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  • “El camino es hospital, cárcel o tumba”: la lucha sin fin de una mamá por recuperar a su hijo

    » Infobae

    Fecha: 29/06/2024 03:11

    Va todas las semanas a ver a su hijo. Siempre le lleva un dulce, un chocolate. A veces también abrigo, como en estos días en que Buenos Aires enfrenta temperaturas bajísimas. Y en la calle, sobre unos cartones tirados en la vereda al lado de una pared, o -cuando hay suerte- en un colchón, el frío se siente todavía más. Penetra la piel, cala en los huesos; hiela el alma. A veces esa mamá no ve a su hijo: a veces no está. Y entonces esa mujer de 74 años se queda en la calle, en ese lugar del desamparo que desde hace muchos meses ocupa su hijo de 41. Y espera. En otras visitas sí lo encuentra, pero “prácticamente moribundo”, como sucedió en Semana Santa cuando –alarmada por su estado– llamó al 911 y al SAME. No fue nadie. A esa mamá y a ese hijo le dieron la espalda, como antes lo hicieron la Justicia y la Policía. “A veces que voy lo encuentro mejor –cuenta Pilar, y se ilusiona–. Y me siento en el colchón con él, o caminamos una cuadra. Y me habla. Y nos abrazamos mucho. El otro día me contó que estaba ayudando en un taller mecánico, con la limpieza. Me dijo: ‘¿Estás contenta, mamá?’. ‘¡¿Cómo no voy a estar contenta?!’, le respondí. Alguna vez también me ha dicho que quisiera ver a sus dos hijas. En estas condiciones es imposible que las vea”. Javier en su infancia Otros días Javier permanece en silencio frente a su mamá. Y esos son los peores días. “Ni se levanta del colchón de lo mal que está, por el frío, por la falta de alimentación, por la droga, por la vida que no lleva…”. Y así todas las semanas, desde hace más un año, Pilar visita a Javier en el desamparo de la calle, igual que tantas veces lo hizo en la cárcel de Devoto. Esta es la historia de una mamá que sigue buscando a su hijo. Una historia que duele desde hace más de 25 años, pero que puede ayudar a otras mamás –y a otros hijos– que atraviesan lo mismo. “Para eso estoy acá”, le dice Pilar a Infobae. Porque en estos días el frío cala en los huesos, todavía más en el desamparo de la calle. “A veces me dicen: ‘Vos sos un ejemplo’. A ver… yo me llamaría ejemplo si hubiera logrado, con mi esfuerzo y con el esfuerzo de él, que Javier saliera de las drogas. Entonces, no me llamo ejemplo. Sí me llamo una mamá que siempre tuvo una carta en la manga para sacar”. “Nunca lo abandoné…”, repite Pilar, y empieza a narrar. “Javier consumió su primer cigarrillo de marihuana cuando tenía 15 años, el día que su papá murió de golpe, de un ataque al corazón. Yo me enteré ocho meses después porque un día apareció con un par de zapatillas que le quedaban sumamente chicas. Dijo que las había encontrado. ‘¿Para qué trajiste esas zapatillas, Javier, si no te van?’; ‘Sí, sí me van’. Y eran como para cortarse los dedos… ‘Vos estás en algo porque esas zapatillas las robaste. ¿Estás consumiendo marihuana?’. Y me dijo que sí”. Javier en una de las fotos que lleva Pilar en su celular —Hasta ese entonces, ¿Javier había sido un chico tranquilo o un adolescente que te daba algunos dolores de cabeza? —Siempre fue bastante solitario, pero tenía amigos. Cuando llegó a los 12, 13 años, era un tanto rebelde: se enamoraba locamente y había que ir a buscarlo a la esquina, que estaba con una chica y era el amor de su vida. No era excelente alumno, ni mucho menos, pero tampoco… —Nada que te alarmara demasiado. —No. —¿Y cuando te cuenta que estaba consumiendo marihuana? —Inmediatamente los tres, Javier, Amaya (su hermana mayor) y yo, empezamos una terapia