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  • Cómo aprovechar el tiempo en los embotellamientos de tránsito

    » Mdzol

    Fecha: 16/06/2024 05:53

    Avanzo lentamente en mi automóvil por el microcentro de la ciudad, deseando (sin éxito) alcanzar al menos la velocidad denominada “paso de hombre”. El sol pretende esconderse, como si nada, detrás de los edificios del oeste, de frente a mi espalda, o de espaldas a mis ojos que, aunque sea la forma más habitual de decirlo, no es por eso la única, ni necesariamente la correcta. El tránsito está claramente insoportable, y la música que fluye desde el reproductor del vehículo apenas llega a equiparar al caos de bocinazos y frenadas que desde el exterior invade a mi pequeño espacio, este que infructuosamente pretendo aislar del entorno. ¿Dónde va toda esa gente? Yo sé desde donde vengo y a donde voy, mientras el día derrapa sin mayores éxitos, sin grandes pretensiones y logrando en ese humilde acto su objetivo de convertirse en olvidable a la brevedad; pero al parecer, buena parte de los habitantes de la ciudad han optado por trasladarse también, por lo que en los alrededores de mi destino descubro gente que tiene su punto de partida, y que se desplaza, a esta misma hora que yo, pero con rumbo a mi lugar de origen, o por ahí. Y por eso nos cruzamos, en una interacción que con cada una de esas gentes dura tan solo un par de segundos, pero que nos demora una cantidad incierta de tiempo, a ellos y a mí; quizá no sea tanto si lo comparamos con una vida, pero de todos modos resulta interminable mientras dura. Miles y miles de automóviles yendo a miles de destinos, y todos pasando en este momento por esta maldita misma calle, como si nos hubiéramos puesto de acuerdo en jodernos mutuamente. El sol pretende esconderse, como si nada, detrás de los edificios del oeste. Foto: Freepick. Parece que la cosa consiste en estar lejos de los lugares a los que se necesita ir, como que no supiéramos elegir en donde nos conviene pernoctar para que la vida nos quede cerca, y es quizá por eso que pasamos horas trasladándonos, en automóviles, en trenes, en colectivos o simplemente caminando, pero utilizando buena parte de nuestro tiempo en cambiar de lugar. Tal vez es al revés y lo que ocurre es que, una vez que elegimos en donde dormir, nos apetece realizar nuestra cotidianeidad distantes de esa cama; como un escape, como una necesidad de vivir lejos de casa esos momentos que de otra forma nos resultarían superfluos… cómo saberlo. Y ahí van esas personas que tienen apuro: quejándose, acercándose de más, frenando intempestivamente; todo indicaría que deberían salir más temprano, porque eso de ir más rápido no parece ser la solución: quizá alguna vez, a alguien le sirva el exceso de velocidad y el andar cambiando de carril reiteradamente para llegar antes a su destino. ¡Pero qué humor que te queda, che! Si se hiciera un resumen de costos y beneficios de ese viaje apuradito, atendiendo a que vas recibiendo y entregando insultos para todos los costados, es probable que el humor intenso que te queda, tarde más en mejorar que el mismísimo tiempo que te ahorraste. Y eso, sin considerar hipotéticos raspones o espejos laterales eyectados por la cercanía de esos micros que te compiten por cada centímetro de calle en condiciones desiguales, como en la vida misma. Al parecer ya voy llegando al acceso, lo que no es para nada un aliciente, porque según se observa desde acá nomás, el caos continúa, aunque los carriles se multipliquen. En pleno embotellamiento, como un reflejo quizá natural que pretende evitar el aburrimiento, observo a la gente caminando por la calle, con la esperanza de conocer a alguien; no sé para qué, pero bueno, aunque sea para que me ayude a sobrellevar este monótono momento. Pero no solo no encuentro a ninguna persona conocida entre la multitud que avanza con su agotamiento reflejado en el rostro, sino que noto algo que ya de todos modos sabía, aunque al parecer hasta este momento no había tenido la ocasión para ponerlo en palabras: no hay dos caras iguales, salvo quizá algunos gemelos por ahí, pero el resto, entre ocho mil millones de habitantes que pasamos nuestros días en este hermoso planeta, incluidos los chinos (aunque nos cueste reconocerlo) tenemos distintas caras. Por ahí nos encontramos a algunas personas que se parecen entre ellas, pero bueno, parecidas no es lo mismo que igual. Como un reflejo quizá natural que pretende evitar el aburrimiento, observo a la gente caminando por la calle. Foto: Freepick. Mirando a los automóviles, los de adelante y los que me siguen, observándolos a través del espejo retrovisor, logro llegar a una segunda conclusión, contradictoria con la anterior y tan inútil como aquella: a pesar de que tenemos millones de caras diferentes, cuando podemos elegir, las grandes mayorías optamos por automóviles principalmente grises. Qué flojera mental, ¿no? ¿Qué caras elegiríamos si es que tuviéramos la opción de cambiarla? Imposible saberlo, pero difícil no pensarlo de todos modos: caras grises, iguales las unas a las otras, todas brillantes, perfectas y aburridas, haciendo del planeta un lugar realmente espantoso, en el que no hubiera más que homogenización generalizada, en donde nadie fuera diferente del resto en su aspecto, y no quedara más remedio que solo llorar, de cero a veinticuatro. Bueno, se destrabó “el nudo”. Ahí avanzo. La velocidad del rodado vuelve a poner las cosas en su lugar, o al menos en un lugar en el cual no es necesario eso de andar pensando tanto. Se acaba la gente de alrededor, y quienes cumplimos el rol de automovilistas jugamos una vez más, como casi siempre, a apurarnos, para poder llegar a nuestro destino. Y ahí sí, al arribar, podremos finalmente dedicarnos a nuestras propias vidas, con nuestro propio entorno seguro, sin grandes necesidades de andar filosofando baratamente sobre situaciones desconocidas. Al llegar a donde sea que vayamos, la vida misma se reinicia, y el cerebro vuelve a su posición de reposo, esperando, quizá sin saberlo, a esos momentos de incertidumbre que solo fluyen de a ratos, entre un salir y un llegar, entre vivir y sobrevivir. Pablo R. Gómez. * Pablo R. Gómez, escritor autopercibido. IG: @prgmez

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