo acerca de lo que somos, o nos hemos convertido. Debemos aprender a abrazar, aceptar las heridas y mutar el dolor en aprendizaje. El Kintsugi, antigua técnica japonesa de reparación de cerámica, es una filosofía que profesa la imperfección y la modifica. Enseña a ver otra perspectiva en el dolor, la fuerza en la vulnerabilidad y la continuidad en la transformación misma. En lugar de ocultar las cicatrices, las realza y embellece, creando otra forma de arte. Metafóricamente hablando, el Kintsugi recuerda que todes enfrentamos desafíos y experiencias, fuertes y dolorosas en la vida, que nos marcan y cambian para siempre.

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