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  • Hoteles familiares con lista de espera y jubiladas que subalquilan su casa: el drama de la vivienda cuando la plata no alcanza

    » Infobae

    Fecha: 04/05/2024 02:40

    Once y Constitución son dos de los barrios porteños en los que se concentran más hoteles familiares en la Ciudad de Buenos Aires. (GettyImages) Noemí no recuerda algo así. Dice que en los trece años que lleva como encargada del hotel familiar en el que trabaja, cerca de la Plaza Miserere, en Once, nunca hubo una lista de espera que se armara tan de repente y que estuviera formada, sobre todo, por parejas o familias con hijos que pagaban el alquiler de un dos o tres ambientes sin demasiados sobresaltos y que ya no pueden. No les alcanza. “Llaman desesperados. El alquiler se les duplicó o se les triplicó, o les piden dólares. Y no pueden o no quieren pagar tan caro, y de repente el hotel familiar se les vuelve una opción. Lo que pasa es que, ante esta demanda, los hoteles también están aumentando. Pero no deja de ser una opción más económica porque además no tenés que pagar expensas y los servicios están incluidos en la tarifa”, describe. Según una investigación del Centro de Estudios Económicos y Sociales (CESO), el alquiler de un departamento de dos ambientes en la Ciudad promedia los 380.000 pesos y acumulan un incremento del 261,9% en el último año. En el hotel en el que Noemí es encargada, una habitación para una pareja con dos hijos con baño privado y cocina compartida cuesta 270.000 pesos por mes. Y ahora mismo, cuenta Noemí, hay más de sesenta familias a la espera de que las llamen para avisarles que se desocupó una de las quince habitaciones con esas características. “A fin de año costaba 140.000, pero entre la inflación y la demanda se disparó el precio. Y por esa plata el tema vivienda está resuelto sin tener que poner un peso más. Eso nos dicen muchas familias, que la suma de todo, con las expensas y los impuestos, se les hizo imposible, y entonces buscan estas opciones”, suma. Juan José trabaja en un hotel familiar de la zona de Constitución, uno de los barrios porteños en los que pueden encontrarse varios de estos establecimientos. Allí no hay lista de espera pero no porque no haya demanda: “Llegan muchas familias nuevas que vivían en su departamentito alquilado, pero también se van otras familias a las que ya no les da el ingreso para vivir en Capital y se mudan a algún lado del Gran Buenos Aires, o a la casa de algún familiar o amigo”, cuenta. En ese hotel, en el que las habitaciones son todas con baño y cocina compartida, un espacio para cuatro personas cuesta 220.000 pesos mensuales. Los grupos de Facebook son una de las vías en las que se publican habitaciones en casas familiares u hoteles. Manuel tiene 32 años, una esposa de 29 y dos hijas, de 7 y de 4. Es obrero y hace arreglos de electricidad, y con sus ingresos y los de su mujer, que da clases particulares a chicos de escuelas primarias, alcanzaba para alquilar un dos ambientes en San Cristóbal. Pero ya no: “Nos vinimos a una habitación porque entre el alquiler, las expensas y los servicios se nos iba a más de 400.000. Imposible para nosotros, que cada vez tenemos menos trabajo. Entonces empezamos a buscar hotel y nos costó. Menos por el precio que por las nenas”. Es que, en medio de una demanda creciente, que en algunos hoteles familiares cuadruplica la que tenían hace un año, abunda en muchos casos una advertencia: “No se aceptan niños ni mascotas”. “Rebotamos en varios porque no nos aceptaban con nuestras hijas, algo que también vimos en avisos de departamentos en alquiler. Parece que si tenés hijos, tenés menos derecho al techo, no se puede creer”, dice Manuel, entre la angustia y la indignación. Ahora viven en una habitación de las que permiten cuatro personas en el hotel de Constitución en el que trabaja Juan José. Morena y Leia, cuenta su papá, ya están acostumbradas a que no haya demasiado espacio. En el dos ambientes de San Cristóbal, “las nenas dormían en la habitación chiquita y en lo que se supone que era el