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  • Mi libro de las ilusiones

    » La Capital

    Fecha: 04/05/2024 13:24

    La muerte de Paul Auster, un escritor que acercó a una generación a la Nueva York del otro lado del puente de Brooklyn, evocó el tiempo fugaz en que estuvo de moda en Argentina La acompañé hasta la casa, que era lejos, tanto que tenía que tomar primero un colectivo, en el que viajamos casi pegados, hablándonos en el oído, rodeados de una multitud ausente, que hacía lo que tenía que hacer -subir al estribo, pagar el boleto, aferrarse al pasamanos- con gestos automáticos, aprendidos a fuerza de repetirlos una y otra vez durante años, después un tren y todavía le quedaban tres o cuatro cuadras a pie hasta llegar a destino . Ella me guió con mano firme, como lo había hecho cuando la conocí, aquella tarde soleada en la playa, sentada en una reposera que estaba peligrosamente cerca de la mía, y me preguntó qué estaba leyendo. “Tokyo Blues”, Murakami. Respuesta práctica, rápida y precisa, sin vueltas, sin chamuyo. Me di cuenta que era todo lo que quería saber de mí, que no le interesaba iniciar una conversación, que no tenía segundas intenciones y que me hizo la pregunta solo porque el reflejo del sol no le dejaba ver la tapa del libro, pese a que había puesto la mano en la frente como víscera. No pude con mi genio, le ofrecí mis lentes oscuros -RayBan Risky o Wayfarer, como más les guste, un clásico de clásicos que adopté como propio cuando vi que Jack Nicholson los usaba a sol y a sombra y los Blues Brothers, cuando me rompieron el corazón con “Everybody Needs Somebody to Love”- y ella los aceptó con una sonrisa, la misma sonrisa con la que me despidió cuando bajamos del colectivo, me dijo “hasta acá”, me dio un beso en la mejilla y, ante mi desconcierto -había hecho un viaje titánico para tener que desistir antes de llegar a destino-, se excusó diciéndome que tenía que hacer compras para la cena y que prefería hacerlas sola. Como si no la hubiera escuchado, le pregunté cómo hacía para soportar hacer un viaje tan largo cada día, veníamos del centro y estábamos en Liniers o en Versalles, mejor, de pasada me pareció haber visto el bar Buenos Aires, en la esquina de Nogoyá y Gallardo -lo sé porque lo googleé y porque en la previa del recital de Las Bandas Eternas en Vélez ahí, en la mesa de la ventana, tomamos un porrón helado con Juan Cruz Revello-. Ella sacó de la bolsa que llevaba colgada en el hombro un libro de tapas amarillas con cuatro fotogramas en blanco y negro de un hombre delgado, con bigote a lo Errol Flynn, frac y galera y ojos entrecerrados, como si ocultaran algo, como si guardaran un secreto que amablemente preferían no contar. “El libro de las ilusiones”, Paul Auster. En camino a casa, miro pasar Rosario por la ventanilla del 218 -la plaza Buratovich, la Jefatura de Policía, la Catedral- mientras repito mentalmente el título del libro, lo hago mecánicamente, una y otra vez; nunca le tuve confianza a mi memoria, ya me había traicionado y no quería que lo volviera a hacer. Lo compré en Ross, lo leí de un tirón, caminando deprisa detrás de los pasos de Héctor Mann, el cómico del cine mudo detrás del que van los pasos de David Zimmer, a quien imagino con el gesto reconcentrado, la figura longilínea y la mirada triste de Paul Auster- y que no pude evitar que en mi cabeza tuviera el rostro del hombre delgado de frac y galera y bigote finito, como dibujado con un trazo de Rotring 0,7, que aparece multiplicado por cuatro en la tapa del libro. Pensé en él, que era argentino como yo, cuando pisé por primera las calles de Brooklyn, que no se parecían en nada a las de los hipsters de Williasmburg ni a las de los judíos ortodoxos de Borough Park, y que recorrí mirando a un lado y al otro esperando un golpe de suerte. Detrás de sus pasos La última vez que la vi, durante una visita fugaz que hizo a Rosario, me dio una dirección, me dijo que ahí vivía David Zimmer; era un guiño, ella sabía que iba a ir a Brooklyn detrás de sus pasos y lo hice, me paré un rato largo frente al edificio que me apuntó -la calle, el número y el piso lo llevé anotado en la misma servilleta de papel en la que me lo anotó ella- y esperé a ver si detrás de las cortinas se asomaba la silueta del hombre que buscaba y no encontré. En el rellano de la escalera de la puerta de ingreso, veo como otro hombre, que quizás sea el mismo, enciende un purito que saca de una caja de metal que guarda en el bolsillo interior de un abrigo que le llega hasta las rodillas; es alto y desgarbado, el pelo, ensortijado, desprolijo, le cae sobre la frente. Lo veo fugazmente, envuelto en una nube de humo que me pica en la nariz; en un abrir y cerrar de ojos desaparece, su rostro se repite en mi cabeza como fogonazos del flash de un cámara de fotos, uno, dos, tres, cuatro, tiene los ojos entrecerrados. Pasan los años, en el bar de Zeballos y Pueyrredón, Justos y Pecadores, veo a una chica sentada sola en una mesa junto a la ventana, la espalda recta, el pelo platinado, lentes de marco transparente que me recuerdan a Andy Warhol -toda ella me recuerda a Andy Warhol, a La Fábrica, a las películas blanco y negro-, lee un libro de tapas amarillas, marca de fábrica de Anagrama, que me resulta familiar. Me acerco a la barra solo para pasar cerca suyo y ver qué está leyendo. “El libro de las ilusiones”, Paul Auster. No puedo con mi genio, le pregunto si le gusta, ella levanta la vista, me mira sorprendida -acaso con cierto desprecio- y me dice que sí, que le encanta, que hacía mucho que quería leerlo y que lo consiguió en El Pez Volador, usado. Me quedo callado, ella se da cuenta que mi silencio esconde algo, que guarda un secreto. “Tiene una dedicatoria”, me dice y yo le respondo: “Lo sé”. Es mío, o mejor, fue mío, pienso y no se lo digo, no tiene porque saberlo. Es uno de los libros que mi madre vendió cuando se cansó de guardarlos en la baulera donde los abandoné cuando me mudé y me di cuenta que en el nuevo departamento no entraban. De Paul Auster solo sobrevivieron dos, “Brookyn Follies”, que todavía está intacto, no lo leí, y “La invención de la soledad”, que suelo repasar de tanto en tanto, cuando me acuerdo de porqué se salvó del naufragio. Cuando me doy vuelta para irme, la chica rubia, platinada, que ahora luce como si fuera la reina de Justos y Pecadores, vuelve a hablar y me obliga a volver sobre mis pasos. Me cuenta que el libro tiene varios subrayados a lápiz, líneas temblorosas, dice, emocionadas quizás, y me lee una que dice que no entendió y no le creo. “Llevar todo aquello al sótano era como enterrarlo bajo tierra”, lee con una firmeza que me incomoda, y en voz bien alta sigue: “No era el final, quizá, pero sí el principio del fin, el primer jalón en el camino hacia el olvido”. Yo sí lo entiendo, pero me callo y me voy, ahora sí para siempre.

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