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  • Un triángulo adorable

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    Fecha: 16/06/2024 04:54

    Hay muertos que están bien acompañados. No solo por quienes los recuerdan, sino por los vecinos de parcela. A la manera de Pedro Páramo, de Juan Rulfo, donde los personajes principales comparten la fosa, en el cementerio de Ginebra podemos encontrar un triángulo singular. Empecemos por la belleza del lugar: ubicado en el centro de la ciudad, es un parque amable, de lápidas discretas, casi ninguna cruz, árboles frondosos de follaje diverso, ardillas que deambulan campantes por entre las ramas, gorriones y golondrinas, alguna gaviota extraviada del lago, pasto bien crecido, y frutillas salvajes cerca de la tumba de Jorge Luis Borges. Y allí me dirijo. Voy caminando por un sendero ameno, hay niños en bicicleta, personas que se sientan a conversar, otras fuman en silencio. Se mezclan los aromas, madreselva y marihuana. El cielo está límpido, aprovecho para descansar sobre un pasto colmado de margaritas silvestres. Miro a cierta distancia el espacio donde yace Borges. Y advierto los vértices del triángulo. En absoluto equilátero. Más bien tendencioso. Esto no les gusta a los autoritarios El ejercicio del periodismo profesional y crítico es un pilar fundamental de la democracia. Por eso molesta a quienes creen ser los dueños de la verdad. Hoy más que nunca Suscribite Disfruto de la insólita calma. Leo en voz alta “Los conjurados”, apoyada en la celta lápida de Borges Consta de tres lápidas que permiten trazar la figura de ángulos dispares: el ya mencionado autor de El Aleph, más lejos Jean Calvin, y la escritora, pintora y prostituta (en ese orden figura en la lápida) Grisélidis Réal. Esta última es la única prostituta del cementerio, y su lápida estuvo a punto de ser removida. Redonda, negra y con una hendidura en el centro. La convivencia apacible entre el padre del calvinismo, la autora del libro de poemas Carne viva y el escritor excelso se percibe apenas uno se aproxima. El poder de la Iglesia, el poder del sexo y el de la palabra reunidos en inquietante paz. Disfruto de la insólita calma. Leo en voz alta Los conjurados, apoyada en la céltica lápida de Borges. Paso a saludar a Ginastera, también enterrado en el Cimetière des Rois, pero con vecinos que desconozco (aunque no tan lejos yace la hija de Dostoievski). Ya por encontrar una salida, apuro mis pasos hacia alguna librería. Consigo en Payot –la sucursal de la estación– los libros de Grisélidis. Tengo conmigo Le noir est une couler (El negro es un color), su novela autobiográfica. Me sumerjo en la prosa poderosa tratando de imaginar diálogos imposibles en los ángulos de aquel reposo.

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