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  • Esa necesidad de mostrarse como el filósofo rey

    » La voz

    Fecha: 09/05/2024 05:07

    El dictador venezolano Nicolás Maduro insultó al presidente argentino Javier Milei en una diatriba televisada, en la que buscó descalificarlo con apelativos como “vendepatria” y “malnacido”. La excusa que encontró Maduro para disparar sus agravios fue que el gobierno de Milei dispuso cesar la transmisión de la cadena de propaganda chavista Telesur a través del sistema de Televisión Digital Abierta, que sostiene el Estado argentino. Pero cabría albergar una suspicacia de buen desconfiado: tal vez a Maduro le dio un ataque irrefrenable de celos porque Milei dijo –en el discurso que pronunció esta semana en Estados Unidos– que la Argentina “debe ser tal vez el caso más paradigmático en la historia del mundo occidental del fracaso de las ideas colectivistas”. Una injusticia conceptual con los monumentales y fructíferos esfuerzos realizados por el socialismo del siglo 21 en Venezuela para destruir ese país. Hecha esta salvedad, cabe consignar que la exageración de Milei sólo esquivó la falacia histórica, porque aludió apenas al “mundo occidental”. Para hablar de lo que Milei quería, hubiese sido suficiente para la escena mundial con recordar que entre la ciudad de Kaliningrado, al oeste, y el estrecho de Bering, al este, y entre el océano Ártico, al norte, y las primeras estribaciones afganas, al sur, existió un Estado (hoy desaparecido) cuyas normas regían para un vasto territorio de más de 22 millones de kilómetros cuadrados. Nació el 30 de diciembre de 1922 y falleció el 25 de diciembre de 1991. Ese Estado dio en llamarse Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas y la historia de su ascenso y su desdicha es la historia del peor y más sangriento de los fracasos de las ideas colectivistas. El discurso del presidente argentino (al que refuerza más que destrata el agravio de personajes siniestros como Maduro o farsescos como el español Pedro Sánchez) tuvo además un par de derivas peligrosas. Criticó la cultura dominante en Occidente, donde, según explicó, a través de distintos tipos de coacción “directa o indirectamente promovidas por el Estado, se persigue al privado para que se someta a mandamientos de supuesta moral, en cuestiones como el género, la cuestión racial o la cuestión ambiental, que muchas veces terminan atentando directamente contra la libertad y la capacidad de las empresas para generar riqueza”. Sólo como anotación al margen: ya que Milei pronunció ese discurso en Estados Unidos, acaso sería conveniente contrastarlo con opiniones como la de Barack Obama, el primer presidente de ascendencia afroamericana en ese país, heredero orgulloso de las políticas de acción afirmativa que su país aplicó con éxito tras los años sangrientos de la lucha por los derechos civiles. Martin Luther King no fue asesinado por predicar una moral supuesta. El ejemplo viene al caso porque Milei, quien a cinco meses de mandato tiene para exhibir algunos resultados provisorios, pero tangibles, sobre el rumbo de su gestión económica, suele morder la banquina en sus discursos por una propensión a la grandilocuencia y a la necesidad de exhibirse como un intelectual no sólo avezado sino profético, anticipatorio de procesos tan ocultos como ineludibles, que nadie parece advertir en todo el orbe. Hay en esa ambición por un protagonismo a escala planetaria una pulsión que, lejos de ser novedosa, lo une a todos los actores que a lo largo de la historia creyeron tener en el puño el secreto alquímico, el algoritmo escondido para transformar el mundo. Tipologías No hace mucho, un ensayista especialmente autocrítico del fracaso de las ideas colectivistas publicó un opúsculo sobre la desaparición de los intelectuales protagónicos del debate occidental tras la caída del Muro de Berlín. Se trata de Enzo Traverso: “¿Qué fue de los intelectuales?”, se preguntó. La respuesta es un recorrido breve e intenso por la historia de esas figuras que parecían faros de la discusión pública y ahora cedieron su espacio a gerentes de imagen, panelistas televisivos, periodistas tribuneros, encuestadores de ocasión o burócratas del presupuesto universitario. En un momento del recorrido, Traverso cita al historiador Norberto Bobbio, para quien, a grandes rasgos, los intelectuales podían ser definidos según dos tipologías: aquellos que se percibían como en la visión platónica del sabio que debe mezclarse en política para asumir el poder (el “filósofo rey” de la ciudad ideal) y aquellos que se reconocían simples consejeros al servicio del príncipe (como Maquiavelo, por citar al más célebre). La historia del siglo 20 fue la del intento por encontrar una diagonal: el intelectual como crítico del poder. A Milei lo puede a veces la tentación de la imagen platónica. La necesidad de obtener la aprobación como proveedor de genialidades intelectuales que, con su ascenso al poder, podrán demostrar ahora ante la escena global su rotunda verdad teórica. Es justo decir que en esa tentación cayeron también dos de sus tres últimos predecesores, con la honrosa excepción de Mauricio Macri. Cristina Kirchner sigue convencida de que posee un altísimo grado de formación intelectual, y cada tanto se explaya en clases magistrales. Sus gobiernos refutaron de manera eficiente sus hallazgos intelectuales. Tanto que hasta los votantes más distraídos se dieron cuenta. Para la expresidenta, Barack Obama merecía los peores discursos sobre el anarcocapitalismo. Luego vino Alberto Fernández, alguien que se presentaba como un intelectual emergente de los claustros universitarios. Su aporte fue breve: en un par de ocasiones usó lentes redondos sin montura. De esos que los abuelos llamaban “impertinentes”. Tan mentado ahora, Juan Bautista Alberdi solía prevenir contra estos desvíos: “La presunción de nuestros sabios a medias ha ocasionado más males al país que la brutalidad de nuestros tiranos ignorantes”, sentenció en las Bases.

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