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  • En un nuevo aniversario de la captura de Andresito – MisionesOpina

    » Misionesopina

    Fecha: 22/06/2024 23:10

    Por Luis Solé Mases* Un día como hoy fue atrapado herido en combate el Jefe político y Militar de Misiones, Andrés Guacurari y Artigas – 24 de Junio de 1819 Ocurrió hace 205 años. Fue un momento crucial en la historia de los Misioneros. Comparto con Ustedes cómo lo conté en un capítulo de mi novela “San Andrés, el fuego de la revolución”. Refleja los últimos y desesperados días de Andrés operando el repliegue exitoso que salvó ejército Misionero, pero que significó la muerte de su amigo y Capitán, Vicente Tiraparé, además del cautiverio y posterior desaparición final de Andrés. “ José Artigas nunca inició la invasión a la Banda Oriental. Sus incursiones a territorio enemigo se agotaron en un par de expediciones para arriar ganado. Andrés fue lanzado en soledad y rápidamente comenzó a atraer millares de tropas a su posición. La invasión se había transformado en una visita al pelotón de fusilamiento, y éste recibió la orden de disparar. Luego de mantenerse dos meses en suelo controlado por el enemigo y viviendo de lo que la zona les cediera, no recibió siquiera la información más mínima, y él junto al Ejército Misionero estaba situado entre los colmillos de una mandíbula de acero. Por el oeste y el sur de la posición de Andrés, Lecor y Das Chagas cerraron los pasos del Rio Uruguay y volcaron más de mil tropas y veinte cañones para evitar cualquier repliegue. Por el este llegaba a la zona, con dos mil tropas pertrechadas con los mejores materiales qué América había visto jamás, el mismísimo José Maria Rita de Castelo Branco Correia da Cunha Vasconcelos e Sousa, primer conde de Figueira. Figueira era el jefe de la guardia personal de Juan VI y su habilidad lo mantuvo trepando sin pausa dentro de la corte. El emperador lo había nombrado capitán general de la Capitanía General de San Pedro del Rio Grande del Sur y su misión era reimpulsar el esfuerzo de guerra para terminar con Artigas y en especial con su hijo Andrés. Recién llegado a la zona y sin asumir entre pompa y circunstancia, reunió sus fuerzas y marchó a cerrar el cerco sobre el ejército Misionero. La salud de Andrés pasaba momentos desesperantes. Varios días de fiebre lo había atrapado en un delirio interminable, que era combatido con paños húmedos y rezos. La mano se había deformado monstruosamente y la herida abierta del sablazo era bombardeada con alcohol a todo momento. Diez días después recobró el sentido y todo indicaba que la infección no podría matarlo. El 20 de Junio diseñaron una arriesgada distracción. Andrés y Tiraparé atacaron al grueso del ejército portugués. El plan era simple: simular un ataque completo a campo abierto. Cuando los portugueses comprimieron sus líneas al sur de San Nicolás, Pantaleón Sotelo cruzaría al norte por el paso de San Fernando, en cercanías de Concepción, salvando la mayor parte del ejército Misionero, junto a sus mejores hombres, caballos, armas, catorce cañones sacados a los portugueses y varias carretas con elementos diversos. La maniobra fue exitosa y más de mil soldados se le escurrieron entre los dedos a los portugueses. El problema era que ahora Andrés y Tiraparé, junto a un centenar de jinetes sin armas de fuego, ni suministros, huían al norte hacia la selva en busca de su oportunidad de regresar al otro lado del Uruguay. Centenares de soldados enemigos se desparramaban a sus espaldas, cual corrección de hormigas carniceras, clausurando todas las opciones de escape. Andrés se movía penosamente. Su guardia llevaba a su caballo y lo apareaban de ambos lados para que no caiga de la silla. Sin alimentarse por largos días y erosionado por la fiebre, era una sombra del soldado atlético que todos conocían. Para completar las adversidades el Rio Uruguay no paraba de crecer, arrastrando en sus aguas rojas y bravas todo tipo de ramajes flotantes. Amanecer del 24 de Junio de 1819. Diez kilómetros al norte del paso San Lucas. Andrés era un espectro sobre un caballo reventado. Durante tres largos días