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  • El Presidente no es un ciudadano más

    » La Nacion

    Fecha: 06/05/2024 02:54

    Escuchar La Constitución Nacional dispone que el Poder Ejecutivo será desempeñado por “un ciudadano” con el título de “Presidente de la Nación Argentina”, al que además inviste como “jefe Supremo de la Nación”, “jefe de Gobierno”, “comandante en jefe de las Fuerzas Armadas” y “responsable político de la administración general del país”. Además, el Presidente conduce las relaciones exteriores, define los grandes lineamientos de la política interna, tiene inmunidad de arresto y de expresión, es custodiado por efectivos de la Casa Militar, por la División Custodia de la Policía Federal y por el Regimiento de Granaderos a Caballo. En definitiva, si algo constituye un absurdo, es afirmar que el Presidente de la República “es un ciudadano más”, tal como muchos afirman cuando justifican las diatribas, los improperios y exabruptos proferidos por Javier Milei respecto de algunos periodistas. Si se tiene en cuenta que las principales características de un sistema republicano no son solo la división de poderes y la independencia del Poder Judicial, sino también la transparencia en la gestión y la responsabilidad por los actos de gobierno (la palabra “república” significa res-publica o “cosa pública”), es lógico afirmar que la libertad de expresión en general, y la de los periodistas en particular, al constituir el vehículo de acceso al conocimiento de la “cosa o gestión pública”, es también un pilar del sistema republicano. Así lo entiende nuestra Ley Suprema cuando consagra fehacientemente la libertad de expresión por medio de la prensa escrita, e implícitamente cuando se trata de otras formas de manifestación. Tan relevante es la libertad de expresión en el marco de un sistema republicano, que resulta imposible reglamentarla sin incurrir en censura previa, la cual está expresamente vedada por el texto constitucional. En este aspecto, si al ejercer el derecho de expresarse, alguien incurriera en alguna calumnia o injuria, debe afrontar las consecuencias de su daño, pero jamás puede ser, previamente, inhibido de hacerlo; y cuando se trata de expresiones referidas a asuntos o funcionarios públicos, el Código Penal exime de responsabilidad a quien opina o informa. En el caso de los periodistas, además, están cubiertos por la doctrina de la “real malicia” elaborada por nuestro máximo tribunal desde el caso “Campillay” (1986), según la cual también se los exime de responsabilidad por daños en la medida en que la información se brinde sin dolo y utilizando el tiempo de verbo potencial. Por eso un gobernante que se jacta de ejercer un estilo de gobierno republicano, no solo debe abstenerse de refutar virulentamente las críticas que se le formulan –aun cuando éstas sean agraviantes–, sino que también debe evitar opiniones con respecto a los fallos de la Justicia. Argumentar que el Presidente, como cualquier ciudadano, también tiene derecho a expresarse, es una verdad sesgada, porque si bien tiene la libertad de hacerlo para exponer sus ideas, se debilita la señal del sistema republicano cuando se trenza en discusión con periodistas que lo cuestionan, o cuando opina sobre los fallos de los jueces. Por el contrario, un presidente debe guardar silencio al respecto, y tener las espaldas anchas para soportar las críticas y los pronunciamientos judiciales adversos. Esta ha sido la doctrina sustentada en 1864 por la Corte Suprema de Justicia de EE.UU. en el caso “Sullivan”. En ese pronunciamiento fue histórico el voto del juez William Brennan, quien sostuvo que, aunque las expresiones contra los funcionarios no sean siempre de su agrado, deben ser estoicamente soportadas, aun cuando “puedan incluir ataques vehementes, cáusticos y a veces desagradablemente agudos”. En efecto, el Presidente no es un ciudadano más a la hora de opinar, no solo porque tiene una responsabilidad republicana que sostener, sino porque además, su fortaleza institucional e investidura en pleno ejercicio del poder político, desnivelan la relación de fuerzas entre las partes que intervienen en el contrapunto. La Constitución Nacional es el “chaleco de fuerza” que tienen quienes gobiernan, porque con la misma firmeza con la que protege y ampara los derechos de los habitantes, fija límites al ejercicio del poder. Luego, si al asumir el cargo, el Presidente ha jurado “observar y hacer observar la Constitución de la Nación Argentina”, está obligado a saber, y a entender, que para ella los habitantes tienen más derechos que obligaciones, mientras que las autoridades tienen más obligaciones que derechos. Esta premisa no escrita en el texto constitucional, pero claramente deducible por su propia esencia, es el modo que ha encontrado la civilización occidental para compatibilizar el pleno ejercicio de los derechos y libertades por parte de los habitantes, con la necesidad ineludible que estos tienen de ser gobernados para vivir organizadamente. Abogado constitucionalista; prof. derecho constitucional UBA

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