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  • Alejo Stivel no debería estar muerto (nunca)

    » Clarin

    Fecha: 29/06/2024 11:23

    Cuenta Alejo Stivel que cuando él y su amigo Ariel Rot, ambos inventores de Tequila, una banda rockera mítica de los años ‘80 en España, decidieron poner en marcha de nuevo el dúo a él le dio un ataque de pánico. Eran entonces unos muchachos recién exiliados. Él, Alejo, sigue siendo un muchacho, sus sueños son los de un muchacho, su alegría, como su pesimismo, son también, dignos de un adolescente, pero su obra, como músico, como compañero de músicos, es la de un artista envidiable cuyo entusiasmo parece el de un recién nacido para el arte y su trabajo, el suyo propio, el que hace con otros, es el de un veterano que sabe escuchar hasta lo que sonó cuando empezó Tequila. Así que Ariel y él, amigos del alma, dejaron Tequila, pero al cabo de los años volvieron a los escenarios, estrenaron, y Alejo, presa del pánico, se dijo a sí mismo: “Ojalá no fuera verdad”… Eso le dijo el lado pesimista de su vida, pero en cuanto se subió a las tablas y empezó, de nuevo, a ser parte de Tequila, ese muchacho que lleva dentro, y que entonces tenía cerca de 65 años, sintió que otra vez cabalgaba por los aires de la vida peligrosa. Entonces estuvo tocando sin cesar, como un poseso. Y no sólo eso: como en aquellos tiempos ochenteros decidió seguir y seguir tomando copas hasta que, a las diez de la mañana, consideró que la noche debía acabar. Como en los viejos tiempos había bebido y bebido y bebido. Entonces, en aquellos años que Tequila reprodujo en la edad muy adulta, él se había tomado todas las copas. Esta vez no hubo droga, y por cierto tampoco hubo alcohol, como cuando entonces, sino agua. Se emborrachó de agua cristalina, regresó a la vida de los escenarios y de la noche, y comprobó que el mundo lo esperaba. Lo esperaban a él y a Ariel, como si no se hubieran ido nunca. Volvía Tequila a la vida real, ya no era tan solo un mito de las discotecas y de los recuerdos, era el principio de la última gira, al final de la cual estos dos amigos, que se habían distanciado como el agua y el aceite, y que se reconciliaron hasta el punto de ser en cierto modo gemelos otra vez, fueron de nuevo lo que habían sido, cada uno por su cuenta. Y siempre Tequila, ahora un alcohol sin resaca. A Alejo le propusieron entonces que contara la historia de su vida, y eso ha hecho. El título que le puso al libro (Yo debería estar muerto, Espasa) llama la atención porque ahonda en su carácter (el pesimismo es mejor que la alharaca… por si acaso) pero alude al realismo a veces mágico de su supervivencia: ¿cómo es que sigue vivo aquel que consumió drogas y vida como si aquellas fueran inofensivas y como si ésta, la vida, fuera eterna? A la vista de lo ocurrido, Alejo sobrevivió, gracias a que dejó de tomar y de drogarse hace muchos años, casi desde que se cayó de los escenarios, es cierto que es un milagro que Alejo sobreviva. Ahora lo ves, con tantos proyectos, llevando a cabo los apuntalamientos de las carreras de muchos otros (como la de Joaquín Sabina, para el que ha trabajado con aprovechamiento y esmero, por ejemplo, en el disco 19 días y 500 noches), que daría la impresión de que este hombre, que mantiene de niño la sonrisa y también ese halo de incertidumbre del que cree que mañana no será otro día, va a vivir eternamente… porque además tiene miedo a morirse. Ese título del libro, sobre la muerte que hubiera sobrevenido si hubiera seguido por aquella senda llena de estupefacientes y de alcohol, es literal, fue así, aquella vida lo hubiera llevado al desastre. Pero esa no fue su única vida, no fue el arranque de su pasión por la vida la música, sino la vida con otros. Por su casa de Buenos Aires, antes del exilio, una casa habitada por el arte y por la poesía (su madre era una importante