buscaron un lugar donde vadear el Uruguay y era imposible acceder a los pasos. En los otros sitios el torrente era una barrera infranqueable. Los portugueses les pisaban los talones. Por momentos divisaban a la compañía de Andrés y Tiraparé, pero cuando reunían refuerzos no estaban en ningún lugar. – Hasta acá llegamos, mi amigo – Dijo Tiraparé, mientras con su mano elevaba el mentón de Andrés para mirarlo a los ojos. – Vamos a volver al norte…ya encontraremos un paso – Dijo Andrés con su voz debilitada. La herida en su mano izquierda no paraba de drenar pus y el brazo estaba inflamado hasta el hombro. Los soldados rumoreaban que habría que amputar el brazo en forma urgente o el General moriría pronto. – Algo así haremos – Contestó Tiraparé, y llamó al jefe de la custodia de Andrés. El sargento negro llamado Morolo se acercó y se dispuso a escuchar atentamente al Capitán patriota. – Elija a cinco hombres y acérquense al Rio, luego espanten los caballos y lleguen a pie al paso de San Lucas. Construyan una balsa y salven al General como puedan – Ordenó Tiraparé. – ¡Si, Señor! – Contestó el sargento Morolo y rápidamente seleccionó a cinco soldados hábiles en el agua, para rescatar al General. – ¡No voy a permitirlo! – Dijo débilmente Andrés. El Capitán patriota Vicente Tiraparé sonrió animado. Por primera vez desobedecía una orden directa de su Comandante, y frente a la tropa. La situación le causó gracia. Sin parar de sonreír, sacó su sable y gritó enérgico. – Al General Andrés Guacurari y Artigas… ¡Saludo! – Los soldados saludaron marcialmente a quien no solo era su jefe, si no que era una leyenda viva que cabalgaba entre ellos. – ¡Volvemos sobre nuestras pisadas! – Gritó Tiraparé. Como un solo hombre el centenar de centauros enfiló sus caballos en dirección a enemigo, quienes los perseguían de cerca. Anochecer del 24 de Junio de 1819. Paso de San Lucas. La Isla que dividía el Uruguay en dos canales, tenía cinco kilómetros de largo. La parte más fácil para vadear era aguas abajo y por tanto allí estaban los portugueses con cañones y 200 infantes para evitar otra fuga. – Descanse acá General, vamos a buscar unas tacuaras para armar una jangada – Dijo el sargento Morolo. Andrés tenía la mano sostenida dentro de su casaca. Varios huesos de la mano, muñeca y brazo estaban molidos. La herida, abierta e inflamada los dejaba ver fragmentados en medio del pus que invadía todo. Los soldados negros comenzaron a cortar las gruesas tacuaras itacuruzú con sus sables, tratando de hacer el más mínimo ruido. Con unas finas enredaderas que se descolgaban de un Timbó gigante, las amarraban rústicamente. La idea era ponerlo al general sobre ella, junto a la ropa y las armas. Los seis guardianes irían empujando la improvisada balsa como se pueda. Cuando la luz del día casi se había agotado, escucharon un sonido que les heló la sangre. Eran ladridos de perro. Rápidamente se metieron en el agua con la esperanza de burlar el olfato de los animales. Primero llegaron los perros que se enloquecieron al encontrar la presa. Cuando la patrulla montada se les venía encima los cinco de los soldados negros salieron del agua e intentaron sorprenderlos, pero la patrulla los superaba cuatro a uno y en pocos minutos todos yacían con heridas mortales. Los perros seguían toreando al sargento negro y al General Misionero, que se esforzaba para arrastrarse barranca arriba. Un soldado de la partida portuguesa sacó su pistola de caballería, montó el gatillo y puso la boca del arma en la cabeza de Andrés. – Tire de una vez, soldado – Dijo desapasionado el general Misionero, al portugués que tardaba en jalar del gatillo. – ¡No lo mate! – Gritó el sargento negro, quien tenía la punta de un sable en la garganta, listo para degollarlo – ¡No lo mate!