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  • “Hice el vino de Dios... y del diablo”. Fundó una bodega icónica en Argentina, plantó el viñedo más alto del mundo y le hizo el vino a dos Papas

    » La Nacion

    Fecha: 27/04/2024 00:11

    Ahora tiene un proyecto que apunta a llegar al Guinness a partir de un viñedo único plantado en la Toscana italiana Exclusivo suscriptores Escuchar Roberto Cipresso llegó al vino casi de casualidad, siguiendo su pasión por el andinismo. Un máster de Enología cerca de la montaña que quería escalar lo sorprendió más de lo que hubiera imaginado y le permitió, con el tiempo, construir una carrera que lo llevó a hacer vino en numerosos países. De Italia a Francia, de Estados Unidos a España, e incluso en Argentina, donde creó uno de las marcas más icónicas del moderno vino argentino. “Cuando llegué a la Argentina, en 1995, me dieron una 4 x4, unos binoculares. un mapa y una brújula, y ahí comenzó mi aventura recorriendo San Juan”, recuerda Cipresso. Esa primera aventura en tierra cuyana no dio sus frutos, pero permitió que el italiano conociera socios locales para emprender una nueva travesía, esta vez en suelo mendocino, que habría que convertirse en la bodega Achaval Ferrer: esa que, tras años de excelente repercusión internacional, fue vendida a un grupo ruso. “Hay ofertas a las que uno no puede negarse”, asegura el enólogo. Viñedos de la bodega creada en Mendoza en los 90 por Cipresso Lo cierto es que Cipresso nunca dejó de tener proyectos. Tras su salida de Achaval creó la bodega Matervini (también en Mendoza) y siguió con su trabajo como consultor enológico en distintos países. Ahora, dice, está dejando parte de su tiempo de consultoría para destinarlo a un emprendimiento que tiene pasta para entrar al Guinness: vinificará juntas todas las variedades de una de las uvas más importantes de Italia, el Sangiovese. –¿Cómo llegaste al vino? –Fue una casualidad, porque mi familia no tenía ningún enganche con el vino. Yo estudié ciencias agrarias en Padova, cerca de Venecia. Y lo que sí tenía era una gran pasión por la montaña, por el andinismo: a los 20 años esperaba poder vivir de eso. Pero para mostrarle un desarrollo o algo a mi familia –y también porque estaba cerca de la montaña–, hice un máster de Enología en San Michele all’Adige. Esa universidad está cerca de Trento, donde hay un muy buen lugar para escalar. Sin embargo, al poco tiempo, perdí a un amigo de escaladas. En ese momento me llegó una propuesta de un productor de vino de Montalcino para trabajar con él. Y aproveché para tomar un poco de aire y salir del enojo con la montaña que me había causado la muerte de mi amigo. Así, medio de casualidad, entré en un momento extraordinario en un mundo del que todavía estoy perdidamente enamorado, que es el del vino. –¿Qué tenía de particular ese momento? –Era el año 87, cuando estaba tomando forma el renacimiento del vino en Italia. En ese momento no era un símbolo de estatus como ahora, y se producía muy poco vino de calidad. Para mí, fue como ser un surfista en una buena ola. Pude hacer mi primer vino a los 23 años, que tuvo un gran éxito, y que dio pie a hacer asesoramientos en distintos lugares de Italia. Ya a los 24 años tenía un auto bastante cómodo para viajar y un celular, con lo que significaba tener un celular en el 89, una cosa rarísima. –A partir de ahí recorriste el mundo haciendo vino. –Hice vinos en todas las regiones italianas, y puedo mencionar una enorme cantidad de lugares interesantes en el mundo donde estuve. En Turquía, Armenia, Rumania y República Checa; en Estados Unidos en California, en Francia en Borgoña, en España en Ribera del Duero. Planté el viñedo más alto del mundo en Perú, cerca de Cuzco, aunque luego por un tema político no se siguió con las inversiones. Hice un poco también en Chile, y en la Argentina, en Salta, Mendoza y, pronto, en la Patagonia. Roberto Cipresso estudio enología por casualidad, siguiendo su amor por la montaña –¿Qué te trajo a la Argentina? –Llegué en el 95. Me trajo el grupo cementero Minetti para elaborar un plan de factibilidad en San Juan a raíz de un diferimiento impositivo. Me dieron una 4 x 4, binoculares, una brújula y un mapa. Fue toda una aventura explorando San Juan, pero al final el grupo eligió no seguir adelante. Con las dos personas que me acompañaron en esa aventura, que eran Manuel