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  • Las cenizas del Capitán | El camino hacia el jardín esperado

    » Pagina 12

    Fecha: 16/06/2024 05:01

    La carta llega al domicilio de mi madre y es de la Asociación Socorros Mutuos de las Fuerzas Armadas. Dice que los restos de mi padre, fallecido en marzo de 1989, deben ser retirados del Panteón de dichas Fuerzas salvo que renueve la suscripción a sus servicios, que habían vencido. Decido ir a Socorros Mutuos para averiguar cuáles son los trámites que debería llevar adelante, pero en el camino cambio de opinión: es mejor retirar los restos para cremarlos y llevar sus cenizas a un lugar donde podamos recordarlo de una manera más cariñosa que en ese panteón al que sólo he ido en contadas veces, acompañando a mi madre, y que está habitado por cuerpos de asesinos y represores. No es el sitio más indicado para que el Capitán Soriani, que me acompañó en todas mis desdichas como preso político de la dictadura, pudiera descansar con el aura que merecía su conducta: solidaria, cariñosa y compañera, más allá de todas las diferencias políticas que siempre nos habían separado. De Socorros Mutuos me mandan al cementerio de Chacarita para iniciar los trámites de la inhumación. Saco turno y el día que voy, a la hora y en la fecha convenida, debo esperar casi dos horas para ser atendido. El empleado que me toca en suerte no sabe hacer su trabajo, asi que debe levantarse de la silla ante cada duda y caminar treinta metros para consultar a una compañera que, ocupada también en sus tareas, no se desvive por responderle. Pasan 4 horas desde que llegué al cementerio y sigo dando vueltas, pero finalmente completo los formularios. Al llegar a mi casa y revisarlos con tranquilidad, descubro que se han equivocado de panteón y que no es el de las Fuerzas Armadas el que registraron para el retiro de los restos, sino el de una Sociedad Española de Socorros Mutuos, que además, al googlearlo, me entero que está clausurado desde hace más de cinco años. Al dia siguiente regreso sin turno al cementerio para que corrijan el error: luego de pelearme un largo rato, logro ser atendido. Otra vez paso más de 3 horas en el trámite y, además, no saben indicarme en cual sector del cementerio está el panteón correcto. Asi que decido acudir al Google Map para que me oriente en esa excursión forzosa. Empiezo a caminar por ese predio gigante en una mañana luminosa. El sol parece que me ayudará en la búsqueda, pero no asi el Google, que me manda a un panteón equivocado. No era ése al que yo concurría acompañando a mi madre, pero igual decido recorrerlo pensando que, luego de tantos años, quizás lo hubiesen mudado de sector. Camino por amplias galerías repletas de bóvedas que están abandonadas. Las lozas han sido intrusadas, se ven los cajones rotos, algunos huesos y también líquidos y calaveras que asoman por sus costados. El piso cruje por mis pisadas, los excrementos de pájaros y murciélagos vibran bajo mis pies y todo me parece una pesadilla digna de un cuento de Mariana Enriquez. Pero no me detengo, camino buscando el número de la lápida que me dieron minutos antes en la oficina. Llego, subo una pequeña escalera de madera que alcanza a las galerías superiores, encuentro el nicho, pero la chapita registra el nombre de una mujer. Me convenzo: no es éste el panteón correcto. Huyo de esa galería y salgo de nuevo a la mañana soleada. Busco a algún empleado que pueda ayudarme, pero no hay ninguno por ningún lado. No quiero darme por vencido y, de pronto, alzo la vista y lo veo a metros míos: Panteón de las Fuerzas Armadas. Imponente, majestuoso, con enormes estatuas al frente y una escalera de mármol reluciente. Me atiende el guardián, un hombre de cara huesuda, blanca, casi amarilla y andar encorvado que se ofrece amablemente a llevarme al subsuelo donde está el nicho de mi papá. Recuerda a mi madre y pregunta por ella: “me daba buenas propinas”, me dice. Llegamos. Ahí está la placa de bronce al frente: Capitán Hugo Soriani (QUEPD) 11/3/89. Mi guía abre la tapa de mármol que deja el ataúd a la vista. Siento una paz enorme que me atraviesa: “Te encontré papá, pero me dio trabajo querido viejo. Antes pasé por un tren fantasma parecido al que me llevabas cuando era chico. Salvo que en éste los muertos y los fantasmas eran de verdad”. Y me río de mis pensamientos. Rezo una pequeña plegaria, como diría Aretha Franklin y le pido al guardián que cierre, que me voy. Volveré en pocos días para retirar el cajón y llevarlo al crematorio del cementerio: ya tengo fecha fijada y la tranquilidad de saber dónde está exactamente el cuerpo del Capitán. El hombre me lleva hasta la salida y voy leyendo los nombres de los represores que rodean a mi viejo. Hay varios, algunos famosos, como el General Viola, ex presidente de la última dictadura. Mientras me acompaña, el empleado me cuenta historias: me muestra una lápida abierta que deja ver dos ataúdes impecables. “¿Sabe porqué está abierta, señor?, porque es un matrimonio y los dos eran claustrofóbicos, por eso los hijos prefieren que no cierre la puerta de mármol. La gente es rara”, completa. Luego me habla de los robos permanentes en el cementerio y me muestra en su celular algunas de las filmaciones de las cámaras de seguridad que espantan. Una mujer flaca que se desnuda para pasar entre los barrotes de una puerta a robar placas de bronce de los nichos, y también huesos que luego venden a estudiantes de medicina que los usan para sus investigaciones. La mujer sale con varios huesos y un par de chapitas que logró desatornillar con esfuerzo y vuelve a pasar desnuda entre los barrotes. Se viste y se va. Todo eso a las tres de la mañana. Prefiero no escuchar ni ver nada más. Me voy casi corriendo, pero feliz de haber encontrado a mi padre. A la semana vuelvo, otro guardián distinto extrae el ataúd del Capitán y lo deja a mi lado en la puerta del panteón militar. Debo esperar que pase el camión que hace el recorrido del día buscando en diferentes lugares del cementerio los cuerpos que irán ese día al crematorio. La espera dura casi media hora y durante ese tiempo estoy en la vereda con el cajón a mis pies. La escena es surrealista pero me niego a sacar una foto que sin duda no hubiera sido creíble. Llega el camión en cuya caja hay varios ataúdes más. Me quejo por la demora: “Tuvo mala suerte jefe, le tocó ser el último y además había un féretro que no encontrábamos. Eso nos demoró más todavía”, me explican. Llegamos al crematorio y en tres días retiro la urna. Me la llevo a casa y siento que rescaté a mi papá del lugar equivocado en el que estuvo durante años. A los pocos días vamos a la costa y con Laura, mi compañera de toda la vida, hacemos un pocito junto a un hermoso árbol en un jardín amigo. Juntos volcamos las cenizas de mi padre. Ahora sí, el Capitán Soriani tiene un lugar digno y amoroso para que sus restos descansen. En mi corazón siempre lo tuvo.

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