…es el Comandante General Andrés Artigas! – El soldado no comprendió bien, pero cuando escuchó la palabra “General” retiró su arma y llamó al Jefe de la patrulla a los gritos, mientras retiraban los perros que amenazaban con desgarrar las piernas de los cautivos. El jefe se acercó y calmadamente le preguntó al negro, quién era el oficial que estaba con él. – Comandante General Andrés Artigas, jefe del Ejército Misionero – Respondió lentamente el negro, mientras miraba a Andrés como pidiéndole perdón por negarle el privilegio de morir en combate. – ¿Es Artiguinhas? – Preguntó incrédulo el soldado portugués, que impensadamente tenía en sus manos el más preciado de los botines de guerra. Tirado en el barro, extenuado, débil y gravemente herido yacía el más constante, hábil, leal y creativo militar que debieron enfrentar por cinco largos años los portugueses en el norte. El hombre que fue derrotado en San Borja, pero luego los volviera a aplastar en Apóstoles. El hombre que se creyó muerto en San Carlos, pero casi atrapa a Das Chagas por segunda ocasión en San Nicolás, con una táctica novedosa. – Sáquenlo de allí – Dio la orden. – ¡Está gravemente herido en el brazo! – Gritó el sargento Morolo. Aun confundidos los soldados no sabían exactamente a quien atraparon. Entre sus manos estaba un soldado vestido de igual forma que cualquier otro soldado Misionero, con el desgastado uniforme azul de vivos rojos y un poncho de chiripá en la cadera. No tenía ornamento, ni atributo de rango, ni elaborado sable con empuñadura en plata. A tan solo cinco kilómetros de allí se encontraban los oficiales portugueses y ellos sabrían exactamente qué hacer con los dos prisioneros ¿Realmente era ese Artiguinhas? Santo Cristo. Sesenta kilómetros al norte de San Nicolás. El Capitán Vicente Tiraparé había atraído tras sus pasos una poderosa división de caballería que los triplicaba en número, con tropas y caballos frescos, y sobre todo con pólvora, cosa que ellos ya no tenían hace días. Cabalgaron más de 70 kilómetros y los caballos gemían agonizantes, con los vasos de las patas sangrantes y los menudillos inflamados. Era el final. Mientras arrastraban lejos de San Lucas a los enemigos, se imaginaban que Andrés repasaba el Rio Uruguay para reorganizarse una vez más y volver para escarmentar a los esclavistas. – Capitán…no tiene sentido seguir huyendo – Dijo un veterano gaucho Misionero, sobreviviente de las cuatro campañas del Ejército Misionero y de quince batallas y entreveros. Tiraparé palmeó a su caballo que babeaba espuma, miró al soldado y le devolvió una cálida sonrisa. Estaban en la aldea de Santo Cristo y bien podrían refugiarse allí algunas horas. – Siempre tuve una frase de Andrés dando vueltas en mi cabeza – Confesó al soldado el Capitán patriota – Andrés dijo algo como que “quienes nos precedan en la vida cantarán cada una de nuestras batallas”… ¿Usted cree que alguien contará esta batalla? – Finalizó preguntando Tiraparé. El soldado lo miró un tanto extrañado. Observó el monte silencioso y el cielo que pintaba colores rojizos hacia el poniente. Bajó la miraba y la dirigió en la dirección desde donde se acercaba un tropel de portugueses. – Creo que solo Dios nos está mirando, mi Capitán – Dijo el viejo soldado Misionero. Tiraparé lo observó fijamente a los ojos y un brillo de confianza revotó en ambas miradas. Se estrecharon la mano y se separaron. ¡Formarse! – Grito Tiraparé. Los centauros giraron las grupas y se pusieron de frente al enemigo que aparecía a corta distancia. Todos los animales olfatearon que algo pasaría y tomaron un último halito de vida, mientras se quejaban relinchando y moviendo los pescuezos. – ¡A la carga! – Dijo el Capitán y se levantó el griterío. Los caballos ya no podían trotar, avanzaron al paso. El desigual choque no fue breve. Muchos rodaron al primer contacto y siguieron enfurecidos peleando desde el piso. Otros quedaron heridos y desarmados y en la desesperación final se abrazaban a las patas de los caballos del invasor para intentar desmontarlos. Uno a uno fueron cayendo. Vicente Tiraparé, en el piso y herido de muerte, temblaba suavemente mientras se presionaba las entrañas con ambas manos. Sus ojos se perdían en el cielo que oscurecía y en las dulces imágenes finales que su alma le regalaba. Poco después el último Misionero de la columna moría con el cráneo explotado por un mandoble asesino. *Gentileza de la foto: trabajo artístico del artista Hugo Viera

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