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    Fecha: 27/04/2024 01:39

    Al menos hasta 2022 el Louvre ofrecía un domingo de visitas gratuitas al mes, en su horario habitual. Un plan perfecto, aun teniendo en cuenta la interminable cola previa al ingreso y el agotamiento físico y mental que depara ver obras de arte durante más de seis horas seguidas, porque miles accedían a una de las colecciones más importantes del mundo sin poner un mango. Pero, aunque institucionalmente se siga hablando de la importancia de la “función pública del museo”, las advertencias sobre el daño ocasionado por la constante masa de visitantes justifican la toma de medidas que parecen específicamente diseñadas para alejarlos. La cosa en 2024 se ha vuelto más complicada y mezquina: la gratuidad se limita a un viernes al mes a partir de las 18 y por no más tres horas y pico, lapso terriblemente escaso para un lugar de sus dimensiones y envergadura. Incluso a la carrera y luchando contra hordas de gente que no habla el mismo idioma para atisbar alguna de las piezas más célebres, incluso habiendo resignado cualquier aspiración de darle coherencia al recorrido, ese tiempo no alcanza ni por casualidad. No hablemos de soñar con la práctica de hábitos propios de los museos, como la contemplación o el estudio en vivo de aquello que se conoció por referencias. Es una visita que parece pensada para la foto que grita “estuve ahí”. En el caso de los periodistas, la cuestión tampoco se hizo más fácil porque, en plena era digital, cuando sin un teléfono que nos guarde todo parecemos parias, se requiere una credencial en formato físico. Y mejor no hablar sobre los justificados, pero insufribles controles extra debidos al vandalismo woke. En resumen, el Louvre parece demasiado abierto a dirigir la atención general a intereses desvinculados de lo artístico, a distraer con espejitos de colores, a permutar sus antiguos basamentos por otros que tienen mucho más relación con el consumo que con el conocimiento o el goce estético. Mientras se cercenan las posibilidades de ver todos los pabellones, el shopping que tiene anexado (y que simula ser una ala más del clásico edificio) prospera atiborrado de paraguas, almohadones, prendedores y posavasos con la imagen de la Gioconda, manteles, tazas y platos impresionistas, tiendas de ropa y zapatos, pizza italiana, Starbucks y McDonald’s. Ni la belleza y simpatía de las promotoras vestidas tipo Corte de Luis XVI que saludan a los compradores cerca del patio de comidas sirve para suavizar la sensación de que el viejo museo va posicionándose como un espacio cuyo arte más visible es el branding.

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