Contacto

×
  • +54 343 4178845

  • bcuadra@examedia.com.ar

  • Entre Ríos, Argentina

  • Padre

    » La arena

    Fecha: 05/05/2024 10:39

    Manuel Moyano Palacio comparte con las y los lectores de Caldenia, un cuento de su autoría. El autor cordobés lleva publicados varios libros, entre ellos ensayos, poemarios y novelas. Gisela Colombo * El secreto de la paternidad: hay que tratar de no matarlos y de que no nos maten. Una vez superada la fase en la cual se elide el asesinato de los hijos, se puede ser padre. Y para eso, la única manera de lograrlo es contando historias. Mi padre lo hizo conmigo y el protagonista de sus relatos era su hermano Marcel. De joven, tío Marcel hizo muchas macanas, pero una destaca. Ávido por las invenciones y con capacidades de ingeniero precoz, había creado en la horqueta de un algarrobo un cañón. Había puesto un tubo de hierro de ocho centímetros de diámetro en el árbol, había taponado una punta con arcilla y tierra y lo había llenado de piedras, bulones de acero y clavos. También agregó pólvora que había extraído de una caja de fuegos artificiales. Viendo la situación, la vecina corrió al terreno de mis abuelos blandiendo un pañuelo gris en la mano. Gritaba con fuerza: -¡Azucena, Azucena! ¡El chico, el chico! Mi abuela estaba parada en su lugar predilecto: la bacha de la cocina bajo la ventana que daba al jardín. Levantó los ojos con el grito y en el algarrobo vio a Marcel haciendo carpita con las manos sobre un fósforo. Trataba de meter fuego en un cañón apuntado directo a ella. Mi padre contaba también, por las noches cuando habíamos terminado de cenar y nos endulzaba los oídos para que soñáramos con sus relatos, que el tío Marcel había inventado un paracaídas. Hecho con un mantel rectangular de hule y flores amarillas, le había atado sogas a las puntas. Un agujero en medio del mantel evitaba el englobe permitiendo la caída. Anudó las sogas a su cinturón para crear un arnés. Luego, subió al techo del galpón, donde su familia guardaba las herramientas de jardinería y las máquinas viejas, miró en derredor y vio la casona donde vivían. Las puertas y las paredes estaban hechas añicos. Se respiraba la fuerza de una aristocracia en decadencia. En la cúpula del segundo piso, la ventana cerrada de su padre. Mi abuelo. Cuando yo escuchaba la historia, imaginaba los ojos expectantes del hermano menor de Marcel, mi padre de diez años. Mi tío saltó y un viento arremolinó el mantel y lo elevó. Comenzó a llevárselo por los cielos (así decía mi padre, por los cielos, en plural, y mi hermana y yo mirábamos su mano yéndose de la mesa donde cenábamos hacia fuera de la ventana). -El viento comenzó a llevarse a Marcel por los cielos. Pero el paracaídas no funcionó- dijo mi padre. Y el tío cayó y se quebró la pierna. Mi abuelo se disgustó tanto que lo encerró en el cuartito del primer piso después de quebrarle dos costillas a patadas. A mi padre, le apuntó con un revólver y le dijo que nunca más volviera a ser cómplice de Marcel porque sino le metía un tiro entre los ojos. Quizás como venganza, quizás como macana inocente, lo cierto es que el hijo maldito de Adolfo y Azucena se las ingenió y reincidió. Esta vez con una manguera de fuego. Conectó la punta plástica a una garrafa de cuarenta y cinco kilos. Introdujo una rosca dentro de la goma de la manguera asegurando que no se filtrara gas. Ordenó a mi padre que se subiera a un banquito para abrir la válvula cuando le diera la orden. Se alejó quince metros mientras apretaba el otro extremo con sus dedos para que el gas se acumulara. De esa manera saldría con la presión necesaria tal como lo había imaginado. Un lanzallamas. La misión era quemar la casona de mis abuelos. Dio la orden y el gas corrió. Con trece años, Marcel ya conocía el gusto del tabaco y fumaba como un caballo. Guardaba el paquete de Parisiennes en el bolsillo de pecho de su camisa. Sacó uno con su mano libre, se lo puso en los labios y después extrajo el encendedor de plata con la esvástica de oro incrustada que le había robado a su padre. Encendió el pucho. Dio dos pitadas y miró la casa mientras el gas seguía corriendo en la manguera. Todavía no era conocida la frase, pero dijo algo así como Hasta la vista, Baby. Entonces soltó sus dedos, apuntó y giró la rosca del mechero. El tiro salió literalmente por la culata. No solo no funcionó la idea de lanzar llamas, sino que el fuego abrazó en menos de tres segundos toda la manguera. Llegó directo hasta la garrafa en la puerta del galpón y mi tío vio por última vez la cara curiosa de mi padre de diez años. En verdad, vio y