Contacto

×
  • +54 343 4178845

  • bcuadra@examedia.com.ar

  • Entre Ríos, Argentina

  • La tremenda carta que Kafka le escribió a su padre pero que él nunca leyó

    » Infobae

    Fecha: 16/06/2024 03:22

    Franz Kafka a los cinco años y su padre, Hermann. “Una noche me dio por gimotear una y otra vez pidiendo agua, no porque tuviera sed, sin duda, sino para fastidiar y al mismo tiempo distraerme. Después de intentar sin éxito hacerme callar con graves amenazas, me sacaste de la cama, me llevaste a la galería, cerraste la puerta y me dejaste un rato allí sólo en camisón”. Esta es solo, apenas, una de las frases de la Carta al padre que el escritor checo Franz Kafka compuso para el suyo. No era un niño Kafka cuando redactó estas líneas, ya era un hombre de 36 años. Ya se había enamorado, ya había tenido negocios, ya había escrito La metamorfosis, su obra más famosa. “Queridísimo padre”, empieza la carta. Pero va a ser un martillo que golpea y golpea sobre ese padre y, a la vez, sobre el corazón del que escribe. Es que el autor va a dedicar muchas páginas a detallar, reprochar, analizar el vínculo con ese hombre que fue una marca para quien se sentía un muchachito frágil y débil. Como un cirujano, Kafka disecciona el vínculo y sin querer señala, punto por punto, todo lo que un padre no debe ser. Tal vez lo hizo en ese momento porque se había comprometido con una mujer, Julie Wohryzek, y el padre se había opuesto con el mismo énfasis con el que censuraba todo lo relativo a su hijo. “Bastaba con que yo mostrase algún interés por una persona —algo que, a causa de mi manera de ser, no sucedía muy a menudo—, para que, sin la menor consideración a mis sentimientos ni respeto a mi opinión, te inmiscuyeras prodigándole insultos, calumnias y humillaciones”, escribe Franz Kafka. Y recuerda cuando él habló de un actor, Löwy, y entonces su padre dijo que ese tipo era un bicho. Ungeziefer es la palabra que usa. Así, cuenta Kafka, fue como su padre se refirió al actor. Y ese será el término con el que describirá lo que le pasa a Gregorio Samsa, el protagonista de La metamorfosis. Pero las cosas habían empezado a ir mal mucho antes, cuando Kafka era un chico flacucho y con miedo y el padre un hombre fuerte siempre listo para pegar cuatro gritos y sacarse el cinturón (aunque el escritor dice que, finalmente, no le pegaba). La noche en que lo sacó afuera en camisón, por ejemplo. “Pasados algunos años todavía me atormentaba la idea de que aquel hombre enorme, mi padre, el detentador del poder absoluto, pudiera, sin apenas motivo alguno, aparecer en plena noche, arrancarme de la cama y sacarme a la galería, demostrando con ello lo poquísimo que yo le importaba”. La terrible sombra de un padre autoritario. (Imagen Ilustrativa Infobae) Es paradójico, en el fondo, que cuando uno dice “Kafka”, cuando millones de personas en el mundo dicen “Kafka”, estén hablando de Franz Kafka. Que estén pensando en ese escritor judío y checo que entendió de tal modo el mundo moderno que un día su apellido se convertiría incluso en un adjetivo, kafkiano. A él le resultaría raro porque, escribe en su Carta... que el verdadero Kafka es su padre. “Soy un Löwy con un cierto trasfondo de los Kafka”, dice, identificándose con el apellido de su madre. “Tú, en cambio, eres un Kafka de la cabeza a los pies, un hombre fuerte, sano, con buen apetito, vozarrón, elocuencia, autoestima, que se sabe superior a quienes lo rodean”. Pero la Historia, se sabe, hace de las suyas”. En 1919, el hombre Franz Kafka trata de comprender a su “queridísimo padre”. “Tú sólo puedes tratar a un niño como te trataron a ti: por medio de la fuerza, el ruido y la ira”, dice. Y sin embargo no puede dejar de enumerar daño tras daño, humillación tras humillación, huella tras huella. “Lo que yo necesitaba era que me animaras un poco, que me tratases con afecto, que me abrieras un poco el camino -reclama Kafka- y en lugar de ello me lo cerrabas; eso sí, con la loable intención de que me encaminara por otro”. El escritor Franz Kafka. No es poca cosa la diferencia física. ¿Somos conscientes de eso los mayores? ¿Sabemos desde qué altura y desde qué ancho gritamos cuando le gritamos a un nene? “Tu sola presencia física bastaba para anonadarme”, dice el escritor. “Por