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  • Paul Auster, caro cicerone de Nueva York

    » Clarin

    Fecha: 10/05/2024 12:05

    En mayo de 1835 Nathaniel Hawthorne publicó en la revista New England su relato Wakefield. Su inspiración era una vieja noticia tomada de algún periódico: un hombre se despide de su esposa, deja su casa para hacer un pequeño viaje, alquila un cuarto en la cuadra siguiente y permanece escondido durante veinte años, hasta que un día decide volver. El relato se presenta como una serie de conjeturas en torno al enigma de esta voluntaria desaparición. Casi un siglo más tarde, Dashiell Hammett retomó la anécdota en su novela El halcón maltés. Es un viejo caso que el detective recuerda a propósito de nada: la búsqueda de un tal Flitcraft, un hombre de negocios que salió de su oficina para ir a almorzar y nunca regresó. El detective lo encuentra por azar años después. Hammett, a diferencia del enigmático Hawthorne, nos da una parcial explicación. La caída de una viga de acero desde lo alto de una obra en construcción estuvo a punto de matar a Flitcraft, y a cambio le dio una lección sobre la existencia: todo es azar y hay que vivir sin rutinas ni planes. Está fábula del hombre desaparecido se esconde en el centro mismo de la obra de Paul Auster. Sus mejores libros están atravesados por la necesidad de contar esta ausencia inexplicable, a la que él da diferentes entonaciones: el género policial, la novela “de escritores”, la especulación sobre el terrorismo, la ficción dentro de la ficción. En La ciudad de cristal, el escritor Quinn responde a un llamado telefónico que lo lleva a entrar en el laberinto de la obsesión. En Fantasmas, una pesquisa policial aparta al detective de su vida, hasta volverlo un completo desconocido. En La habitación cerrada, el narrador persigue el paradero de un amigo. Ocurre algo parecido en Leviatán, con el agregado del terrorismo: el desaparecido, luego de abandonar su vida de escritor, muere a causa de su propia bomba, tal como le ocurrió al editor italiano, millonario y comunista, Giangiacomo Feltrinelli. En el cuento de Hawthorne, Wakefield regresa a su casa, y en el de Hammett, Flitcraft también vuelve a la rutina, porque así como se había acostumbrado a un mundo donde las vigas podían caer, era preciso que se acostumbrara a un mundo donde las vigas no caían todo el tiempo. Este regreso está ausente en Auster: sus personajes no encuentran el camino al hogar. Se pierden en ciudades desconocidas, en la locura, en la violencia política. El azar, representado en el relato de Hammett por la viga, tiene un lugar esencial en Auster. Sus personajes contemplan el mundo mientras se preguntan si el azar es una sucesión aleatoria de hechos, y por lo tanto la señal de que vivimos en un universo inarmónico e incomprensible o, si, por el contrario, las casualidades son indicios de un orden secreto, que juega a manifestarse a través de coincidencias asombrosas. Auster se dedicó a repasar esas coincidencias en libros autobiográficos como La invención de la soledad, que es una reflexión sobre la paternidad, o en El cuaderno rojo. La casualidad se convirtió en una especie de imán para el escritor: los relatos ajenos incluidos en Creía que mi padre era Dios, enviados por los oyentes de un programa de radio en el que Auster participó, también abundan en coincidencias. El escritor fue el motor de esta enciclopedia colectiva de la casualidad, donde logró contagiar a cientos su manía de coleccionar asombros. Los libros que integran la Trilogía de Nueva York (La ciudad de cristal, Fantasmas y La habitación cerrada) fueron los primeros de Auster en llegar a nuestras librerías, a fines de los años ochenta, gracias a Júcar, una pequeña editorial asturiana. Recuerdo que eran carísimos, pero valía la pena el esfuerzo para asistir a las andanzas de sus investigadores solitarios y melancólicos. Ya en 1990 conocimos La invención de la soledad, publicado por Edhasa y poco después Anagrama editó sus novelas El palacio de la luna, donde Auster da vida a uno de sus mejores personajes, M. S. Fogg; La música del azar, que termina con una pesadilla kafkiana en el peor sentido de la palabra; y Leviatán, que se abre con una inquietante visita de dos agentes del FBI al narrador. En El palacio de la luna y en Leviatán Auster está en su esplendor y es capaz de seducir por igual a especialistas en literatura y a quienes solo quieren leer por amor a las historias. En otras novelas posteriores perdió algo de su don, quizás porque aceptó con docilidad su lugar de escritor progresista, y permitió la irrupción de lo declamatorio. Sin embargo, en La noche del oráculo, publicada en 2003, Auster volvió a lo