no vio cuando mi padre de diez años cerró los ojos y el galpón explotaba, y lo destrozaba, mientras volaban por los aires las máquinas de cortar el pasto, los hierros viejos y la basura acumulada por años en ese sucucho de mierda. Vio y no vio cuando mi padre de diez años voló en pedazos de carne y vísceras que caían por el jardín, pedazos en llamas y derritiéndose. Vio y no vio los líquidos humanos, los huesos, una pantorrilla con el diminuto pie y una mano. Vio y no vio el cráneo quebrado con el párpado colgando de lo que alguna vez había sido mi padre, mi padre de diez años. Entonces: me doy cuenta ahora. Yo maté a mi padre en estas líneas. Yo, que no creo en el parricidio, le acabo de reventar la cabeza a un niño de diez años. Le reventé la cabeza a papá. La historia continuó su diatriba. Toda Villa Allende se rasgó las vestiduras por el accidente que algunos, los más literales, llamaron crimen. Adolfo y Azucena se encargaron de testificar contra su hijo con miradas de reprobación infinitas. Ese joven delincuente, criminal y fraticida había sido gestado por el demonio, dijeron. Ellos no tenían nada que ver. El Instituto de Menores lo recibió con las puertas cerradas anunciándole su destino. El encierro eterno. Ni siquiera la muerte podría salvarlo porque él, para su familia y para la sociedad, ya estaba muerto. Marcel logró esconder el encendedor nazi en su ano y entrarlo al Instituto. La historia continuó su diatriba, les decía a mis compañeros del colegio que escuchaban boquiabiertos este cuento que inventé en la boca de mi padre. De golpe, la maestra de Lenguas ingresó al curso y me apuntó con el dedo para acusarme ante el director del establecimiento que estaba con ella. El señor me miró con decisión. Lo llamábamos el ciego y desde atrás de sus lentes podían verse dos ojos de rata. -¿Por qué mentís tanto, Marcel?- me dijo en su oficina mirando por la ventana hacia las canchas de basquet del Instituto. -Porque asesiné a mi padre de diez años- respondí con pose de culpa. -Tu padre te trajo acá. Mis amigos de la infancia solían asustarse con mis mentiras. Lloraban y me acusaban con sus progenitores. Los míos me encerraban como castigo. Me encontré una y otra vez en la oscuridad del cuartito del Instituto, o de la casona, o del colegio. Tiraba una moneda al piso y la buscaba en la oscuridad para matar el tiempo. Así eran mis días de encierro. Pero no la pasaba tan mal. Me sacaba del culo el encendedor nazi y recorría con mis yemas la esvástica fría una y otra vez. Era la forma de mantener la cordura. Cuando volví a clases, después de haber charlado con el director, me dolía el culo. Mis compañeros me miraban asustados y cuchicheaban por lo bajo. -¿Cómo podés mentir y decir que tu papá está muerto? Estás loco, Manuel. Estás loco -me decían enojados por mi forma de contar historias. Abuelo Adolfo no me visitaba jamás al Instituto. Abuela Azucena había ido algunas veces con comida en una bolsa. Yo sabía que podía estar envenenada y por eso no probaba ni un bocado. Se las dejaba a mis compañeros de reclusión. Los llevaban a la enfermería después de comerla. Mi madre volvía a visitarme y al no verme muerto, me reprochaba: -Me quitaste a mi hijo. Yo te expulso de mi sangre. Así actuaba su catolicismo y besaba la cruz del rosario que le colgaba del cuello. Una vez me escapé y logré cruzar los campos aledaños del Instituto de Caleta Oliva. Mientras me buscaban con perros, militares y la policía local, aproveché que no me habían visto todavía y me escondí en el agujero de un algarrobo viejo. Ahí dentro me sostuve por largas noches pasando mis dedos por el encendedor. El tallado de oro. Lo sentía vivo y sentía la tentación de girar la rosca y encenderlo, pero me resistía. Un ruido mínimo, el olor o simplemente la visión del fuego podrían delatarme. El silencio metálico del objeto me excitaba mientras me buscaban con vehemencia estatal. También me tranquilizaba. Era mi lugar en el mundo. Recordaba a mi padre Adolfo y el olor a tabaco de sus manos. Recordaba el aliento agrio de la ginebra en su boca. Me dormí. Me desperté y seguí con el ensueño de los años vividos y perdidos. Seguí con mi mamushka de mentiras. También recordé las flores amarillas del mantel de hule. Manuel Ignacio Moyano Palacio (Córdoba, 1987). Publicó los ensayos “Disco Wilcock”, “Giorgio Agamben. El uso de las imágenes”; y “Bonino. La lengua de la inocencia”, el poemario “Ética para nada” y la novela “La ciega”. * Escritora y docente. Compiladora

    Ver noticia original

    También te puede interesar

  • Examedia © 2024

    Desarrollado por