familiar que tenía que ver con adicciones, en un centro de salud mental de la calle Manuela Pedraza y Libertador. —No dijiste: “Es un consumo social, ya se le va a pasar”. —No. Desde el principio entendí que la adicción era una enfermedad. Pero no la entendí como ahora, que cada día la entiendo más. Sabía que era algo sumamente problemático, que de hecho, lo fue: a los 18 años Javier estuvo internado en su primera comunidad terapéutica. Él es, y lo digo en presente, alguien que resurge como el ave fénix. Se recuperó bastante bien, pero se escapaba de esa comunidad. Duraba tres, cuatro meses excelente… hasta que se escapaba. Después volvía. Así estuvo un año, con altibajos, entrando y saliendo. La mayoría de los adictos se escapa para consumir. —¿Él estuvo de acuerdo con esa internación? Porque habrá sido previa a la Ley de Salud Mental actual. —Sí, estaba de acuerdo. Fue por decisión propia. Estando en esa comunidad terminó su quinto año de secundaria. Después de eso su vida siguió con demasiados tropiezos, con caídas. Y siguió su carrera de consumo. Cada vez más consumo. Y el consumidor de drogas, cuando no cuenta con dinero propio, roba. —¿Te robó a vos? —Muchas veces... Y robó también en lugares. Javier estuvo tres veces detenido en la cárcel de Devoto por robo. Muy poco tiempo cada vez, pero tres veces. También estuvo internado en tres psiquiátricos, porque un adicto que consume drogas tiene problemas psiquiátricos. —¿Lastimó a alguien en esas situaciones de robo? —Nunca. Nunca. —¿Cómo es visitar a tu hijo en Devoto? —Terrible, terrible… Algo impensado. Uno lo puede contar y el otro puede decirte: “Te entiendo”. Pero es un “te entiendo” vacío de realidad. —Contame cómo es. —Es llegar y que te revisen hasta ginecológicamente. Quiero decir: te revisan totalmente, las partes más íntimas de cuerpo. La comida que llevás la atraviesan con cuchillos para ver si hay metido algo. Tenés que formar una fila en la cual las mujeres se pelean mucho; yo nunca me peleé con nadie. A los bebés les revisan el pañal. Una vez yo le llevaba milanesas y me dicen: “No se pueden traer milanesas”. “Bárbaro, las mujeres entran a la cárcel con celulares en la vagina, pero las milanesas que yo le traigo a mi hijo no pueden entrar. Quedatelás”, les dije. En el patio hay carpas, de los más capitos de la cárcel: arman tinglados con telas y reciben a sus parejas ahí. Entonces vos estás en medio del patio, sentada en el piso o en una silla, y sabés que en todas esas carpitas están teniendo relaciones. Y los niños, corriendo por esos lugares. —¿En algún momento dijiste “no puedo venir más a este lugar”? —No. Nunca lo abandoné. Fui hasta con un yeso en toda la pierna. A veces fui muy loca: me enojaba mucho porque no llegaba a entender, que es lo que tengo clarísimo ahora, qué significaba la enfermedad de la adicción. Pilar y Javier en pandemia cuando todavía la situación de calle era impensada —En algún momento Javier empieza a consumir otras cosas. —Yo diría que en estos 25 años debe haber consumido todo lo que haya tenido a mano... —En la cárcel no dejó de consumir. —En las cárceles se consume. En Devoto había una frase tallada en mármol, que dice que ese lugar está hecho para que los internos puedan volver a salir al mundo. Reinsertarse. Y me parecía terrible ese cartel, absolutamente mentiroso. En ese lugar nadie podía reinsertarse en el mundo. —¿Y en el psiquiátrico? —En los psiquiátricos podés ver de todo, pero Javier en algunos momentos estaba bien. Enojado porque estaba ahí, porque siempre que ha caído en un psiquiátrico ha sido porque había llegado a un límite de consumo. Pero siempre fue por voluntad