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  • De las enseñanzas de su abuelo campesino a referente de la agroecología: la migrante que echó raíces en Buenos Aires

    » Infobae

    Fecha: 08/05/2024 05:18

    Mercedes Taboada (Foto Daniel Jatimliansky) Hasta los cuatro años, Mercedes Taboada (57) vivió en una casa de campo de Nueva Italia, una ciudad situada al sur de Asunción, en Paraguay, zona conocida como tierra de labriegos, por su eminente cultivo de piñas, batatas, tomates, melones, sandías. Pero por un problema económico, sus padres perdieron las tierras y no les quedó más que buscar una nueva vida en la capital del país. Pese a su corta edad, pudo expresarles cuánto extrañaba el olor a tierra mojada, los días en los que correteaba a toda prisa entre los árboles frutales y, sobre todo, el tiempo junto a su abuelo. Entendiendo lo que significaba el cambio para la niña, solían regresar de vacaciones para visitar a la familia y cuando comenzó la etapa escolar hicieron un trato: si se esmeraba en los estudios, a modo de recompensar, podría pasar todo el verano en el campo junto a sus abuelos y tíos campesinos y trabajadores de la tierra. “Hacía el esfuerzo durante todo el año para poder volver al campo. Fueron unos años hermosos, junto a mi abuelo, que me enseñó no solamente a amar el lugar y a la tierra sino a conocerla”, resume la orgullosa miembro del Movimiento Nacional Campesino Indígena (MNCI) que en 1992, en su segunda visita a Argentina, decidió quedarse aunque sin imaginar que el camino que iniciaría tendría enorme impacto en la vida de otras mujeres. Mercedes Taboada junto a las mujeres de la cooperativa Actualmente, vive con su marido y un hijo en la localidad bonaerense de Florencio Varela, en una quinta de más de dos hectáreas ubicada en una zona periurbana, a unos 3 kilómetros del centro urbano, al sur del conurbano. Estar ahí es su manera de volver a las raíces. “Mi abuelo me enseñó a cultivar sin dañar el ambiente, por eso hoy mi siembra es agroecológica, que es una manera de producir de manera natural, como se hacía antes. Todo lo que sembramos está certificado y con el sello XX, porque veo que ahora se puso de moda lo ‘orgánico’, pero quién sabe cómo está elaborado y lo venden muy caro”, dice sobre sus tomates, berenjenas, lechugas, batatas, morrones, cebollas de verdeo, rabanitos, zanahorias, papas y frutillas. En esa quinta cumple el sueño de “volver al campo”. “Como decía mi abuelo: la tierra es vida, nos da todo, por eso tenemos que cuidarla”. Por el Día de la Mujer, Mercedes recibió el premio “Berta Cáceres”, por parte de la “Red de Defensoras del Ambiente y el Buen Vivir”, durante la 7º Jornada en Defensa del Ambiente y el Buen Vivir, realizada en el Congreso de la Nación. Mercedes Taboada recibió el premio “Berta Cáceres”, por parte de la “Red de Defensoras del Ambiente y el Buen Vivir” durante la 7º Jornada en Defensa del Ambiente y el Buen Vivir, realizada en el Congreso de la Nación (mnci_buenosaires) La infancia “De esas vacaciones recuerdo todo, sobre todo lo que me enseñaron sobre la producción de campo y, lo más importante, el amor hacia la tierra. Fue mi abuelo paterno el que me contaba cómo era el campo. Él siempre fue un hombre muy sabio porque fue el primero que me enseñó todo. Recuerdo que me hacía subir a una plantita de guayaba que teníamos en el patio y me enseñaba a contar, me enseñó las primeras letras... Todo lo que aprendí en la escuela, él me lo enseñó primero, me ayudaba a hacer los deberes, aunque era analfabeto, pero tenía mucho conocimiento. Era muy inteligente. Decía que la tierra es la que te da la vida; y decía que viviendo en el campo no se puede pasar hambre”, recuerda. Emocionada, continúa: “Es un trabajo muy sacrificado, pero vivir en el campo es lo mejor y lo más sano que uno pueden hacer. Así crecí, con esas enseñanzas. Aprendiendo a trasplantar, a limpiar la tierra, a cosecharla. Hacía un montón de cosas, pero no me hacían trabajar, sino que me enseñaban como si todo fuera un juego y yo lo aprendía. Hasta el día de hoy recuerdo lo que me enseñó y transmitió”. La vida en la ciudad fue completamente diferente a lo que puede ser hoy para una adolescente. “Yo tenía 12 o 13 años cuando llegó la luz eléctrica a la casa y compramos un televisor pequeño en blanco y negro que funcionaba a batería. Como verás, no era una época de mucha tecnología ni nada de esas cosas, pero todo era natural porque tampoco conocíamos la comida industrializada como se la conoce ahora. Todo se sacaba de la huerta y del campo. Éramos muchos más sanos en esa época y estábamos acostumbrados a la comida que se comía en el campo: mucho guisos”, explica. EL trabajo en el