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  • La masacre de los curas palotinos: cuando la dictadura llevó la muerte al corazón mismo de la Iglesia

    » Infobae

    Fecha: 04/07/2024 05:23

    De izquierda a derecha, Alfredo Leaden, Alfredo Kelly, Pedro Duffau, Salvador Barbeito Doval y Emilio José Barletti, los religiosos asesinados en San Patricio. La fotografía de abajo corresponde a la misa realizada tras los crímenes (Télam) La dictadura cívico-militar llevaba poco más de tres meses en el poder cuando perpetró un múltiple crimen que golpeó en el corazón de la Iglesia Católica argentina. La madrugada del 4 de julio de 1976, un grupo de tareas ingresó en la casa parroquial de la Iglesia de San Patricio, en el barrio porteño de Belgrano, y asesinó a sangre fría a tres sacerdotes y dos seminaristas de la orden de los Palotinos en una sangrienta operación revanchista que mostró hasta dónde estaba dispuesto a llegar el Estado Terrorista instaurado el 24 de marzo de ese año. Por entonces la mayoría de la población del país desconocía los siniestros alcances del plan sistemático de represión ilegal que había comenzado a aplicar la junta militar integrada por Jorge Rafael Videla, Eduardo Emilio Massera y Orlando Ramón Agosti, por lo que muchos creyeron la versión que se difundió desde el poder. El comunicado oficial, que fue reproducido textualmente por la mayoría de los diarios del país, decía: “Elementos subversivos asesinaron cobardemente a los sacerdotes y seminaristas. El vandálico hecho fue cometido en dependencias de la iglesia San Patricio, lo cual demuestra que sus autores, además de no tener Patria, tampoco tienen Dios”. El frente de la iglesia de San Patricio, en Belgrano, donde fueron asesinados los palotinos (Foto Télam) Casi nadie conectó tampoco el hecho con otro ocurrido apenas dos días atrás, cuando un atentado con explosivos de la organización Montoneros mató a 23 personas y dejó heridas a otras 110 en el comedor del Departamento Central de la Policía Federal. En lugar de investigar el atentado, encontrar a los responsables y llevarlos a la Justicia, como establecía la Constitución, los dictadores habían elegido la revancha ilegal como escarmiento. La que no se engañó con el comunicado oficial fue la Iglesia Católica. La jerarquía eclesiástica ya sabía que los padres palotinos estaban siendo amenazados por la dictadura y que la masacre había sido obra de un grupo paramilitar. Eso quedó claro cuando el lunes 5, en una misa celebrada en la misma San Patricio en homenaje a los sacerdotes asesinados, el padre Roberto Favre, con autorización de sus superiores, señaló elípticamente a los culpables: “No puede haber voces discordantes en la reprobación de estos hechos. Tenemos necesidad de buscar más que nunca la justicia, la verdad y el amor para ponerlas al servicio de la paz... Hay que rogar a Dios no sólo por los muertos, sino también por las innumerables desapariciones que se conocen día a día... En este momento debemos reclamar a todos aquellos que tienen alguna responsabilidad, que realicen todos los esfuerzos posibles para que se retorne al Estado de Derecho que requiere todo pueblo civilizado”, dijo desde el púlpito ante unos tres mil fieles, entre los que se encontraban no pocos jefes militares y funcionarios de la dictadura. El macabro mensaje dejado junto a los cuerpos. Una historia de Mafalda señalando el bastón de un policía con la frase “este es el palito de abollar ideologías”. Casi al mismo tiempo, desde el Vaticano, el papa Paulo VI condenó sin eufemismos el atentado. Lo hizo cuando su representante en la Argentina, el nuncio apostólico Pío Laghi, que había concelebrado la misa de San Patricio, se negaba a decir una sola palabra. “Yo tuve que darle la hostia al general Suárez Mason. Puede imaginar lo que siento como cura... Sentí ganas de pegarle con el puño en la cara”, le confesó después Laghi a Robert Cox, director del Buenos Aires Herald, casi el único diario que por entonces se atrevía a denunciar los crímenes de la dictadura. Tres días después de los asesinatos, el cardenal Juan Carlos Aramburu y el propio Pío Laghi -esta vez obligado por la declaración del Papa- se reunieron con la junta militar para pedir explicaciones. En ese encuentro, los jefes militares abandonaron el burdo libreto del atentado terrorista y se excusaron diciendo que los autores podrían haber sido “grupos de tareas fuera de control”. El descubrimiento del crimen El quíntuple crimen -que quedaría escrito en la historia como “La Masacre de los Curas Palotinos”- fue descubierto a las 7.30 de la mañana del 4 de julio, cuando un nutrido grupo de vecinos del barrio de Belgrano ya estaba reunido frente a la Iglesia esperando que se abrieran sus puertas para asistir a la primera misa dominical. Entre los murmullos de las conversaciones se podía distinguir un comentario reiterado: qué raro que los curas tuvieran