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  • Lo emocional como el único argumento de autoridad, según Agustín Fernández Mallo

    » Clarin

    Fecha: 02/07/2024 10:10

    Un año antes de fallecer, el padre de Agustín Fernández Mallo (A Coruña, 1967) no le reconoció. Aquella circunstancia situó al escritor ante un abismo existencial inaudito y vertiginoso, y le condujo a plantearse la cuestión que se oculta tras la máscara que, quizás sin ser conscientes, todos llevamos a cuestas desde que nacemos: ¿quién hay ahí? Una pregunta, seguramente sin respuesta, que cambió la realidad del autor e hizo que empezara a cuestionarse los supuestos, vitales y literarios, hasta entonces más inamovibles. La identidad, personal, familiar, como motor creativo, pero también la pérdida, ese duelo que "se asume, pero nunca se acaba". Fue así como Fernández Mallo terminó escribiendo Madre de corazón atómico (Seix Barral), una obra que, en lo material, tardó más de una década en completar, pero que llevaba toda la vida persiguiendo, pues, de algún modo, estaba destinado a ello. Es, en realidad, el libro de su vida, lo que lo convierte en extraordinario, ya que parte de la muerte de quien le dio, precisamente, la vida. –¿No tiene la sensación de llevar toda la vida escribiendo este libro? –En cierto modo sí, porque son doce años desde que tomo la determinación de escribirlo, pero en ese proceso voy descubriendo que llevo toda la vida escribiéndolo. Estaba destinado a ello. Son temas que siempre me han interesado: la muerte, la vida, la identidad... –Roland Barthes dice que "no hay texto sin filiación". ¿Lo cree? –Claro, todo texto viene de algún lugar y tiene un pasado y unos antepasados. La filiación puede ser propiamente literaria, todos tenemos nuestros padres y madres literarios, y también biológica, la influencia de lo que los padres te van transmitiendo sin que te des cuenta, que emerge en muchas cosas que haces. El escritor Agustín Fernández Mallo durante una entrevista concedida a EFE. EFE/Víctor Lerena –¿Y se puede detener el paso del tiempo mediante la escritura? –Es lo que se intenta. El tiempo como concepto es algo inorgánico, no tiene vida, es algo vacío. Cuando escribes, intentas darle vida a ese tiempo que, en principio, era inorgánico. Eso es lo que para mí es importante en una narración de vida. –Leyendo sus libros, tengo la impresión de que lo que hace es una especie de espeleología literaria. –Hago arqueología, pero para ello tengo que hacer espeleología, meterme bajo tierra. A todos los materiales que hay en este libro quería darles un halo poético. Una de las cosas que mi padre me transmitió es que a la realidad no hay que sumarle ninguna fantasía, es ya de por sí suficientemente fantástica si le sabes ver la cara b, la cara poética. –En ese sentido, ¿es el arte la herramienta más útil para poder llegar a ver "la cara oculta de la luna"? –Claro que sí, por supuesto, es que es prácticamente la única forma. Yo lo que he intentado desde que tengo uso de razón como escritor, hace 25 años, es extraer cuestiones científicas y dotarlas de una cara b. Con los años, me he dado cuenta de que es una réplica de lo que mi padre hacía conmigo, una suerte de genética cultural. Pero eso hay que saber hacerlo tuyo, y una forma de hacerlo mío es no hacer demasiados subrayados o sobreactuaciones. Las cosas hablan por sí mismas. Yo pienso que la poesía está en el sustantivo, no en el adjetivo. Los poemas o los libros muy adjetivados me cansan. Lo que busco es que crees un ambiente tal como escritor que haya un momento en que digas "mesa" y sólo con ese sustantivo se abra un mundo. –Es curioso, porque vivimos en un mundo cada vez más adjetivado, donde la hipérbole prima. –Absolutamente, en todo, en el mundo físico, en el mundo virtual internauta o la gente cuando habla. Los mensajes de WhatsApp tienen que estar subrayados, exclamados, emoticonados, como si decir "un abrazo" o "hasta luego" no fuera suficiente. Se ve en todo, los medios de comunicación en eso son especialmente militantes, o la política. Tiene que estar todo subrayado, explicado, pero de una manera casi histérica muchas veces, el