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    Fecha: 04/05/2024 06:21

    sábado 04 de mayo de 2024 | 6:00hs. El accionar de la Compañía de Jesús en esta parte de América es conocido, venerado y envuelto en un relato amoroso y compasivo que atravesó cuatro siglos y pico; toda persona que en esta Misiones actual ponga en cuestión el relato tradicional es de mínima casi un hereje y de máxima un antipatria, exagerando ambas puntas, claro está. La importancia de ese tramo de la historia regional es indiscutible, como también es innegable que la orden religiosa fue parte de la conquista que afectó al continente americano, en el caso de Sudamérica contó con la aprobación de las dos coronas, España y Portugal, que “sentaron sus reales” en estos vastos y ricos territorios; el Imperio Jesuítico -al decir de Lugones- se erigió casi como un dominio autónomo y el poderío político y económico que construyeron los sacerdotes mediante los pueblos de indios fue de tal magnitud que terminó…con la expulsión. En la realidad de los siglos XVII y XVIII, con la amenaza mortal de los bandeirantes desde los dominios portugueses -hoy Brasil- y el destino encomendero del lado paraguayo, ambos esclavistas, la opción que ofrecían los jesuitas fue posiblemente la mejor para conservar la vida, pero eso no le quita el espíritu de dominio e imposición que impulsó el proyecto religioso; basta recordar que los nativos captados habitaban en una Reducción, sustantivo que por definición -entre otras acepciones- significa sometimiento; mucho se ha investigado y escrito sobre ellas, mucha difusión a favor de tan “magna obra” y mucho menos espacio para popularizar aquellos que ahondaron sobre ese sistema fuera de los límites dogmáticos católicos. Sin entrar a la macrohistoria de los “Treinta Pueblos”, un aspecto casi silenciado u obviado son las mujeres reducidas; de la mano de María Elena Imolesi, Mercedes Avellaneda y Lía Quarleri podemos empezar a conocer cómo era la vida de ellas dentro de los pueblos jesuíticos. En cada uno, se incentivó el cultivo de parcelas familiares -avambaé- y tierras comunales -tupámbaé- para consumo, acopio y comercialización; de esa manera el almacenamiento de la producción colectiva, la distribución e intercambio comercial era realizada por los sacerdotes; en el tupambaé hombres y mujeres trabajaban de junio a diciembre, los varones adultos lo hacían dos veces por semana, el resto del tiempo recolectaban madera, atendían el ganado, realizaban expediciones a las vaquerías y yerbales silvestres, hacían trabajos de reparación, construcción y se instruían en defensa, por su parte las mujeres asistían a diario y durante largas horas. Ellas también trabajaban en las etapas de la siembra y cosecha, a su vez estaban obligadas a hilar una cantidad preestablecida de algodón, que entregaban dos veces a la semana, bajo vigilancia del Cabildo; si no cumplían con la exigencia se las castigaba públicamente, la sobrecarga de trabajo, especialmente en el hilado, generaba quejas y resistencia constante, con lo cual los azotes eran regulares y de acuerdo a lo establecido “en las normas” -cantidad de latigazos, la mujer designada para ejecutarlos, prohibición de ser realizados por hombres (punto no siempre respetado), situaciones para someter a cepo o grilletes-, es decir todo dentro de la ley. A medida que el tiempo transcurrió, surgió una realidad preocupante, la existencia de indias mozas, viudas y solteras que no podían vivir con sus padres o parientes; consideradas “mal ejemplo” para las demás fueron un problema que se resolvió con la creación y puesta en funcionamiento del “cotiguazú”, los sacerdotes también lo llamaban casa de acogida y traducido al español significa lugar, habitación o casa grande, en la práctica fue el sitio donde se instaló a mujeres viudas, solteras y huérfanas, siempre bajo vigilancia para evitar “las ofensas a Dios”; con el correr del tiempo incorporaron nuevas funciones al incluir niñas y mujeres capturadas de tribus enemigas o infieles. El fin del cotiguazú resulta confuso, se lo observe desde la documentación disponible o desde la historiografía puntual, en común las posturas tienen el concepto de encierro y de “resguardo moral”, hay certeza que muchos de ellos funcionaron como cárceles de mujeres, mientras que los varones tenían un lugar determinado para reclusión; tanto fue el desbande producido que los Provinciales dictaminaron sobre exageraciones, excesos de “recogimiento de mujeres casadas”, el uso de grilletes y castigos preventivos; los viajes de exploración encarados por los religiosos con guaraníes varones aumentó el número de mujeres que oficiaban como viudas, sin serlo, y se alojaban en esos recintos por las dudas. La práctica se mantuvo aún después de la expulsión de la Compañía de Jesús de América en 1768, conocido es el caso del Cacique Martín Agustín Guairaye del pueblo de San Lorenzo, en el año 1788, denunció ante las autoridades españolas que su mujer María Irapayu, había sido azotada por orden del Corregidor Miguel Guiraobi por faltar a la cosecha comunal de trigo; el Teniente de Gobernador del Departamento de San Miguel Manuel de Lassarte y Esquivel dio curso a la denuncia, tras la cual se supo que otras mujeres también habían sido azotadas por no concurrir a la cosecha. La investigación dio inicio, las primeras pesquisas dieron cuenta de una supuesta enemistad entre el cacique y el corregidor; María dio su testimonio en San Nicolás -acompañada por su marido- denunció que el corregidor la había castigado por faltar un día a la cosecha y por no asistir a la publicación de las elecciones anuales de las autoridades del cabildo. Se probó que el corregidor había ordenado los azotes sin considerar otras obligaciones que recaían sobre ella, por ejemplo, que el día en cuestión su marido la había mandado a recoger choclos para consumo familiar; por otro lado se estableció que el castigo fue realizado de manera irregular ya que tras ser azotada “por Ignacia en las nalgas sobre lienzo con seis azotes”, se la golpeó “con dureza en los hombros igual número de veces, por el ayudante Julián Parabera”, “condenándosela después a tarea diaria por el corregidor Guiraobi”; se dictaminó que el castigo fue una clara “infracción a la administración de justicia”, se lo calificó como una tropelía e incluyó las denuncias de otras mujeres -María Guandai, mujer de Ignacio Guirasapi, María Rosa Parabera, mujer de Rafael de Bayeya, María Antonia Mboiri, mujer de Antonio Yaguapi, María Josefa Parabera, mujer de Miguel Baruy, María Paraguazu, mujer de Bernando Guirapepo y otra María Paraguazu, la mujer de Gaspar Guayacu-, el corregidor ejerció su defensa inculpando a las mujeres, finalmente se resolvió apercibirlo de cumplir “como se corresponde” sus funciones, so pena de relevarlo del cargo No fue un caso aislado, este tipo de denuncias abundaron a finales del siglo XVIII, alimentaron nuevas medidas sobre cantidad de azotes, no golpear a embarazadas, enfermas, en período menstrual y/o por la espalda y hasta un “castigo general” en el cementerio del pueblo de Mártires, un domingo, a todas las mujeres “para corregirlas”. A pesar de ser un tema obviado, la violencia usada como método coercitivo dentro de las reducciones no es un descubrimiento, menos su uso indiscriminado sobre las mujeres… ¡al que le quepa el sayo que se lo ponga! diría algún erudito. ¡Hasta la semana que viene!

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