todavía el templo cerrado, tan puntuales que eran, sobre todo los domingos, cuando tantos feligreses se daban cita para escuchar la misa. Entre la gente reunida frente a la parroquia se contaba un pibe joven. Rolando Savino tenía 16 años y de alguna manera se sentía responsable de la tardanza de los curas, porque era el organista de la iglesia. No pensó en nada raro, simplemente supuso que los sacerdotes se habían quedado dormidos, y con audacia adolescente trepó hasta alcanzar una banderola y se metió en el salón que estaba detrás de la casa parroquial. Documentos desclasificados del Departamento de Estado con referencias a Pio Laghi y el caso de los palotinos No encontró a nadie allí y entonces tomó un manojo de llaves, que tenía un juego de la casa donde dormían los curas, y fue a despertarlos. Cuando abrió la puerta, se le escapó un grito de espanto. “Entré por una ventana lateral porque nadie respondía el timbre y los llamados, pese a que se veían luces prendidas desde afuera. Al subir por la escalera, vi que había una estufa encendida en el pasillo. Los llamé por sus nombres, golpeé con las palmas y, desde el descanso de la escalera pude ver un desorden descomunal y pintadas en las paredes… estaba aturdido. Vi los cuerpos sin vida, una imagen de terror… Volví a la calle y solo pude decir que me parecía que los habían asaltado”, contó muchos años después, cuando declaró en el juicio por los crímenes de lesa humanidad cometidos por los grupos de tareas de la Escuela de Mecánica de la Armada. Espantado, al volver a la calle le pidió a una vecina que lo acompañara a la comisaría más cercana, la 37, sobre la calle Mendoza, para que viniera la policía. Temblaba. Allí, tanto Savino como la señora notaron algo raro: el agente que los atendió, a pesar de la escena terrorífica que describía el pibe, se tomó su tiempo para tomar la denuncia y enviar un patrullero. El periodista y abogado de Derechos Humanos Pablo Llonto reconstruyó así los hechos de esa mañana: “En la 37, sobre la calle Mendoza, notaron las primeras señales de la inevitable complicidad. Un agente policial se hizo el tonto cuando le pidieron que se dirigiera urgente a la parroquia de San Patricio. Al rato algunos patrulleros rodearon el lugar. Simulaban estar impactados por la escena. Después desplegaron la rutinaria y falsa tarea de examinar el lugar mientras le decían al muchacho ‘nos tenés que decir los nombres de los cinco’”. Una imagen del último adiós a los palotinos asesinados (Foto Télam) Dos mensajes siniestros Las cinco víctimas eran los sacerdotes palotinos Pedro Dufau, de 76 años, Alfredo “Alfie” Kelly, de 43, y Alfredo Leaden, de 57, y los seminaristas Salvador Barbeito, de 25 y Emilio Barletti, de 24. Sus cuerpos yacían alineados bocabajo sobre la alfombra roja del living, donde también se encontraron 35 vainas servidas y 15 proyectiles calibre 9 milímetros. Sobre el cuerpo de Salvador Barbeito los asesinos pusieron un dibujo de Quino, tomado de una de las habitaciones, en el que Mafalda aparece señalando el bastón de un policía y dice: “Este es el palito de abollar ideologías”. En las paredes se podían leer dos pintadas: “Por los camaradas dinamitados en Seguridad Federal. Venceremos. Viva la Patria”, decía una de ellas. “Estos zurdos murieron por ser adoctrinadores de mentes vírgenes y son M.S.T.M” (sigla del Movimiento de Sacerdotes del Tercer Mundo), decía la otra. Los mensajes no dejaban dudas. El asesinato de los cinco religiosos era una venganza de los grupos de tareas de la dictadura por el atentado con un explosivo cometido dos días antes por Montoneros en el comedor de la Superintendencia de Seguridad Federal. Sobre todo si se toman en cuenta otros hechos. Los primeros policías en llegar a San Patricio se mostraron horrorizados por la escena de la casa parroquial, pero ese horror era, en realidad, una simulación: sabían muy bien lo que iban a encontrar. Una imagen del informe forense sobre los asesinatos Testigos incómodos A partir de varios testimonios, se pudo establecer después que la zona había sido liberada por los propios policías de la 37 para que el grupo de tareas pudieran actuar con total tranquilidad. La madrugada anterior, a eso de la una, los jóvenes Julio Pinasco, Guillermo Silva y Julio Víctor Martínez vieron dos autos Peugeot estacionados frente a la iglesia, con cuatro o cinco hombres adentro cada uno. Martínez vivía enfrente y era hijo de un oficial del Ejército, el general José Andrés Martínez Waldner, interventor de la provincia de Neuquén. Al ver esos autos sospechosos, temió que se tratara de un comando guerrillero que podía atentar contra su padre y llamó por teléfono a la Comisaría 37. Al rato llegó un patrullero de la Federal y el oficial Miguel Ángel Romano interpeló a los ocupantes de los autos. Los jóvenes lo vieron hablar con uno de los hombres del Peugeot que estaba estacionado adelante y retirarse con