living teníamos nuestra cama matrimonial, una mesita para comer y dos sillas; las nenas comían sentadas en la cama”. A lo que no se acostumbran, y las tiene tristes y enojadas, es a que Lungo, el gato anaranjado que está en sus vidas desde que nacieron, se haya tenido que ir de su día a día y no sepan cuándo va a volver. Ahora vive en el jardín de la casa de su abuela materna, en Monte Chingolo, y lo van a visitar todos los fines de semana y, si pueden, algún día de la semana también. “Estar en Constitución nos permite estar cerca de la escuela a donde van las nenas, que es en Balvanera, y también a mi mujer le permite ir y venir más o menos fácil de las casas a las que va a dar clases. A Chingolo no podemos ir porque ya se instaló ahí con mis suegros mi cuñada, que tienen tres nenes. Si todo sigue empeorando nos iremos a Korn, ahí está mi vieja. Otra no queda, pero por ahora podemos bancar el hotel y aunque sea mantenemos nuestro día a día entre los cuatro, y a Lungo lo vemos todo lo que podemos porque si no las nenas nos matan”, explica Manuel. El impacto de la inflación se siente especialmente en las jubilaciones, que achicaron su poder adquisitivo vertiginosamente. REUTERS/Agustin Marcarian “El dueño anterior no quería saber nada con chicos. Decía que el hotel se deterioraba más rápido, que había que pintar más seguido y que, sobre todo, era más difícil mantener los horarios en los que tratamos de que esté todo más silencioso. Igual, el verdadero motivo para esa restricción es que cualquier problema que haya con el pago o por otro tema siempre es más difícil que esa persona que tiene hijos menores se vaya”, explica Noemí, y suma: “El dueño que hay ahora está hace tres años, y hace dos que permite que vengan nenes porque sabe que, finalmente, ahí hay un negocio para el día a día. Esta época le dio la razón, lo de la lista de espera es impresionante”. La restricción para niños y mascotas no se ciñe a hoteles familiares -donde es la práctica más frecuente- y a departamentos en alquiler -donde cada vez puede verse más-. También se observa en las casas de familia en las que se alquila una habitación, un fenómeno que está creciendo entre jubilados y, sobre todo, jubiladas -la esperanza de vida es más larga entre las mujeres, la jubilación es más magra entre las mujeres- que necesitan complementar sus ingresos porque, como a quienes ya no pueden pagar un alquiler, no les alcanza. Dora vive ahí donde Villa del Parque se vuelve La Paternal y tiene 72 años. Es viuda desde hace cuatro, pasa sus días en la misma casa en la que crió a sus dos hijas y está atenta a todas las promociones del supermercado, la verdulería, la pescadería, la dietética y cualquier otro descuento que pueda aprovechar. “Mis hijas me ayudan todo lo que pueden, yo soy re austera, tengo PAMI y cocino para vender. Pero igual la jubilación, que es un poco más de la mínima, y lo que saco de ahí ya no es suficiente para bancarme. Y eso me angustia porque nunca me había pasado. Ya tener que recurrir a los hijos es doloroso, sobre todo cuando a ellos tampoco les sobra nada”, dice. En febrero sus hijas la convencieron y publicaron una especie de aviso clasificado en dos o tres grupos de Facebook de alquiler de habitaciones. Dora puso sus condiciones: que sus hijas la acompañaran al momento de entrevistar a quienes se presentaran, que la habitación se alquilara a una mujer, que esa mujer no fumara ni tuviera hijos ni mascotas, que colaborara con la compra de los productos de limpieza, que presentara algún aval de sus ingresos. “Fue y todavía es raro. Y eso que Silvina, la chica que se mudó a la habitación, es maravillosa. Nos llevamos bárbaro. Pero de repente convivís en tu casa de toda la vida con alguien que no conocés para nada”, describe Dora. La habitación que le alquiló a Silvina, una estudiante universitaria que nació en Mar del Plata, tiene baño privado. Le cobra 190.000 pesos y el aval es el recibo de sueldo de los padres de Silvina. En muchos casos, se pide aval de ingresos a la persona que alquila una habitación. En otros, se solicita un depósito en