ejemplo, recuerdo que muchas veces nos desnudábamos juntos en una caseta. Yo flaco, débil, poca cosa; tú fuerte, grande, ancho. Yo ni siquiera necesitaba salir de la caseta para sentirme un guiñapo”. Chiquito, débil, siempre equivocado, así es como el padre hacía sentir a Franz. Sometido a muchísimas leyes que parecían hechas a medida para él: “Yo, el esclavo, sometido a leyes inventadas sólo para mí, y que, sin saber por qué, nunca conseguía cumplir a satisfacción”. Queridísimo padre, queridísimo padre. “Ya de entrada te es imposible hablar sin alterarte sobre ningún asunto que no goce de tu aprobación o que simplemente no emane de ti; tu temperamento autoritario no lo permite”, cuenta Kafka. El sentimiento no ha desaparecido: “Si hoy en día me hace temblar menos que en mi infancia, es porque en mí la antigua omnipresencia del sentimiento de culpa ha dejado paso a la conciencia de que ambos somos impotentes”. Kafka cree que en el fondo le hizo demasiado caso al padre que, en el fondo, hubiera deseado que fuera más fuerte, más osado, pero que con sus imposiciones lo acalló: “Si te hubiera obedecido menos, seguro que estarías mucho más satisfecho de mí”, escribe. “Era demasiado obediente, acabé por guardar silencio por completo, ocultarme a tu vista, no osar moverme más que cuando estaba lo bastante lejos de ti para que tu poder no me alcanzase, al menos directamente”. El autor de mundos sin salida, cree que se volvió taciturno por esos gritos: “La imposibilidad de tratar contigo de manera apacible tuvo otra consecuencia, desde luego muy natural: perdí el habla. Cierto, de cualquier modo nunca habría llegado a ser un gran orador, pero al menos dominaría el lenguaje corriente con la misma fluidez que la mayoría de la gente. Tú sin embargo me cerraste la boca desde bien pronto; tu amenaza: «¡Ni se te ocurra contradecirme!» y la mano levantada que la acompaña me resultan familiares desde siempre”. Creyó que había sobrevivido gracias a la “clemencia” del padre. Que su vida era un regalo inmerecido. Que era odiado por quien debía cuidarlo, pero que ese señor no odiaba menos a sus hermanas, o por lo menos a una de ella, Ottla: “Acerca de Ottla casi no me atrevo a escribir, porque sé que al hacerlo pongo en peligro todo el efecto que espero conseguir con esta carta. En circunstancias normales, es decir, no hallándose ella en peligro o en un trance singular, no sientes por Ottla otra cosa que odio”. Las hermanas de Franz Kafka: Valli, Elli y Ottla Confiando en lo que decía su padre, Kafka estaba seguro de que “jamás llegaría a acabar el primer curso de primaria”, pero la terminó y premiado. Y después “el examen de ingreso de bachillerato seguro que no lo aprobaría, y sin embargo lo aprobé”. Y más tarde: “seguro que suspendo el primer curso del bachillerato, y no, no suspendí, y así fui avanzando año tras año”. Una flecha que no dio en el blanco En 1917 a Franz Kafka le diagnosticaron tuberculosis. Dos años más tarde arranca la carta, donde intenta saldar cuentas con esa figura central en su destino. No se ha casado, ya no cree que vaya a hacerlo y, de alguna manera, esto le impide terminar de abandonar ese lugar de hijo. La primera página manuscrita de la carta de Kafka a su padre. A mano, la carta tenía 103 páginas. Kafka la mandó a mecanografiar: se convirtieron en 45. ¿Por qué hizo pasar a máquina una carta personal? ¿Quería dársela a Hermann y que la pudiera leer bien o pensaba que en realidad era un texto que se iba a publicar? Como fuera, ese Franz adulto nunca le mandó la carta al padre. No directamente, no por correo, no de hombre a hombre. Algunas versiones dicen que se la dio a la madre y ella cumplió el tradicional papel de moderadora familiar, la guardó y preservó a ese marido de otra furia u otro dolor. Franz Kafka murió de tuberculosis en 1924. Su padre, Hermann, vivió siete años más que él, hasta 1931. Seguro sabía lo que sentía el hijo pero no tuvo ante sí ese desgarrador intento de comunicación que es la carta. Tampoco sus palabras tibias: “Tienes cierta sonrisa muy hermosa, serena, satisfecha y benévola, muy poco frecuente, pero que puede hacer muy feliz a quien se la diriges”. Una pena.

    Ver noticia original

    También te puede interesar

  • Examedia © 2024

    Desarrollado por