campo (Foto Daniel Jatimliansky) Y esos productos eran los que sus padres también vendían. “En Asunción se dedicaban a revender las verduras, frutas, hortalizas y todo lo que se producía en el campo, en un mercado al que iban a comprar los comerciantes, como sucede en el Mercado Central de Buenos Aires”, cuenta. El campo argentino En 1986, llegó sola a Buenos Aires por primera vez, y en 1992 decidió regresar definitivamente. “Trabajé como empleada doméstica y más tarde en una florería. Aunque ya estaba instalada en Argentina, siempre pensaba en regresar al campo, quería trabajar la tierra, como lo hacía con mi familia porque esas vacaciones en la quinta de mi abuelo se extendieron hasta mi adolescencia”. Más tarde, conoció a su esposo, se casaron, nació su primera, hija y vivían en el mismo lugar donde trabajaban. “Él trabajaba en una broncería y marmolería, y yo haciendo limpieza en la casa de sus patrones. Fueron unos 14 años hasta que nos enteramos que había una tierra de dos hectáreas que estaban tomando en Esteban Echeverría, cerca del río, y fuimos. Esa fue la primera vez que nosotros nos animamos a ir a una toma de tierra, era un lugar abandonado, donde llegaron unas 700 familias, pero fuimos desalojados como tres veces. Fue en ese tiempo que conocí a la organización, porque a raíz del desalojo vinieron e intervinieron y nosotros logramos quedarnos: se armó el barrio y una comisión. Ahí los conocí”, detalla sobre cómo se unió al Movimiento Nacional Campesino Indígena. “Con el Movimiento Nacional Campesino Indígena me enamoré de las banderas de lucha, conocí Santiago del Estero, Mendoza, Jujuy y conocí a los compañeros productores y me hice parte de la organización”, dice en referencia a la que luego consiguió un campo de ocho hectáreas en la localidad de Florencio Varela, donde actualmente viven. Mercedes, de remera verde, con distintos representantes de organizaciones sociales “Fue la manera de volver al campo. Acá tengo mi quinta y somos muy felices”. En esas hectáreas, produce junto a la cooperativa Unión y Fuerza Campesina, donde además capacita a quienes se inician en la producción de verduras y hortalizas. No es todo: formaron un Centro de Primera Infancia para que los hijos e hijas de las y los trabajadoras sean cuidados y tengan un lugar para aprender y jugar. La idea que florece es tener una Escuela de Agroecología. En esa cooperativa, la mayoría son mujeres. “Ellas son las principales cuidadoras y las que defienden el territorio, sus recursos naturales”, asevera sobre quienes considera “guardianas y multiplicadoras de semillas nativas”, que son además capaces de transmitir los secretos de sus antepasados. “Hay más mujeres que hombres y eso también es una cuestión de género bastante marcada en la parte productiva. Nosotros trabajamos muchísimo la temática de géneros porque nos cuesta muchísimo a las mujeres... Y esto que me preguntas de cómo es ser referente entre los hombres, porque no es fácil que una mujer esté al frente de una organización, porque por lo general son los hombres los que ocupan esos espacios, los que toman decisiones pero también quienes compran las semillas, etc., pero ahora somos más mujeres las que tenemos la decisión y el lugar de poder. Hace cinco años atrás, había mujeres que agachaba la cabeza, que ni opinaban o apenas escuchabas que decían su nombre y ahora son compañeras dan discursos y te das cuenta de cómo ahora tienen el poder de expresarse, de decir lo que sienten, de defender su espacio”, cuenta emocionada. Allí, está desde 2011, cuando debieron “remarla” para armar la organización que hoy produce alimentos que venden a cooperativas, ferias, en la Universidad Nacional Arturo Jauretche y de Agronomía, comedores y espacios vulnerables de la provincia. “No es fácil esta tarea, a uno le tiene que gustar el campo y vivir en un lugar tan alejado porque el centro está a tres kilómetros. Hay mucho para caminar, pero bueno, esta es la vida de campo que me gusta y elegí”, sostiene y lamenta: “En sitios así se ven pocos jóvenes porque prefieren buscar el internet, el Wifi y dejar lo demás de lado en buscar de pertenecer; hay gente muy grande o muy chica”. Como mensaje final, pide: “Ojalá las generaciones que vienen puedan también desarrollar todo su potencial en su entorno, porque lo que estamos haciendo hoy está cada vez más vinculando al campo y los pibes se van enamorando de la ciudad y se van. Aunque vivan en barrios precarios, marginales, a la orilla de la ciudad, para ellos es como que tienen tienen acceso a todas esas cosas que en campo no. Yo deseo que se queden y aprendan cómo es el trabajo acá, que es hermoso”.

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