garantía. “Yo estoy cobrando una jubilación de unos 210.000 pesos. Con esto prácticamente la duplico, más lo que junto cocinando, aunque cada vez me piden menos porque todos estamos con menos plata. En general vendo acá a gente del barrio, vivo acá desde hace cincuenta años, nos conocemos todos. Pero estamos todos ajustando el cinturón. Así que la idea de mis hijas de alquilar la habitación fue una solución porque ya no tenía manera de llegar a fin de mes. Y nos llevamos bien, le cocino a ella, que está lejos de la familia. Tuvimos suerte, medio que nos adoptamos un poco. Y compartimos los gastos de la comida. Los gastos de la casa corren por mi cuenta, eso está todo incluido en lo que ella paga cada mes”, describe Dora. Dice que mudó la foto que tenía de Alfredo, su marido. Estaba en el living y ahora está en su habitación. “Es que yo paso y le hablo, me río de algo, le cuento. Y aunque Silvina está casi todo el tiempo en la facultad o estudiando en la habitación, me sentía rara haciendo eso frente a una desconocida. En la casa que compartí medio siglo con mi marido, qué se yo, es raro, pero hay que pagar las cuentas”, suma. Dos amigas suyas ya le hicieron varias preguntas sobre cómo es esa convivencia inesperada, un poco forzada por sus circunstancias económicas y otro poco forzadas por las circunstancias económicas de Silvina y de sus padres, que para afrontar un alquiler, las expensas y los gastos hubieran tenido que contar con un presupuesto considerablemente mayor. “Son jubiladas como yo, una también es viuda, otra vive con el marido. Lo están pensando, sobre todo la que está sola. Es una manera muy concreta de aumentar un ingreso que no va a llegar por la vía de la jubilación y, si encontrás una persona linda, de repente se convierte en una especie de compañía de a ratitos. Tiene su parte linda también por ahí”, dice. Eso mismo descubrió Irene. Tiene 84 años “y mucha autonomía”, según ella misma cuenta. Empezó a cobrar una pensión después de la muerte de su marido, hace casi una década, y por consejo de una compañera de teatro, en marzo puso en alquiler dos habitaciones de su casa en Boedo, que comparten un baño entre sí y que se cobran 150.000 pesos cada una. Estableció requisitos similares a los de Dora: que fueran mujeres, que tuvieran alguna forma de demostrar sus ingresos o los de un garante. En los hoteles familiares, hay habitaciones que se desocupan porque esa familia ya no puede vivir en la Ciudad. “Compartimos lo del alquiler sólo entre gente conocida, porque a mí me daba miedo que viniera cualquiera. Es raro, de repente compartís la cosa más íntima del mundo, que es la propia casa. Pero enseguida apareció la tía de una amiga de uno de mis nietos, que tiene 63 años y estaba viviendo en una pensión, y una chica de 24 que trabaja cuidando a unos nenes. Nos llevamos bárbaro, nadie invade, respetamos el espacio y los horarios de las otras, y la verdad es que a todas se nos hizo más barato y hasta más llevadero. Repartimos algunas tareas, cuando queremos estar solas estamos solas, cuando queremos estar acompañadas nos acompañamos, y llegamos un poquito más tranquilas a fin de mes”, explica Irene. “Pero es raro, qué se yo. Yo hubiera querido toda mi casa para mí y los míos, como fue siempre. Y ya no se puede”. Según una investigación de la Universidad Torcuato Di Tella (UTDT), el 48,3% de la población urbana es pobre. Ya no importa tener trabajo ni tener casa: ninguna de esos escenarios es garantía para ubicarse por encima de la línea de pobreza, aunque, desde ya, carecer de trabajo o de casa empeore inmediatamente el panorama. Es en ese escenario que empiezan a configurarse o vuelven del pasado algunas escenas habitacionales que hablan de esta época. Una jubilada a la que no le alcanza para la autonomía convive con una estudiante a cuya familia tampoco le alcanza para esa autonomía. Una familia que podía vivir sin compartir el baño ni la cocina con nadie ya no puede, y en ese movimiento pierde intimidad, calidad de vida y al gato. No hay plata. Y se nota.

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