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  • El patrimonio urbano y el zorro de El Principito

    » Clarin

    Fecha: 28/06/2024 06:09

    Lo de las escaleras del autor El Principito no es cuento. Entre columnas de mármol con pretensiones de eternas y locales cerrados, el Pasaje Roverano, aun golpeado como está desde el fin de la pandemia y sus restricciones, permite dejar atrás (al menos por un ratito) el escenario de trajín, pobreza y turismo, en Avenida Mayo al 500, corazón del Microcentro porteño. Sucede que allí se puede evocar al autor de aquel libro, Antoine de Saint-Exupéry, en la década de 1930, subiendo por las escaleras apresurado para buscar cartas en la Compañía Aérea Nacional y llevarlas con su monoplano al Sur. Pasaje Roverano. Una postal de 2019. Foto: Luciano Thieberger El Roverano fue diseñado en los años en los que la Ciudad de Buenos Aires se transformaba en metrópolis y puede recordarnos también parte de aquello. Los hermanos Ángel y Pascual Roverano construyeron en 1878 un edificio para alquilar en Victoria –hoy Yrigoyen–. Una década después, cuando empezaron a trazar la Avenida de Mayo y a expropiar construcciones para demolerlas, ellos cedieron 135 m2 y pidieron indemnizar a sus inquilinos. En 1912, el arquitecto Eugenio Gantner rediseñó el lugar: subsuelo (que incorporó una entrada todavía “secreta” al subte A), 7 pisos y fachada neoclásica, de tipo parisino, para el viejo fondo, es decir, la Avenida actual. Y seis años después lo inauguraron. Los barrios porteños también tienen sus leyendas. En La Boca exceden las del Caminito y la Bombonera. Hay una construcción, justo en el cruce de Brown con Wenceslao Villafañe y Benito Pérez Galdós, con aires de castillito de princesas. Sin embargo, se la conoce como la "torre del fantasma". Una de las versiones más populares del mito que explica ese sobrenombre es la que dice que su dueña, María Luisa Auvert Arnaud, estanciera de Rauch, Provincia de Buenos Aires, compró plantas para decorarla en España que tenían hongos alucinógenos y duendes tan dañinos que ella se volvió al campo. La pintora Clementina se convirtió entonces en su inquilina y esos duendes obligaron a matarse. Pero el alma de la artista quedó atrapada allí, errante... Castillo boquense. Con historia de fantasmas. Foto: Luciano Thieberger, archivo La verdad resulta mucho más interesante. El edificio es un ícono del arquitecto gallego Guillermo Álvarez, pionero del modernismo en Capital. Auvert Arnaud le pidió que su casa porteña tuviera influencias catalanas, como sus ancestros. Por eso, la decoración con flores, curvas y almenas, trae ecos lejanos del movimiento que encabezó Antonio Gaudí, el creador de la iglesia la Sagrada Familia de Barcelona. Un par de vueltitas por las memorias, por mínimas que parezcan, despabilan siempre. Cuando está oscuro, ayudan a echar luz y puede que reconforten. Cuando paso por el Roverano suelo evocar también citas de El Principito que me ayudan a mirarlo mejor. Aquello de “no era más que un zorro semejante a cien mil. Pero lo hice mi amigo y ahora es único en el mundo”. Una idea que bien podría aplicarse a todas las ciudades y su patrimonio. Porque no se puede querer lo que no se conoce. Y menos, cuidarlo.

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