término antiguo de histeria, un medio que pierde la razón y que se enajena, es una enajenación respecto a lo real. –¿Y cómo hemos llegado ahí? –Ah, ¿quién lo sabe? Esto ya es más materia de otro ensayo que hice hace poco, La forma de la multitud, pero es la idea de que la lógica occidental, que viene del mundo grecolatino, se ha perdido en su parte científica y filosófica. Hace ya bastantes años que el argumento de autoridad ya no es lo razonado, sino lo emocional. Hemos pasado a un punto en que, si no emociona, parece que no es legítimo. Lo vemos cada día, en la publicidad, en la política, en los amigos, todo tiene que ir argumentado con alguna emoción, cuando eso nunca fue un argumento de autoridad, al contrario. O sea, por el mero hecho de que yo diga esto me emociona, ya creo que tengo la legitimidad para afirmar e imponer que es bueno. Un poco a esa hipérbole de la que tú hablas hemos llegado por eso. Vivimos a través de las emociones y el mercado se ha dado cuenta de que de ahí extrae dividendos. Como es muy fácil manipular las emociones de cualquiera, es una rueda que nunca termina. –Pero no sólo el mercado, también la política. A mí me parece que ahora el voto es muy emocional. Basta con detenerse en los resultados de las elecciones europeas... –Estoy totalmente de acuerdo. Esa ola emocional es planetaria, está en todas partes, de Putin a Donald Trump. Hay algo emocional que mueve al mundo porque, insisto, yo creo que el mercado se ha dado cuenta. Incluso la política se ha convertido en una fase más del mercado, ya es un mercadeo o, al menos, ha asumido los mecanismos propios del mercado para vender algo. –Volviendo a la literatura, es cierto que el tema de la identidad está presente en toda su obra. ¿Escribimos para saber quiénes somos? –Es la pregunta del millón, porque nunca sabemos si escribimos para saber cómo somos o escribimos para construirnos de alguna manera. –Como quisiéramos ser. –Claro. Tu pregunta viene con truco, porque quiere decir que somos ya antes de una manera. Yo no estoy tan seguro. Yo no soy consciente de que escriba para saber cómo soy. Quiero pensar que escribo para construir un mundo que a mí me gusta explorar y que, por lo tanto, me construye. De todas formas, la idea de la identidad está en toda mi literatura de una forma más abstracta, pero en este libro está asociada a algo específico, que me hizo salir de la realidad: mi padre, un año antes de morir, no me reconoce. El abismo que se abrió a mis pies fue infinito. Me di cuenta de que estaba preparado para asumir la decadencia física, pero no la degeneración cognitiva. Es como si me dijeran que todo era un decorado. Eso me dio un vértigo existencial. Y entonces es cuando aparece la pregunta que me cambia todo: ¿quién hay ahí? –¿Y cómo vemos a los ausentes a través de nuestra escritura? Porque la objetividad es imposible. –Al morir mi padre me doy cuenta de que la muerte no existe. –¿Cómo que no existe? –No existe. El fallecido empieza un proceso muy misterioso por el cual se empieza a recomponer en tu cabeza de otra manera. –Lo dice en el libro: "Es el escritor quien desde el mundo de los muertos narra el mundo de los vivos". –Efectivamente. Que, ojo, esa frase está en Nocilla Dream ya, fíjate... Realmente lo que hace el muerto es resucitar en ti, y es una resurrección muy curiosa, porque con los años ese resucitado se va modificando, va creciendo, es un resucitado muy vivo. –Además, la memoria es ficción. –Por supuesto, claro que es ficción. La memoria no es un archivo. La memoria es una construcción hecha desde el presente y, como está hecha desde el presente, de lo único que habla es de nuestros miedos, aspiraciones, ideas e ilusiones del presente. Por eso la memoria siempre es ficción, aunque tú no quieras ficcionar, estás ficcionando. Eso, en la memoria individual. En la memoria colectiva, que la llamamos Historia, pues es también una ficción consensuada por una sociedad, pero es otra ficción, la prueba está en que cada cien años la Historia se cambia, porque cada generación va creando otro relato verosímil. –¿Qué queda del ser amado tras su muerte, qué conservamos? –Lo más obvio es