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  • Alberto Fuguet y la educación sentimental de la música pop

    » Clarin

    Fecha: 01/07/2024 12:12

    En literatura los protagonistas raros, alejados de los parámetros de su época, suelen pasarla mal. Sin embargo, hay algo feliz en los personajes excéntricos de Ciertos chicos, la esperada novela de Alberto Fuguet, el célebre escritor chileno que vuelve a escribir ficción luego de ocho años. Y lo hace dentro de un universo que le gusta, la contracultura de fines de los 80. Entre canciones del britpop, fanzines y tapados de colores, se anuncia el inicio de la sexualidad y del amor, en medio de una ciudad atenazada por los últimos años de la dictadura de Augusto Pinochet. Tomás Mena y Clemente Fabres son universitarios, uno empieza la carrera de Letras, el otro está por terminar Periodismo, en un Santiago de Chile represivo y pacato. Los dos circulan por fiestas, disquerías, bares, pero no pertenecen del todo a ningún lugar. La trama anticipa que tienen mucho en común, así y todo, dilata el momento del primer encuentro. Se los muestra en intimidad, con sus amigos, en familia, con sus emociones más profunda. La narración los va acercando cada vez más, pero todavía no se conocen. Ambos comparten, sin saberlo, una búsqueda que va a unirlos: anhelan ser quienes realmente se sienten, quieren vivir con libertad el amor. En ese camino la música juega el papel de educarlos emocionalmente. Por ejemplo, Tomás viaja en autobús y observa a dos chicos que comparten los auriculares, escuchan una canción que él no conoce, pero lo conmueve. En verdad, se emociona frente a ese gesto íntimo entre dos hombres, absolutamente despreocupados de su entorno. Otro mundo rupturista Se nota que Tomás tiene una inocencia que Clemente dejó atrás; quizás por ser extranjero, pasó su infancia en Inglaterra y pudo animarse a una experiencia más libre con su cuerpo, con su identidad. Como sea, los dos parecen habitar una suerte de prolongación de ese otro mundo rupturista que Fuguet crea en su primera novela Mala onda. Alberto Fuguet. / Archivo Clarín Solo que, si aquel protagonista era rudo y vulnerable, y negaba sus pulsiones homoeróticas, los personajes de Ciertos chicos no tienen dudas sobre lo que sienten y pretenden vivirlo de la manera más gozosa y plena posible. Se sienten parte de un submundo menos hipócrita y eso los vuelve ínfimamente más fuertes. Lo curioso es que entre esa primera novela y esta última, Fuguet se movió por todos los géneros y registros, dirigió películas, escribió novelas como Sudor y No ficción –que actualmente está adaptándose a una versión cinematográfica a cargo de Santiago Mitre– también libros de fanático sobre sus consumos culturales preferidos; o de no ficción muy diversos, entre ellos, Missing, la investigación sobre la vida de su tío Carlos que, de buenas a primeras, agarró sus cosas, se fue a Estados Unidos y desapareció de la faz de la tierra. Quizás ese recorrido le permitió a Fuguet alcanzar una madurez mayor en la novela nueva. La voz narrativa tiene la agilidad de una lengua viperina, salta de un punto de vista a otra, en un vértigo imposible de frenar. A esa velocidad, el encuentro entre Tomás y Clemente se anuncia, pero se posterga, una y otra vez. La expectativa crece de manera infernal. Al menos al principio, en la reiteración el recurso se desgasta y pierde un poco su sentido. Por suerte, no llega a volverse un obstáculo y desaparece en cuento los dos chicos se miran por primera vez. Ambos encarnan la ternura que solo admiten quienes enfrentan sus emociones sin vueltas. “Los ojos de Clemente eran incapaces de mirar hacia otra dirección que no fuera abajo: donde estaban los discos. Tomás, en cambio, se acercó sin que se diera del todo cuenta. Clemente sintió su energía: se acercaba haciéndose el que no se acercaba. Este chico que intentaba ser new wave no se rendía. Emitía una cierta luz, una embriagadora energía positiva. Sí: podría ser, al menos, un amigo. Un aliado. Algo. Quería, debía admitirlo, algo más”. Y detrás, la escena contracultural aparece en la forma de un submundo lleno de brillo y singularidades, sí, pero más que ninguna cosa aparece como la respuesta más auténtica, en contraposición a la supuesta rebeldía de izquierda que se opone a la dictadura, pero instaura reglas tan rígidas que excluye cualquier posibilidad de libertad real. Brillos en el silencio represivo En otras palabras, el mundo de la novela brilla con la sensibilidad de la música pop, en medio del silencio represivo, por un lado impuesto por el gobierno dictatorial, y por el otro, por un movimiento de izquierda que excluye cualquier posibilidad de diversidad. Y no solo sexual, también prohibe el gusto hacia los productos culturales extranjeros, en especial anglosajones. Eran populares, claro, pero nada nacionales. Se trata, es evidente, de una novela política, ya que propone una mirada aguda sobre la época. Fuguet no tiene miedo de escribir lo que piensa, y de ese modo, pueden verse las múltiples capas de una comunidad ultraconservadora, retratada fuera y dentro del ambiente universitario, y peor aún en el centro de las familias, que trazan reglas infranqueables, como hacen, sin ir muy lejos el hermano y el padre de Tomás. Pablo Cerda, a la derecha de Fuguet en Nashville. / Archivo Clarín Al mismo tiempo, la referencia estridente a la cultura popular, los personajes excéntricos y ansiosos de libertad; la crítica mordaz a los disfraces de época, los saltos en el punto de vista dan forma a una historia que tiene todas las claves de la llamada bildungsroman, o novela de iniciación. Claro que son también los elementos fuguetianos del relato, típicos de la obra de un autor que ya alcanzó el nivel de adjetivo. Además hay algo muy cinematográfico en las escenas. Y no solo por la potencia de las imágenes visuales, más aún por los saltos de la voz narrativa, en un montaje que lleva a pensar en el foco de una cámara capaz de moverse entre mundos paralelos, cada vez más cercanos. Algo de la velocidad del registro oral, la sensación de futuro inminente, de capas de culturas múltiples lleva a pensar en Conversación en la catedral, de Mario Vargas Llosa. Con una excepción, todo lo que es fracaso en la novela del peruano, se vuelve esperanza en la del chileno. En esa constelación original que arma la obra de Fuguet, Ciertos chicos resulta un lugar de descubrimiento, un espacio de marginalidad que escapa al lugar común del sufrimiento, y por el contrario, retrata un modo más gozoso de habitar la singularidad. Y con la ironía más mordaz proyecta la sensación de esos ciertos chicos audaces que logran alinear los sentimientos con las acciones, y acaso aciertan el camino.

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