propia, porque lo necesitaba. —¿Alguna vez perdió la conciencia, se lastimó o tuvo una sobredosis? —Nunca se lastimó. Pero en el festejo de un 31 de diciembre consumió LSD, que en esa época se llamaba pepa. Llegué a casa y él estaba en el balcón, totalmente confundido. Decía: “No sé dónde estoy”. Lo llevamos al Hospital Fernández. Lo tuvieron 24 horas internado, y afuera. —Él se asustaba, pero no podía parar porque estaba enfermo. —No. En algún momento estuvo limpio más de un año. La última comunidad en la que estuvo internado por voluntad propia era evangélica. Y los evangélicos los hacen trabajar, y es muy importante tener la mente ocupada. Además, les cambian el chip: la droga la cambian por Cristo. Es como un fanatismo, y a muchos ese fanatismo por Cristo los saca adelante. Javier también ha estado muy recuperado yendo a la Iglesia Evangélica. Bueno, ha pasado tanto… Javier junto a sus hijas que no ve hace tres años —En algún momento Javier es papá. —Sí, tiene una chiquita, ahora de 12 años. (Con su ex) nunca fue un matrimonio, una pareja que se llevaba de maravillas: estuvieron bastante tiempo separados. Pero cuando se juntaron vino otra chiquita, hoy de cinco años. Javier no las ve desde hace tres años. —¿En todos estos años pudo mantener un trabajo con estabilidad o las drogas le impedían todo? —Javier estudió enfermería y se recibió. Ahí es donde conoció a la mamá de sus chiquitas. Trabajó de enfermero, haciendo guardias en algunos sanatorios. A veces las podía sostener; otras veces no. También cuidó personas enfermas en sus casas. —Hoy, ¿cómo está? —A ver… Hasta el 7 de diciembre del 2022 estuvo bien. Hacía bastantes meses que no consumía. Vio mucho el Mundial conmigo, hasta tengo fotos. Vivía en un hotel del gobierno de la ciudad de Buenos Aires, iba a los cultos de la Iglesia Evangélica. Y hacía un trabajo que puede parecer muy pavo para muchos, pero era lo que él podía hacer: vendía caramelos por la calle. Todos los días me venía a ver, me traía el dinero y se quedaba con la cantidad que necesitaba para comprar los caramelos para el día siguiente. —¿Dejarte el dinero era una manera de no gastárselo en droga? —Entiendo que era cuidándose. Pero los adictos son adictos hasta el día que parten de este mundo… Y no sé qué fusible le hizo cortocircuito, pero en ese diciembre decidió irse de esa pensión para vivir en la calle. “Bueno, Javier aparecerá por casa, tocará el portero eléctrico”, decía yo. Y Javier no aparecía, y no aparecía... En enero fui a la comisaría de mi barrio: hice una denuncia por búsqueda de paradero. Iba semanalmente a la comisaría a averiguar: “¿Lo encontraron a Javier en algún lugar?”. Porque podía estar tirado en un zanjón, o en cualquier lugar de la provincia de Buenos Aires. Lo cierto es que un día la Policía lo encuentra. —¿Cuánto tiempo pasó hasta que la Policía lo encontró? —A ver: la Policía no busca, la Policía encuentra. Si encuentra, encuentra… —¿Te llamaron para avisarte que lo encontraron? —No. Lo supe porque iba (a la comisaría) y averiguaba. Después, toda la averiguación la hice yo. —Me quiero detener ahí. ¿Te sentiste contenida cuando tu hijo no aparecía por ningún lado? —Nunca. En realidad, nunca me sentí contenida por ninguna institución, ni por la Justicia. Porque he golpeado puertas de juzgados, he estado con jueces, he estado con secretarios… —¿Qué le pedías a la Justicia? —Ayuda. Que lo internen, que lo obliguen. Que lo busquen. Que me den una mano. Voy a decir algo muy duro, pero no tengo miedo de decirlo: el único momento en que la Justicia colabora, cumple su función, es cuando el adicto delinque. Ahí la Justicia se