decir que, como aquella canción de Serrat, "los recuerdos cada día son más dulces, el olvido sólo se llevó la mitad", es decir, la mitad mala. Queremos que regrese la mitad buena, lo cual es muy lógico, porque, si no, no podríamos sobrevivir. Intentamos recuperar la parte que nos satisface y nos llena. –¿Y es bueno o es malo que, como hemos reconocido, la objetividad sea imposible en la literatura? –No sabemos si es bueno o malo, es inevitable. Si la objetividad absoluta fuera posible, sería un mundo mucho más aburrido este, ya no seríamos humanos. El ser humano tiene una falta, nos falta algo y es un hueco que nunca podemos llenar. Todo lo que hacemos, arte, política, escritura, ciencia, es intentar llenar ese hueco. Por eso siempre estamos haciendo cosas y una hormiga o un gato, no; cuando llegan a una estabilidad con su entorno se quedan tranquilos. El ser humano nunca se queda tranquilo, siempre tiene ese ansia, porque nos falta algo, y eso que nos falta es lo que hace que no seamos puramente objetivos. Y el mercado se ha dado cuenta de que intentar satisfacernos ese hueco existencial de cualquier manera es facilísimo para ser productivo. –Es decir, que estamos presos en un capitalismo emocional. –Totalmente. En La forma de la multitud yo lo llamo emocapitalismo, cuando el capitalismo se dio cuenta de que no tenía que obligarnos a hacer cosas, como hasta finales del siglo XX, aquel adagio de Foucault, que era "vigilar y castigar". Se dieron cuenta de que es todo lo contrario, tienen que satisfacernos en todo, porque saben que de ahí obtendrán dinero. –En este libro se dan cita el pasado, el presente y el futuro. Lo que me lleva a preguntarle: ¿desde dónde escribe usted? –Caray... No sé bien... Lo que sí tengo claro es que todo lo que escribo acerca del pasado nunca es para llorar un pasado, no es una actitud romántica ni nostálgica. Siempre que escribo acerca del pasado es para ver cómo ese pasado construye mi presente. Es decir, no es un tiempo que llora el pasado, sino que trae el pasado al presente. Así he construido siempre mi literatura, por eso mi obra no es romántica, no tiene esa actitud de llorar una pérdida. Y yo creo que es desde donde escribo, desde un presente que intenta construir algo para un futuro. –Se ha referido a la nostalgia, un término complejo y... peligroso. –Hombre, claro, mucho, es una palabra de la que yo he huido siempre en mi literatura. La nostalgia, para mí, es una cosa que puede quedar para el ámbito privado. –Es inevitable, lo malo es cuando la nostalgia se traspasa al mercado. Al final, todo se reduce a eso. –Y cada vez más. Esto empezó hace tiempo. Hubo un cambio muy importante con la crisis económica del 2008. Cuando tenemos miedo, vamos a lugares que creemos seguros: el fuego del hogar, el rostro del abuelo, las ropas que se llevaban antes, la chimenea... Eso está bien, pero cuando se convierte en un tic de mercado y en una moda y en una tendencia empieza a embarrarse de una manera acaramelada. –¿Qué queda del Fernández Mallo del Proyecto Nocilla en usted? –Bueno, en cierto modo queda todo. La idea de siempre estar creando algo que tú mismo no conocías... Yo nunca sé escribir el libro que estoy escribiendo, aprendo escribiéndolo, y, cuando aprendo, me aburro e intento escribir de otra manera. Esa actitud de intentar hacer cosas que amplíen mi propio campo poético y que ojalá amplíen el del mundo, que es como escribí el Proyecto Nocilla, está ahí, es la misma actitud o más radical, incluso, porque ahora estoy más seguro. Luego hay otras cosas que no: el tipo de escritura, la forma... Yo a veces leo cosas de esos primeros libros y me quedo sorprendido, parece como si fuera... –¿Otro escritor? –A veces sí y a veces no. Ves que hay algo que se mantiene, y lo que se mantiene es ese pulso de intentar siempre ir un poco por delante de ti mismo. –Eso que llaman voz. –Es la voz, efectivamente. Cuando encuentras tu propia voz es eso. Pero es algo que, en verdad, es indefinible, nadie sabe definir cuál es su propia voz, pero está ahí. Madre de corazón atómico, de Agustín Fernández Mallo (Seix Barral).

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