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    » La Capital

    Fecha: 27/04/2024 10:18

    Mis fotos de fantasmas En la semana del Día Mundial del Libro las bibliotecas, novelas, cuentos, librerías y recuerdos evocan historias, miedos y amores imposibles Por Ricardo Luque 27 de abril 2024 · 06:30hs Ella me enamoró dos veces, la primera, cuando entré a su departamento, la segunda, cuando entré a la casa de su madre. Su primer departamento, el que alquilaba en la esquina de Mendoza y España -ya va a venir alguno, seguramente Funes, el memorioso, a corregirme, a decirme que no era Mendoza y España sino Mendoza e Italia, y seguramente tenga razón, mi memoria ya no es lo que era y los detalles, esos a los que le ponen tanta atención Dios y el Diablo, se me escapan-; Mendoza y España, enfrente de donde están ahora La Distinción y Nona Pascua, la casa de pastas a donde un domingo nublado y desapacible me encontré con Mariana Enríquez, o más bien con su fantasma, vestida de riguroso negro, cara de pocos amigos, de pie en un rincón, tratando de que no la vieran mientras esperaba que llamaran su número o quizás alguna otra cosa, que no me enteré porque cuando la vi, un poco por pudor, otro poco porque quería saber por qué número iban, me asomé detrás del mostrador para ver cuál era el último que había clavado en el pincho, apenas la miré y cuando quise hacerlo se había ido. Era su primer departamento, que alquilaba con el sueldo que ganaba como maestra en la Bialik y tenía atiborrado de libros que cuando los vi quedé de una pieza, como dicen las traducciones castizas, o “estupefactado”, como dicen ahora malamente las redes sociales, estaban las obras completas de Freud, las de Amorrortu, de tapa verde, que eran mejores que las que tenía yo, que había heredado de la tía Nélida y que eran tres tomos, tapa dura, papel Biblia, letra infinitesimal, pero yo tenía solo dos, los que había recuperado mi viejo cuando una larga noche de los 70 el abuelo Manuel y él habían metido los libros, no todos, sólo los inconvenientes, en una bolsa de arpillera y los habían enterrado en el campito que había a una cuadra de casa, donde después hubo un cancha de fútbol, dónde balearon a un preso que se escapó de la Redonda y después construyeron el hospital de emergencias; estaban “los Amorrortu”, ella me enseñó que había que llamarlos así, y también los clásicos, Shakespeare, Dickens, Joyce, “Madame Bovary” y sobre el sillón del living, que era un futón rústico con almohadones de cuero cubiertos con una manta tejida que les disimulaban un poco las cicatrices, había una novela de Simenon, que me gusta pensar que es “Pedigrí”, que es la que más cariño le tengo, aunque debe haber sido alguna del inspector Maigret, porque era una edición barata, como las de las que tenía el viejo en la mesa de luz y eran historias policiales o de cowboys y que después, mucho después, me enteré por Tarantino que las llamaban “pulp ficcion”. Universidad pública: marcha por una idea de cómo debe ser la Patria Taylor Swift, "The Tortured Poets Department" y la fe vital en contar historias Me dio pudor, no haber ido por primera vez al departamento de una chica -que es lo que pasó- sino darme cuenta que no había leído ni una pizca de todo lo que ella sí había leído, no hizo falta que me lo dijera, los libros estaban ajados, las tapas descoloridas, las páginas tenían anotaciones manuscritas que no me atreví a leer cuando espié uno que otro libro, los que me quedaron a mano cuando ella fue a la cocina a preparar café, en los 80 era así, se iba a tomar un café, a hablar de cine, de libros, de sueños, rara vez se tomaba una copa de vino, jamás Fernet. Después, mucho después, una mañana luminosa que me la encontré en la Nuria, yo compraba bizcochos, ella unas delicatesen para su hija que se había quedado a dormir con el novio en su casa y les quería preparar un “rico desayuno” (cito textual), me confesó que la mayoría de los libros no eran suyos -los había traído de la casa de la madre, sin permiso, uno por uno, en una operación de “robo hormiga” que llevó a cabo los fines de semana, cuando iba a almorzar con la familia- y que realmente eran unos pocos los que había leído entonces, y juró y me perjuró que ahora sí los tenía leídos a todos, pero no le creí. La de la madre era una de las casitas de techos de tejas y paredes blancas, con jardín y tapial bajo al frente que en los últimos años quedaron presas de rejas altas rematadas en puntas filosas y amenazantes, lanzas de guerreros que esperan nerviosas ensartar al enemigo; esas casitas peronistas, como las llamaba mi viejo, que están por calle San Martín, después de Uriburu pero antes de Arijón -el sur profundo, más allá de 27 de Febrero, me abisma-, del lado del Batallón 121, a un par de cuadras de donde pintaron el mural de Messi, la gran atracción gran del barrio. La primera vez que fui, un domingo al mediodía que me invitaron al almuerzo familiar, que la madre preparó con esmero pero no era la gran cosa, sentí lo mismo que aquella vez que entré en su departamento de soltera, el living, el comedor, la cocina, tenían bibliotecas atiborradas de libros que no me animé a espiar, había pinturas también, chucherías en los estantes, un sillón Berger en un rincón, junto a una ventana, donde me pareció ver a Mariana Enríquez otra vez, o a su fantasma, quién sabe, pero no, el movimiento sobre los cojines tejidos a lana era real, “flesh and bones”, un gato negro de ojos amarillos brillantes que me clavó la mirada y me heló el corazón. Sentí que se me cerraba el pecho, por pudor otra vez, pero también por el gato, el polvillo, los libros viejos, los ácaros que imaginé regodeándose entre las páginas amarillentas que habían sido leídas mil años atrás y nunca habían vuelto a abrirse y porque en un rincón, justo al lado de una lámpara de pie que no tenía bombilla, vi el lomo de un volumen robusto en el que se leía en letras doradas algo descoloridas un título estremecedor, “Necronomicon”. Pedí permiso para pasar al baño, creo que dije toilet, aunque dudé si decir tocador o excusado, quería dar una buena impresión, a lavarme las manos, en realidad quería recobrar el aliento, la compostura, y fue ahí, ni bien crucé la puerta, cuando me partió un rayo de amor. Estaba repleto de libros, sí, el baño estaba repleto de libros, había repisas, una banqueta con una pila de la colección Minotauro, que reconocí por la tapa celeste agua de “El fin de la infancia” de Arthur C. Clarke, el de aquello de “las estrellas no son para los hombres”. Fue eso lo que sentí, amor, pero imposible, todos esos libros que no había leído, el misterio, la aventura, la fantasía no eran para mí. Nunca lo fueron.

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