hace presente, la Policía se hace presente. Acuden y “marche preso”. Ahí, sí. Pero cuando vos vas y pedís ayuda… En 25 años he golpeado muchísimas puertas. Las puertas se abren: te dicen que te entienden, que comprenden el caso, que saben que sos una madre coraje. Y se cierran. En el fondo, son todas palabras huecas. —¿El camino del adicto es preso o muerto? —El camino es hospital, cárcel o tumba. Es así, es así... En la comisaría me dicen: “Lo encontraron en la calle Palpa, tal número”. Entonces, anoté la dirección y me puse con el plano a ver qué iglesias había en esa zona. Me comuniqué con la secretaria parroquial de la iglesia San Pablo, en Palpa y Álvarez Thomas. Les mandé una foto de Javier. “Yo lo conozco a Javier. Duerme acá, en la puerta”, me dijo el cura. Entonces yo iba, pero no lo veía nunca. Veía colchones. Les preguntaba a estos, les preguntaba a los otros. Me enteré que había una villa muy cerca. —La Villa de Fraga. —Sí, que también llaman Playón de Chacarita. Me metí en la villa varias veces: caminaba por dentro a ver si lo encontraba, mostrando fotos a los muchachos que veía en la calle, en la misma situación que estaba mi hijo. Nunca tuve miedo: será que nadie me trató mal. Me decían: “Sí, lo conozco. Lo llaman el Polaco, el Rubio o el Colorado. El de ojitos claros. El que tiene dos nenas”. Me daba cuenta de que lo conocían. Hasta que llegué a verlo por primera vez el 28 de julio, el día de su cumpleaños. —¿Y cómo fue? —Estaba durmiendo en el paredón de la iglesia. Fue muy triste porque cuando me vio, se tapó la cara. Lo conozco a mi hijo y sé que le daba vergüenza que yo lo viera así. Me dijo: “No, mamá, ya sé que hoy es mi cumpleaños, pero no quiero sentimentalismos”. Yo creía que el hecho de que mi hijo consumiera drogas, o que pudiera robar, o que pudiera estar en la cárcel, me superaba. Pero me di cuenta de que había algo que me iba a superar más: la situación de calle. Ver a mi hijo convertido en un linyera es… Sé que hay cosas más fuertes que ver a un hijo durmiendo en un colchón o arriba de un cartón; deseo que eso, que es más fuerte, no lo tenga que ver… "Que lo internen, que lo obliguen. Que lo busquen. Que me den una mano", el pedido desesperado de Pilar para salvar a su hijo. La otra lucha Ese día del reencuentro algo cambió en esa mamá. “Yo tenía que hacer algo más –explica Pilar–. Y por un sobrino me entero de (la ONG) Madre Marcha (@lamadre_marcha). El primer día que vas, presentás el problema que te lleva ahí. Llegué diciendo: ‘Desde hace seis meses tengo un hijo en situación de calle’. Y después seguís yendo y seguís yendo. Y te das cuenta que vas por vos, porque la empatía es…”. —Te abrazan. —Estás con gente no conocías, y el abrazo es tan absolutamente genuino. —Y gente que no juzga. —No juzga. Porque aunque las personas que te conocen y te quieren te digan que no te juzgan, yo sé que juzgan. Y es feo sentirte juzgado. Madre Marcha es el gran sostén de muchas madres. Ellas hacen lo imposible. Y muchas madres hacemos lo imposible, pero luchamos con escarbadientes contra molinos de viento. En la asociación civil Madre Marcha coordinada por Marina Charpentier, Stella Maurig y Silvia Papuchado, Pilar encontró el apoyo que necesita tanto personal como profesional para luchar por la salud mental de su hijo —¿Lo empezaste a encontrar más seguido a Javier? —Sí. Lo que pasa es que ahí también interviene Madre Marcha. Son capas estas mujeres: hay psicólogas, un equipo legal, mucha gente trabajando, y te empiezan a tirar tips. Juli (una de las coordinadoras), que es abogada, me dice: “Lo tenés que judicializar a Javier. Que lo busquen, que lo