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    Fecha: 05/05/2024 04:05

    Se viene una crisis tremenda y la comunidad artística se prepara para resistir, lo que traducido significa que se viene una época de trabajar gratis o por monedas. Si la obra de un artista ya valía poco, en los próximos años pasará a valer nada en la mayoría de los casos. No es culpa de los artistas elegir ese camino, claro. Es la realidad dura y cruda. Se vio claramente durante la pandemia. Escritores que regalaban su obra en videos o en PDF, músicos que tocaban gratis por streaming, y así hasta el infinito. El producto de las manos de un artista es lo primero que se usa como arma de resistencia, y lo primero que pierde su valor. Y tiene lógica. Cuando la gente no puede comer no va a estar pensando en el libro de poesía de un amigo o en ir al concierto que dan a la vuelta de tu casa. Y no me digan que hay artistas que siguen ganando buena plata porque lo sé. Los productos culturales consolidados seguirán adelante porque por algo están en la cima del consumo. Y no hablo de calidad, sino de producto que se vende bien. Pero, en crisis, cada vez que se consume un producto significa varios que no se consumirán. Es la ley de la oferta y la demanda, que también afecta al arte. Los que sufrirán las consecuencias directas son los que llenan los bares, los que venden sus libros a pulmón, los que arañaban el escenario grande que, de pronto, aumentó el alquiler o cerró. Y lo más curioso es que se genera una paradoja en la cual el artista no debe parar para no desaparecer de la escena. La podríamos llamar “la paradoja del artista”. Trabajar gratis para no desaparecer y a la vez trabajar gratis para sostener algunas de las ideas que harán posible la resistencia o incluso la reconstrucción. En el devenir esto se verifica fácil: cuando comienzan a aparecer muchos espectáculos “a la gorra” es porque se viene la malaria. No poder ponerle un valor fijo y real al trabajo de un músico, por ejemplo, es el comienzo de la debacle. Aunque trabajar gratis ya es una realidad palpable más allá de la crisis. En el mundo de la música está consolidada la idea de que es el músico el que se deberá pagar la producción del disco, que luego será regalado por Youtube o Spotify. Más, claro, agua, o ¡azúcar! ¿Qué pasa si el artista se calla y deja de regalar su trabajo, si se rebela contra las reglas del juego que se viene? Nada. Ese espacio será reemplazado por otro, quizá de menor calidad, y entonces se produce la segunda regla de las épocas de crisis: la cultura decae y vuelve a decaer. Para que no decaiga hay una sola posibilidad: que la mayoría trabaje gratis. Lindo, ¿no? Que la cultura decaiga significa a la vez que el imaginario colectivo se degrada y a esa gente degradada intelectualmente, es decir estupidizada, se le pueden vender con facilidad candidatos o productos inventados de la noche a la mañana. ¿Les suena? Lo mejor que puede hacer el artista, aunque tenga que regalar su trabajo, es considerar su obra también como mercancía. A muchos artistas les cuesta ver que su trabajo creativo vale dinero. Y es obvio que no todos valen lo mismo. Y que hay productos que no valen nada, claro. Eso, como en cualquier rubro llamado capitalista, lo define el mercado y el marketing. Es una paradoja tras otra. En un mercado de trabajo que se achicará hasta lo imposible, la confusión crecerá hasta llegar a una peligrosa oscuridad donde sobresaldrá la voz de los artistas (la de los referentes políticos está afónica), pero para que esa voz exista, el artista deberá regalar su arte. Ufff… una trampa poco menos que mortal. Acá conviene mencionar que vivir del arte no es para todos. Es simple: la torta es cada vez más chica y hay más oferta que demanda. Hay más productos que dinero circulante para pagarlo. Hay más libros que lectores. Es una realidad de la época, acá y en casi todo el mundo. Si en Berlín (ponele) no se nota tanto es porque hay más dinero circulando y el consumidor no hace cuentas antes de comprar un libro que le parece interesante sólo por el color de la tapa. Y luego hay que sortear cotidianas tragedias latinoamericanas que no hacen más que complicar las cosas. Sin ir más lejos, hoy imprimir un libro acá sale el doble o el triple que en España. También es cierto que la capacidad de un artista de transformar su obra en trabajo, incluso en dinero, habla de la fortaleza de su obra. Sin olvidar, claro, que los productos masivos de hoy se han ido encaminando hacia la pobreza en todo sentido, basta ver las vidrieras de las librerías y escuchar la música que llena estadios. Es verdad que hay productos culturales que hace rato están distanciados del concepto dinero y producto, por ejemplo la poesía. Lo que hace la crisis es plantar la regla taxativa de que la poesía, para seguir con el ejemplo, debe regalarse. No importa que uno elija no hacerlo. Miles lo harán. Todo en un país donde cerrarán librerías, bares culturales y teatros, el Estado ya no financiará casi nada y el consumo bajará a la mitad. No me crea pesimista. Lo mío es “realismo argento contemporáneo”, lo que significa ajustarse los pantalones y activar la imaginación al máximo. Después de todo, no podemos dejar de hacer lo que hacemos para volvernos, por ejemplo, empleados de la construcción. Y menos si además entendemos que los empleados de la construcción también la tendrán difícil…

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