Ferrer, vicepresidente de Minetti, y Santiago Achaval, el asesor financiero, nos prometimos hacer algo juntos. –¿Cómo nace la bodega? –Un año y medio después volé para aventurarme en la compra de una tierra en el Valle de Uco. Para explorarlo usé los mismos binoculares y la misma brújula, buscando la zona más alta, la zona límite, donde terminaba la viña y empezaba la montaña. Y ahí descubrí viñedos extraordinarios, pero abandonados. El motivo por el que llegué tan lejos, donde ya no había calles, es porque lo que me atraían eran los pinos y los castaños grandes, que indicaban que el encargado de esa casa de adobe era un italiano del norte, era de mi gente. Lo que me interesaba encontrar no era solo un viñedo alto, sino una cultura de mi tierra. –¿Y compraron ese viñedo? –Convencí a Santiago de comprarlo y cuando después fuimos a visitarlo me dijo de todo: “Hemos gastado en comprar un viñedo tan mal hecho, ¿cómo puede ser?”. Pero cuatro años después, Wine Spectator publicó que de ese viñedo salió el vino más rico de la historia de Latinoamérica, que fue el Achaval Ferrer Finca Altamira 2004. De ahí saló una extraordinaria aventura, hasta que llegó una propuesta increíble de un grupo ruso que quería comprar Achaval Ferrer... y hay cosas a las que no se puede decir que no. Vendimos la bodega y Santiago y yo reinvertimos el dinero al otro lado de la acequia, en una bodega que se llama Matervini. –¿Qué encontraste en el Malbec argentino? –Es un actor extraordinario, porque es camaleónico. Se reconoce en una copa si es de Salta o de Mendoza, e incluso si es de Agrelo o Altamira. Eso significa que el Malbec es capaz de sacrificar su propio ego para expresar otras cosas. Y eso me encanta, porque yo creo que el vino se divide en dos grandes categorías: el vino que emociona y el que satisface. Satisface cuando yo reconozco de qué variedad es o porque el cocinero fácilmente encuentra un plato para acompañarlo. –¿Y cuándo emociona? –Emociona cuando el Malbec, camaleónico, desaparece y pierde su identidad para mostrar un paisaje. Uno prueba el vino y no se pregunta si es típico o no, la palabra tipicidad sale aquí; al contrario, tiene que ser atípico. El Malbec tiene esa doble función: como variedad bandera de la Argentina, que la gente lo reconoce y sirve a quien empieza a introducirse en el mundo del vino, pero tiene también el plus de ser un vino intérprete del lugar. Y ahí es cuando me enamora. Bodega Matervini –¿Cómo es el proyecto de Oria? –Es un desafío y un sueño. He elegido dejar muchos asesoramientos para explorar el mundo del vino, produciendo vino a firma mía (además de Matervini, donde soy socio). Y eso porque tengo un hijo que está estudiando enología y no quiero entrar en competencia con él en el momento en que ingrese en el mundo del vino. Quiero que haya una marca que compartamos, que él le pueda dar continuidad, que no haya un antes y un después: que no haya un vino del padre y uno del hijo. Por otro lado, quiero dejar una herencia importante a partir de una uva que amo, el Sangiovese, de la que tengo una colección personal de 128 diferentes clones; me faltan solo cinco para tenerlos todos. Junto a mi socio, Martín Iglesias, compramos una tierra en la Toscana con un antiguo monasterio, donde vamos a plantar los 133 clones para generar un viñedo jardín y vamos a compartir esa experiencia con quienes quieran hacer vino conmigo. Un vino Guinness, porque no existe en el mundo un vino hecho con 133 unidades de una sola cepa. –Hablando de vinos únicos, hiciste vinos para dos Papas. –Sí, soy el embajador de la organización Città del Vino y me encargaron que haga un vino para el Jubileo del 2000, para Juan Pablo II. Fue curioso, y eso lo destacó la prensa, porque tiempo después le hice un vino a una de las más grandes actrices porno, Savanna Samson. Decían que hacía el vino “de Dios y del Diablo” [risas]. Y más recientemente, como representante de una Comisión Internacional de Cata, le hice un vino dulce al papa Francisco, que le encantó. Fue muy divertido. –¿A Benedicto no le hiciste un vino? –No. La verdad es que yo miro todo desde un lugar laico, y en todo caso el hacerles los vinos a Juan Pablo y a Francisco fue como hacerles vinos a jefes de Estado. Pero además Benedicto no me gustaba. Conforme a los criterios de Conocé The Trust Project

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