encuentren, que lo lleven al hospital, que le hagan una evaluación interdisciplinaria”. Voy a contar cómo es el mecanismo. El juzgado da la orden a la Policía para que lo busque. Cuando lo encuentra, la Policía da conocimiento al SAME, que lo traslada a un hospital público. Ahí le hacen la evaluación interdisciplinaria y se decide si necesita o no una internación. —¿Contra su voluntad? —Puede ser voluntaria, o si lo ven en una situación terrible, involuntaria. Queda a criterio del juez, pero primero queda a criterio de los médicos que lo están evaluando. —¿Y en el caso de Javier, qué dijeron? —En agosto de 2023 lo llevaron a un hospital de Belgrano. Le hicieron una evaluación: la situación de Javier era caótica, con un deterioro físico y mental terrible, para internarlo ya. Enviaron esa evaluación al juzgado. Busqué a Silvana, la psicóloga (de Madre Marcha), y fue a verlo. Al momentito, sale: “Las tres personas que están en la guardia le van a dar ya de alta”, me dice. “¡Pero el informe que enviaron al juzgado hace tres días dice que está súper mal!”, le dije. Entonces me enfrenté a esas tres mujeres (de la guardia), y cada frase que me decían, se las retrucaba. “A vos te molesta que él elija drogarse”, me decían. “Una persona que se droga, lo que tiene enferma es la voluntad. Entonces, el que tiene enferma la voluntad, no elige. Hace diez meses que está en situación de calle, ¿qué me podés decir que elige?”. —¿La Justicia no dictó la internación? —Hubo otra evaluación más, hace un mes. El juzgado vuelve a dar otra orden de evaluación interdisciplinaria. Lo llevan al hospital, lo atienden, y firman inmediatamente el alta. A mí no me avisan, por más que la lógica es que me avisen. —¿Qué querés que pase con Javier? ¿Querés que lo internen? —Quiero que Javier viva mejor. Esas tres mujeres me decían: “Vos lo que querés es que esté internado siempre”. No, yo no lo quiero tener internado siempre. Yo quiero que mi hijo viva de una manera más decente, que no revuelva la basura para comer, que no mendigue… Pilar Esteban Altube con Tatiana Schapiro en Infobae —¿Te da miedo de que Javier muera? —Sí. No es miedo: es una tristeza que no se puede explicar… —Hiciste de todo en estos 25 años. —Y voy a seguir. Que no se sientan ofendidos los padres, pero hay muchas más madres que padres. Las madres somos leonas. Y aunque mi hijo ya no es un cachorro… es mi hijo. —¿Cuando lo ves a Javier, le podés decir todo lo que lo querés? —Se lo digo más que con palabras, porque yo he hablado mucho con Javier. Y he dicho demasiadas palabras. Y lo que aprendí el año pasado es a decir menos palabras, y que él pueda decir. —¿Y qué te dice? —Habla muy poco, pero me dice: “Te quiero”. Él sabe que yo estoy. Y que voy a estar siempre. Me acuerdo de que una vez me dijo: “Mamá, te estaba esperando. Me parecía raro que no llegaras…”. Él me espera. Y creo que la única carta que me queda en la manga es rezar, pedirle a la Virgen que lo proteja, que lo cuide del frío. Y llevarle dulces, llevarle un sánguche de milanesa gigante. Y llevarle ropa de abrigo, pero que no sea muy buena porque sino, la va a vender. —No le podés dar plata. —No, porque la plata es droga. —¿No acepta que lo lleves a un refugio? —Puede ser que a Javier le hayan ofrecido ir a un refugio y no lo haya aceptado. Porque la gente que está en situación de calle enloquece… —¿La calle enloquece? —Si la droga enloquece, la calle enloquece un poquito más. Una vez mi hijo me dijo dos cosas: “Mamá, vos no fallás, el que falla es el sistema. Y seguí haciendo lo que estás haciendo, aunque sea por otros pibes”.

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