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  • El marido castigador

    » El litoral Corrientes

    Fecha: 25/06/2024 21:12

    Angustiada y deprimida doña Deidamia esperaba que volviera al hogar su marido que trabajaba en la policía de Corrientes. Hombre violento que a fuerza sumisión y palizas fue ascendiendo a rangos superiores, fruto de una estructura cultural y de creencias que entendían, entienden y entenderán mejor una paliza que el razonamiento. El villano caminaba con él, un ser humano impiadoso, manipulador, que encontró en Corrientes una hermosa muchacha, que por joven se enamoró del uniformado disfrazado de galante caballero, fácil de decir palabras poéticas. Pronto logró su objetivo, la inexperta joven de ojos claros, cabellos dorados y prosapia pueblerina se casó con él. El embarazo no se hizo esperar, en la misma noche de bodas mostró la hilacha, en vez de una dulce experiencia soñada y romántica por la fémina, recibió el mejor trato de una cosa, fue violada en todo sentido. Cuando se quejaba de dolor recibía castigos con la mano al revés, dolía… rompió todos los sueños urdidos en el romántico pensar, de elegante señor se convirtió en un rufián cualquiera y ella amaneció en estado fetal llorando. Antes de partir a trabajar, según afirmó el truhan, le advirtió: “Decís una palabra a tus padres y la próxima vez será peor, si acudís a la policía estaré yo, te meteré en una celda oscura, terrorífica para que escarmientes”. “Si…”, se escuchó con miedo en la temblorosa voz de la machacada muchacha. Sus parientes la visitaron, al verla golpeada preguntaron y ella solo respondió: “Me caí”. Nació el primer hijo, que con el tiempo se convirtieron en tres. Todos frutos de la violencia y los golpes. Nunca en su vida les dijo nada, los crió con amor de madre, ese irrenunciable sentimiento que brota de las entrañas sagradas de hembra La vida continuó, en las largas ausencias de la función policial del criminal, Deidamia aprovechaba para ser feliz con sus retoños, a sabiendas que llevaban el ADN de un sádico; perfecto hipócrita social, en público su dulce comportamiento mostraba una pareja feliz, debajo de las mangas largas y polleras de la mujer florecían los rojizos golpes dados por su encantador dictador; de vida y muerte de seres humanos que padecieron su actuar en las nefastas épocas de dictaduras militares. El fingidor junto con un médico nazi, del cual era amigo cercano, se encargaban de dirigir las sesiones de tortura en las oscuras celdas. Según dicen algunos de la fuerza tétrica policial, en los túneles que nadie quiere descubrir en Corrientes, cuántos esqueletos de los desaparecidos estarán esperando sentados o tirados en sus entrañas. El tiempo pasa en el camino de la vida, los hijos fueron grandes. Ella cansada de ser la bolsa en la cual descargaba sus iras el rufián de su marido decidió eliminarlo. Debía encontrar el modo, nadie debía saberlo, ni siquiera su almohada. El sujeto endemoniado con los años encima tenía una rutina matemática: llegaba a la casa, abría una caja de madera con una llave para depositar sus armas; siempre eran dos, una pistola calibre 9 mm y un revolver 38, luego cerraba la caja llevándose la llave consigo. El único momento que abandonaba un tiempo el juego de llaves era cuando se bañaba con la puerta entreabierta. Una noche el castigador llegó pasado de copas, a los gritos ordenó como siempre comida; de paso por tardar, le dio un tremendo sopapo a risa batiente. La sumisa esposa aguantó todo, colocó en la bebida un somnífero que el médico le había recetado a ella, potenciado por el vino que bebió lo planchó prácticamente. Deidamia sacó el molde de la llave de la caja como había visto en la televisión, como estaban colgadas del cinto no había peligro, porque el sujeto pavoroso siempre dejaba alguna cosilla para saber si ella tocaba sus llaves. Se las ingenió para que un cerrajero le hiciera una llave similar de la caja de armas, el mandadero era otro oficial de policía, que hacía unos años se descolgaba por el patio del fondo de la casa de la mujer, era su amante. El hombre era casado así que quedaba sellado el vínculo de mutismo; eran los únicos momentos felices de su vida, por primera vez alguien la trababa bien y le enseñó el placer del sexo, dulce y encantador. Nunca le dijo a su amante para qué era la llave, de esas cosas no se hablan, quedan en el arcano de la vida. En el fondo de la casa de copiosos yuyales, árboles antiguos advirtió la mujer una víbora yarará, de regular tamaño, peligrosa y venenosa como ella sola, con paciencia y una horqueta logró atraparla, su padre era maestro del interior de la provincia, y había observado cómo cazaban las mboy (víboras) para colocarlas en una jaula y enviarlas al Instituto Malbrán de Buenos Aires a cambio de suero antiofídico, época cuando éramos un gran país. Procedió del mismo modo, con el miedo metido en sus entrañas, atrapó a la