total tranquilidad. El grupo de tareas asesinó a tres sacerdotes y dos seminaristas Antes de irse, el oficial de la Federal le transmitió un mensaje de los ocupantes de los autos al hijo del general: “Si escuchás unos cuetazos no salgás, porque vamos a reventar la casa de unos zurdos”, le mandaron a decir, textualmente. Los autos no se movieron del lugar y, aproximadamente una hora después, Silva y Pinasco vieron desde una ventana como varias personas con armas largas se bajaban de de ellos y entraban a la iglesia. No escucharon ningún disparo porque -como pudo establecerse después- usaron silenciadores en las pistolas con que ejecutaron a los cinco religiosos. Otra elemento indicador de que era una operación militar encubierta perpetrada en una zona previamente liberada por la policía. Un diario revelador La rápida reacción de la jerarquía eclesiástica argentina y del papa Paulo VI se debió a que la Iglesia estaba al tanto de una serie de amenazas que los curas palotinos venían recibiendo desde pocos días después de consumado el golpe de Estado debido a sus claras posiciones en defensa de los derechos humanos con denuncias que, además, daban a conocer en un barrio donde vivían altos jefes militares y jueces funcionales a la dictadura. Tres días antes de la masacre donde le arrancaron la vida, el padre Kelly había dejado escrita en su diario personal una nota inequívoca: “He tenido una de las más profundas experiencias en la oración. Durante la mañana me di cuenta de la gravedad de la calumnia que está circulando acerca de mí. A lo largo del día he estado percibiendo el peligro en que está mi vida. Por la noche he orado intensamente, al finalizar no he sabido mucho más. Creo sí que he estado más calmo y tranquilo frente a la posibilidad de la muerte… Nunca he dudado que fue Él quien me concedió la gracia y tampoco que no soy indispensable, aunque tengo mucho que decirles aún, sé que el Espíritu Santo se los dirá... Y mi muerte física será como la de Cristo un instrumento misterioso, el mismo Espíritu irá a algunos de sus hijos, pedí para que fuese a Jorge y a Emilio, para los que me odian, para los que recibieron a través de mí, para el florecimiento de las vocaciones, para crear hombres dentro de la sociedad que sean necesarios, los que Él desea… En resumen: que entrego mi vida, vivo o muerto al Señor, pero que en cuanto pueda tengo que luchar por conservarla. Que seré llamado por el Padre en la hora y modo que Él quiera y no cuando yo u otros lo quieran”, decía. Los policías de la comisaría 37 liberaron la zona para que pueda actuar el grupo de tareas de la dictadura La Masacre de los Palotinos fue el atentado más sangriento de la dictadura contra miembros de la Iglesia, pero no sería el último. En los siguientes treinta días, en Chamical, La Rioja, serían asesinados el obispo Enrique Angelelli y dos de los curas que lo ayudaban en su prédica de defensa de los derechos humanos, los padres Carlos de Dios Murias y Gabriel Longueville. Con el correr del tiempo, la lista de sacerdotes y monjas secuestrados y asesinados por los grupos de tareas del Estado Terrorista se engrosaría aún más. El juez y los verdugos La investigación judicial quedó a cargo del juez Guillermo Rivarola y de su secretario Gustavo Guerrico, que casi no tomaron medidas procesales. Por los testimonios de los jóvenes que habían visto a los policías del patrullero dialogando con los asesinos, debieron por lo menos investigar el encubrimiento de la Comisaría 37, pero no lo hicieron. En su libro “La Masacre de San Patricio”, publicado en los primeros años de la democracia recuperada, el periodista Eduardo Kimel, señaló las irregularidades del procedimiento judicial. “El juez Rivarola cumplió con la mayoría de los requisitos formales de la investigación, aunque resulta ostensible que una serie de elementos decisivos para la elucidación del asesinato no fueron tomados en cuenta. La evidencia de que la orden del crimen había partido de la entraña del poder militar paralizó la pesquisa, llevándola a un punto muerto”, escribió. El libro de Eduardo Kimel, "La masacre de San Patricio" Esa denuncia le valió a Kimel la condena de un año de prisión en suspenso por el delito de calumnias. Recién en 2008 la Corte Interamericana de Derechos Humanos le exigió al Estado argentino que dejara sin efecto la condena contra el periodista, lo indemnizara y modificara el Código Penal. A raíz de eso, en octubre de 2009 el Congreso sancionó una ley que despenalizaba los delitos de calumnias e injurias cuando se trata de casos de interés público, conocida como “Ley Kimel”. El periodista no llegó a saberlo, había muerto un año antes. Cuando se cumplen 48 años de La Masacre de los Curas Palotinos, los autores materiales del asesinato de los tres sacerdotes y los dos seminaristas siguen impunes y ni siquiera han sido identificados.

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