mejor de su obra. Es un homenaje explícito a la mini tradición Hawthorne/ Hammett. Aquí la trama se teje expresamente alrededor de la fábula de Hammett, pero en vez de una viga lo que cae de los cielos es una gárgola de piedra. Gárgola o viga, poco importa: igual hay que tener cuidado al pasar por ahí. Los puntos finales Baumgartner apareció en edición argentina en los primeros días de abril de 2024. En ese entonces, hace menos de un mes, era la última novela de Paul Auster: “última” en sentido de “más reciente”. El 30 de abril Auster murió y ahora es la última en el sentido más definitivo de la palabra. Su protagonista es Sy Baumgartner, un profesor de filosofía jubilado, que escribe un libro sobre Kierkegaard. No es un hombre solitario, pero está solo. Su esposa se ahogó en el mar hace diez años, dejando un legado de papeles inéditos que Baumgartner revisa de tanto en tanto. Es la versión de Auster de Brujas la muerta, la novela corta de Georges Rodenbach, donde la ciudad entera es la escenografía de un luto perpetuo. El viudo de Rodenbach tiene una trenza de su difunta esposa, reliquia que venera. Baumgartner, a falta de trenzas, tiene el legado literario de su esposa, que era poeta y narradora. Auster se dedica a contemplar a su personaje, y le encarga mínimas obligaciones: hacerse amigo del joven que viene a controlar el medidor eléctrico, leer los papeles inéditos de su esposa, tropezar en el sótano. Baumgartner se cierra donde otra novela podría comenzar: una joven estudiante quiere visitar al profesor para escribir su tesis sobre la obra de su esposa y el profesor se muestra dispuesto a recibirla. En este punto de inflexión Auster termina su novela, sin que los personajes lleguen a encontrarse. Así Auster renuncia al gusto por la trama que había marcado su obra. Intenta un híbrido entre sus novelas y sus obras de no ficción. Cuenta retrospectiva Paul Auster nació en Newark (Nueva Jersey) en 1947 en una familia judía de origen polaco: los recuerdos familiares de esos ancestros alimentan unas cuantas páginas de Baumgartner. Estudió literatura francesa en la Universidad de Columbia y vivió largamente en París. Su relación con la literatura francesa se refleja en sus ensayos y en La invención de la soledad, donde además de recordar la obra de Pascal y de Mallarmé, evoca su relación con el poeta Francis Ponge, a quien tradujo. En 1974 se casó con la escritora Lydia Davis, una maestra del relato breve. Fueron padres de un niño, Daniel, cuya niñez es retratada en La invención de la soledad. Años después de divorciarse de Davis, se casó con otra escritora notable: Siri Hustvedt, con quien tuvo una hija, Sophie. Las adicciones de Daniel Auster golpearon duramente a todo el círculo familiar. De muy joven, asistió al asesinato de un vendedor de drogas colombiano, que recorría las discotecas de Nueva York con unas alas blancas que le valieron el apodo de “Ángel”. Los asesinos, dos amigos de Daniel, luego de desmembrar el cadáver y arrojarlo a las aguas del río Hudson, le dieron tres mil dólares al hijo del escritor a cambio de su silencio. Cuando el crimen llegó a la justicia, Daniel recibió cinco años de prisión en suspenso. Estudió fotografía, consiguió trabajo, y, en años recientes, se casó y tuvo una hija. La adicción a la heroína y el fentanilo tomó de nuevo la forma de una tragedia: la niña, de diez meses, murió cuando estaba al cuidado de Daniel. El fotógrafo fue encontrado muerto en una estación de subte de Brooklyn pocos días después de que lo acusaran formalmente por la muerte de la bebé. Podemos imaginar que esta tragedia agravó la enfermedad que ya sobrellevaba Paul Auster. La figura de Daniel aparece retratada, detrás de los disfraces de la ficción, en La noche del oráculo, de Auster, y en dos novelas de Hustvedt: Todo cuanto amé y Elegía para un americano. Con Baumgartner, Auster eligió despedirse con serenidad. Es una novela reflexiva, habitada por pequeños incidentes en vez de los grandes viajes y golpes de timón de sus libros. Al final de la novela (no hay peligro de spoiler, la ausencia de trama nos libera de pecado) el personaje sufre un accidente automovilístico en una ruta, camina en la noche hasta una casa iluminada y golpea a una puerta. ¿Le abrirán? ¿Qué ocurrirá después? Este final tiene un aire a aquella promesa que remataba las páginas de historieta: continuará. Pero sabemos que no va a continuar. Esta vez la viga de Flitcraft (o la gárgola de La noche del oráculo) ha dado en el blanco. Baumgartner, Paul Auster. Trad.: Benito Gómez Ibáñez. Seix Barral, 362 págs. $22.900 Mirá también Mirá también Auster, un visitante interesado por la Argentina

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