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  • El costo político, el capital político y la pluralidad digital

    » El litoral Corrientes

    Fecha: 30/06/2024 02:31

    Las balas comenzaron a picar cerca demasiado pronto. Todavía falta un año para entrar a la zona caliente de la precontienda electoral que renovará el gobierno, pero la desesperación por el poder es tan descarada que en vez arquitectos de campaña y armadores estratégicos pusieron en marcha la fuerza bruta de los empujadores que intentan forzar la realidad para mostrar una provincia jaqueada por la inseguridad, la crisis y las puebladas. El archivo de audio con la falsa voz del gobernador, tergiversado con burdos rudimentos por las usinas de siempre, mostró que no habrá escrúpulos en lo que viene. Como dice Carlos Pagni en La Nación, todo sirve como insumo para limar la imagen de un oficialismo que ofrece resistencia a fuerza de prolijidad administrativa, pero que deberá caminar con pie de buzo (metáfora del inoxidable Noel Breard) si no quiere pisar el palito en la cimbra de las trapisondas que se tejen a toda guisa. El caso Loan desenmascaró la monstruosidad de las maquinaciones, sin límites y escabrosamente presentadas ante la vista pública como demostraciones de interés o ejercicios de solidaridad ciudadana. No lo son, queda claro, pues basta con detenerse unos minutos en las transmisiones en vivo “desde el lugar de los hechos”, para darse cuenta del trasfondo de intereses cruzados donde el denominador común es imputarle al gobierno una culpabilidad imposible. Claro que todo aquello que sucede en los límites del territorio correntino, sea para bien, sea para mal, alcanza con su onda expansiva a las autoridades provinciales. Se trata de un costo político que los funcionarios afrontan con el antídoto edificado a lo largo de su trayectoria. Ese escudo es el capital político que un gobernante acumula mediante procesos de legitimación pública que se generan en forma circular, constante, con anuncios, medidas, decisiones y formas de conducirse ante la sociedad, En estas dos semanas y fracción, desde que fue denunciada la desaparición, se pudo ver desfilar a comunicadores y operadores de todo pelaje en contacto con vecinos, con investigadores y con la familia del chico. Muchos de esos enviados tenían la misión profesional de transmitir para sus medios, pero otros buscaron el costado político hasta convertir el caso en un dispensador noticioso “take away”. La información dejó de iluminar la escena y pasó a ser una mercadería a la carta, un producto de nicho, como casi todo en la nueva dimensión de la comunicación segmentada. Así las cosas, maniobras que antes se urdían con sigilo, para guardar las formas, ahora se despliegan a la luz del día, con posteos en redes sociales, grupos de búsqueda virtual motorizados por partidos políticos y denuncias de baja estofa enmascaradas como cadenas de oración frente a la iglesia de 9 de Julio, donde un cronista porteño mete la cámara por una ventana para mostrar enseres personales que no guardan relación alguna con la pesquisa: una cama, una estufa, la ropa de alguien. Nada que ver, pero sirve para rellenar mientras se acerca la manifestación por justicia para Loan. Pobre niño, ojalá aparezca y se haga justicia, pero mientras tanto todo vale, desde la presencia de medios nacionales estimulados por sectores partidarios hasta la puesta bajo sospecha de toda una institución policial injustamente señalada como una gavilla. La policía tendrá errores, pero hasta ahí. La abrumadora mayoría de sus integrantes se levanta por la mañana, besa en la frente a sus hijos y parte a cumplir con su trabajo. Así de simple. Los fabricantes de pseudonoticias se guían por el convencimiento de que la sociedad consume títulos sin leer detalles y se alimenta de sensaciones sin conocer pruebas. Todavía cree que la opinión pública está conformada por una majada de borregos que alegremente cae en el facilismo de clichés sigloventistas según los cuales esta provincia es medieval, arcaica, caudillista y -como si fuera una verdad incontrastable- careciente de futuro. ¿Qué es no tener futuro? De hecho, todos los vivos lo tienen y las comunidades, por más primitivas que puedan ser, también. El futuro puede ser provechoso o involutivo, pero hacia algún lado va Corrientes. Avanza movida por la fuerza vital de sus habitantes y según sus posibilidades productivas, víctima de una histórica discriminación del poder central en la distribución de recursos y en la asignación de obras de infraestructura, pero no es la misma de hace 20 o 30 años. La prueba está en que los productos televisivos que en otros tiempos fueron éxitos arrolladores (caso Tinelli) ya no encandilan al ciudadano tipo, simplemente porque no hay un televidente estereotípico. Los correntinos (al igual que el resto de los argentinos) funcionan como actores de la sociedad global y no se detienen ante lo primero que se les pone enfrente. Es cierto, hay un segmento social más 50 o más 60 que cae en la tentación de viralizar todo lo que llega a sus manos por Whatsapp, como si fuera palabra santa, pero la demografía indica que la potencia desequilibrante del padrón reside en el colectivo sub 30, donde la abrumadora mayoría aprendió a detectar el pescado podrido y es capaz de pasar los datos por su propio cedazo gracias a una instintiva reacción autoprotectiva que todo ciudadano milenial ha sabido desarrollar: en vez de creer, los jóvenes dudan. Siguiendo la impronta de Emile Durkheim, filósofo y sociólogo francés que descifró las dinámicas sociales a partir de la predominancia que adquiere la conciencia colectiva por sobre la voluntad individual, podría colegirse que así como en el siglo XIX las comunidades construían su sentido común a partir de influencias transmitidas mediante el boca a boca, el fenómeno de expansión cultural que significó la masificación de la prensa y la propaganda en el siglo XX proporcionó poderosas herramientas de penetración psicológica que convirtieron en válida la mentira disfrazada de verdad. Pero transcurrido prácticamente un cuarto del siglo XXI engañar ya no es tan simple. La multiplicidad de voces atomizadas en las infinitas producciones de streaming, con canales de YouTube, Twich y TikTok, produjeron una disgregación saludable por cuanto ya no existe un bloque social uniforme con patrones de selección comunes, al cual le puedan ser inoculadas tres o cuatro fake news para desprestigiar a quien sea. El costo político de ejercer el poder en tiempos como los actuales se paga, pero es menos lesivo que en aquellos años 80 o 90, cuando Clarín lapidaba con un par de titulares en fuente catástrofe hasta debilitar a un gobierno constitucional. Hoy, así como cae de rodillas Alperovich en Tucumán por haber abusado de su sobrina y es libremente divulgada la denuncia de las mujeres que acusan al otrora prestigioso periodista progre Pedro Brieger, se desbaratan en cuestión de horas las maledicencias pergeñadas por los angurrientos de poder. Funciona como contraveneno el capital político de quien supo conducirse con destreza en la dimensión digital de la interacción humana, que podrá ser frívola, pasatista y hasta superficial, pero es invulnerable a las mentiras artesanales de los que creen que con una decena de memes y movileros alquilados alcanza para hipnotizar a las masas. Como analizó Durkheim en el siglo pasado, la conciencia colectiva se forma con la suma de experiencias individuales, que en este nuevo mundo se han multiplicado exponencialmente. Y la infinita pluralidad que ofrecen los nuevos paradigmas comunicacionales torna incolonizable a la constelación de generadores de contenidos, cada uno con su impronta, cada uno con su comunidad de seguidores. El gobernante que haya sabido crecer en estos nuevos ecosistemas, cuenta con un capital político clave.

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