actriz de teatro, su padrastro era un poeta de rango mayor) pasaban María Elena Walsh o Juan Gelman, y lo tuvo en sus manos Julio Cortázar. Era, y lo sigue siendo, deudor feliz de aquellos encuentros que a él lo mantenían despierto hasta cuando quisiera, pues su pasión era escuchar a cantantes, a escritores, a poetas, y aún ahora, cuando lo ves ensimismado, es que está escuchando, como un crío de muchos años, aquellos ecos que lo hicieron el que es ahora: un artista poseído por el amor al rock y a la melancolía. Hace nada me lo encontré en Tenerife en pos de una medicina natural, o sobrenatural, que lo estaba curando de males sobrevenidos por el tiempo, no por las consecuencias de aquel tiempo tan desesperado… Estaba tan dedicado a la salud que hubiera dado cualquier cosa por agarrarse a la eternidad como parte del futuro que busca. Es raro, pero es natural, que este espíritu que ha pasado por las amenazas de ruina y también por episodios muy alegres de su existencia, se sienta acosado por lo que dice el título del libro: tenía que haberse muerto, y es verdad que el pesimismo que lo acompañó tanto en los tiempos preclaros como en las sucesivas oscuridades de su vida le ha ayudado a sobrevivir. Cuando iba más seguido a mi casa, a ver los partidos de fútbol de nuestro equipo común, le preparábamos comida de convaleciente, aunque estuviera saludable entonces, pues tenía un temor helado a caer enfermo de cualquier manera. En estas ocasiones la enfermedad era una manera de prepararse para un disgusto, que perdiera el Barça, nuestro equipo, por cierto… Estaba tan atado a la posibilidad de la derrota que cuando ésta no se producía su alegría también se llenaba de un cierto vacío, que incluía su disgusto ante una posible debacle la semana siguiente, o el miércoles, por ejemplo, que tocara contra el terrible Bayern (o Real Madrid) de nuestras pesadillas. En estos casos, en este repunte de pesimismo que había después de los triunfos, salía en su auxilio mi mujer, Pilar, que trataba, y trata, a Alejo como si en ella alentaran los suspiros de la madre del artista, artista ella misma, la mujer a la que Alejo más quiere en el mundo, la actriz Zulema Katz… Ella y Alejo, así como la familia de Ariel, formaron parte de la diáspora argentina que lloró en España el desastre de la dictadura argentina, que dejó al garete a tantas familias y precipitó al vacío horrible del exilio o de la muerte hasta el porvenir de los niños chicos. En el caso de Alejo y de su madre, aquí hicieron y rehicieron sus vidas, Alejo en la canción, su madre en el teatro, pero no pudieron, no han podido, no podrán, reponerse de la historia que los une a Paco Urondo, poeta, periodista y montonero, esposo de Zulema, padrastro de Alejo, víctima de la peor guerra civil argentina, la que encendió Videla y la que acabó con las vidas, y el porvenir mismo, de los que perdieron el derecho a existir como argentinos en su propio país. Son testimonio de un largo exilio que no se cura con el desexilio, como decía Mario Benedetti. El exilio español, el que ellos vivieron, como el que vivieron tantos, como Abrasha, el padre de Ariel y de Cecilia, y como su familia, o como el grupo mismo, pues Tequila es una señal de exilio cantado en una tierra que fue ajena y propia a la vez, los ha marcado como una canción rota. Así que no es raro, a mi no me resulta raro, ver en estos ojos de Alejo, los que aparecen en la portada de Yo debería estar muerto, la ansiedad con la que a veces lo veía, en las noches del fútbol, cuando perdía su equipo español (el argentino es el Rácing de Avellaneda), somatizar la derrota como la parte de dentro de la mala estrella que significó aquel viaje, que parecía final, desde el país en que fue niño hasta la tierra en la que se hizo mayor sin dejar nunca de ser el pibe que fue.

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