sierpe, la metió en una jaula de alambre de un pájaro, herrumbrada por los años. Con cuidado trasladó al reptil hasta un lugar cercano al baño, que quedaba en la última habitación hacia el norte, lindaba con el patio, descripto. Esa noche Deidamia se esmeró en preparar un plato que al cretino de su esposo le gustaba: lengua a la vinagreta, colocó el vino como de costumbre sobre la mesa, sin cambiar nada su rutina, recibió pacientemente al maldito, venía enfurecido por algo que desconocía, como siempre lo hacía, esperaba órdenes en silencio. Los gritos pronto florecieron en el jardín diabólico de la boca del necio, comió con fruición, bebió como siempre mucho, ayudado con un té de tilo y algo de su tranquilizante. Luego de darle su correctivo diario, un golpe en la pierna con la rodilla a la pobre mujer, fue a dormir a sus anchas, como es de suponer guardó sus armas en la caja. Ella lavó los utensilios y se acostó. Cuando comenzó el ronquido feroz y atormentador de su estólido esposo, se levantó con su chancleta y se dirigió al baño, con cuidado tiró la cadena, buscó la jaula con la víbora, abrió la caja de armas colocó un ratón atontado por la trampera, el reptil hambriento al levantar la rejilla se metió voraz tras el alimento, cerró la tapa del cofre, arrojó la jaula en el fondo entre restos de olorosas sobras de comida. La llave fue a parar al pozo negro al tirar la cadena, volvió a la cama, se bebió dos dosis de jarabe para dormir y quedó como vulgarmente se dice, planchada. El malevo como siempre se levantaba temprano, cosas del oficio policial. Se vistió como siempre lo hacía elegantemente, comenzaba la comedia del caballero andante, fue al armero lo abrió y metió la mano como de costumbre para sacar las armas, sintió el dolor intenso de la mordedura en la mano, lugar de mayor concentración nerviosa. Con terror retiró la misma acompañada de la víbora que lanzó su ponzoña acumulada. Se desprendió del reptil como pudo, quedó casi paralizado, fue a tientas hasta la cama de su mujer y la despertó a los gritos, le ordenó que llamara urgente a la ambulancia sentándose en el sillón hamaca. Ella sosteniendo la horquilla del teléfono marcó el número, que como es sabido no marcaba ninguno, el tubo lo tenía entre la cabeza y el hombro. Él comenzaba a entrar en el trance inmovilizador del poderoso veneno, la miraba con odio, percibía malicia en ella, la frialdad de los ojos de Deidamia le decían que ella había construido su muerte, lo asesinaba pasándole factura de sus cuentas pendientes y castigos prodigados. La ambulancia nunca llegó por supuesto, no podía hablar. Deidamia limpió el teléfono, tomó los dedos moribundos del infame, colocó sobre la horquilla, metió el dedo en el disco, marcó el número de teléfono de la ambulancia. El desahuciado lanzaba rayos con sus ojos, sabía que moría, estaba paralizado, la sed lo mataba se le hinchaban groseramente los brazos, el corazón lentamente dejaba de latir, no podía moverse con el odio concentrado murió sentado. Los golpes en la puerta aparentemente la despertaron, ella salió corriendo asustada no entendía nada, ingresaron policías y enfermeros, al ver la escena comprendieron y comprobaron que estaba muerto, bien muerto mordido por una víbora. La mujer lloraba desconsolada no entendía nada. Lo primero que hizo la policía fue buscar en la casa al reptil asesino, se hallaba enroscado en un rincón con actitud amenazante, un sablazo plano terminó con su existencia. A la esposa le sacaron sangre para hacer los análisis correspondientes, le preguntaron horarios, etc. Ella respondió que no escuchó nada. Llevaron el teléfono, entre las viejas huellas hallaron las del occiso. Las hipótesis eran que en algún momento el ofidio se coló en la casa, le mordió al policía superior y éste pidió ayuda pero no podía hablar, solo quedó marcado el número que tenía control estricto desde la Central por ser personal superior jerárquico, sabían que sonaba un teléfono de los privilegiados, era peligro, más cuando no hablaba. Los análisis dieron el resultado lógico, la mujer no escuchó porque estaba drogada legalmente, no había rastros de violencia alguna. Desde su muerte el espíritu negro, amenazante, lúgubre pasea por la casa amenazándole a Deidamia que sigue con su amor secreto. El espectro tira sopapos, trompadas, aúlla, cierra ventanas, zapatea. Ella lo mira con un crucifijo de plata, más agua bendita, la negra figura se retuerce, gime, llora. Se pone más furioso cuando contempla cuando hacen el amor en su cama, su víctima encontró la manera de dominarlo, le hace señas con la otra mano libre, los cuernos. El espíritu se retuerce, lanza luces rojas que se frenan con el crucifijo de plata bendecido en la iglesia de la Cruz de los Milagros. En una sola ocasión pudo emitir sonido, voz salida de la ultratumba. “Morí cornudo, la pucha carajo”, y llora como el urutaú.

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