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  • Adelanto de “El Joven Príncipe señala el camino”, de Alejandro Roemmers

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    Fecha: 20/04/2024 04:38

    Debe haber estado nublado y justo salió el sol, porque si no, habría sido un milagro. Yo estaba distraído, como casi toda la clase, porque ni la Tierra ni el Universo nos causaban gran impresión en la pantalla del aula, cuando tres golpecitos discretos sonaron en la puerta. El Geógrafo fue a abrir y entonces apareció el nuevo, deslumbrante como un ángel y luminoso como un astro. Durante unos segundos, el tiempo pareció detenerse. Por más que le haya dado el sol, tenía de veras el pelo dorado y brillaba con luz propia, con los ojos azules como el cielo de verano. Se veía ligero, como si flotara en el aire, pero a la vez firme, desligado de la necesidad de aprobación típica de nuestra edad. Porque era un chico igual a nosotros, de jeans, camiseta y zapatillas, pero a la vez parecía venido de otro mundo, con esa natural distinción aristocrática que tenía. No nos recordaba a nadie, pero nos encendía la imaginación. Así que enseguida captó la atención que el Geo nos reclamaba desde hacía rato. Por una vez el director, que venía con él, había despertado nuestra curiosidad. —Profesor —se dirigió al Geógrafo, en su muy ceremonioso estilo—, le pido disculpas por interrumpir su cátedra. Lo haremos solo por un instante. Quiero presentarles a un nuevo compañero —dijo volviéndose hacia nosotros—, que se incorporará al curso a partir de este mismo momento. ¿O prefieres hacerlo tú mismo? —le ofreció con cortesía. El nuevo pareció no haberlo oído. Contemplaba absorto la imagen de la Tierra suspendida en el espacio, tan repetida para nosotros. —No es como la recordaba —dijo, pensando en voz alta. Alejandro Roemmers retoma la saga de "El joven príncipe" Fue lo primero que le oímos decir y todavía recuerdo la claridad de su voz en el silencio confuso. —Quizás nunca hayas visto una imagen con los equipamientos de la institución—. En pocos colegios de nuestro país puede uno asomarse a la estratósfera con tanta claridad. —Estas son imágenes en tiempo real que nos llegan vía satélite, a través de la web educativa —lo secundó el Geo—. Es el universo en directo. A nosotros no nos impresionaban semejantes conquistas que formaban parte de nuestra vida diaria. También en casa teníamos acceso a la tecnología, que sobre todo usábamos para entretenernos, a fin de cuenta, eran nuestros padres quienes pagaban tanto por nuestros juguetes como por el material de estudio. Tal vez un alumno nuevo se sintiera más impactado. Pero no este. Era evidente que nada de lo que le habían dicho respondía a lo que lo intrigaba. El director optó por seguir adelante. —Ya te irás acostumbrando —dijo y cambió de tema—. ¿Por qué no les cuentas algo de ti a tus compañeros, así van conociéndote? Ninguno de nosotros pudo comprobar hasta qué punto nos había hablado con franqueza. —Vengo de un lugar muy pequeño y muy lejano. Quería conocer todo lo que estaba afuera. De chico sentí la curiosidad por saber lo que había afuera y en mi primer viaje, luego de algunos extraños encuentros en el camino, conocí a un zorro que me pidió ser domesticado y a un piloto cuya máquina sufrió una avería. Atónitos, contuvimos el aliento para no interrumpir aquel extraño relato que, por la expresión grave del nuevo, no tenía intención de ser cómico. —Regresé para hacerle una pregunta sobre el cordero que me había regalado —continuó imperturbable—, pero un sabio compañero de viaje me hizo comprender que ya se ha marchado de aquí y que debo encontrar nuevos y buenos amigos para volver a reír y ser feliz. Pero ahora… —se interrumpió. —Ahora tendrás un excelente grupo de compañeros y mucho que aprender —dijo el director al verlo vacilar—. Aquí te mostraremos el mundo. —¿Pero vamos a ver todo el mundo aquí dentro? Nos reímos. También nosotros nos sentíamos encerrados, pero él parecía acabar de descubrir lo que era venir al cole cada día. —Lo importante —terció el Geo— no es solo ver, sino entender. Para eso estamos en clase. El nuevo lo miró con una expresión asombrada. —¿Pero usted ha logrado entender el mundo? —parecía encontrarse ante un prodigio—. La mayoría de las personas con las que me he cruzado en este planeta ni siquiera se conocen a sí mismas ¡y mucho menos logran entenderse! Entonces estallamos en carcajadas. El Geo y el director intercambiaron una mirada.¿Les estaban tomando el pelo? Pero el nuevo parecía tan sorprendido por nuestras risas como ellos por su reflexión. El director volvió a asumir su rol de partera: interrogar para dar a luz, como habíamos aprendido en Filo. —¿Por qué no les dices tu nombre? —sugirió—, así saben cómo llamarte. Él vaciló un instante, como si fuera algo difícil. El autor, en ocasión del reconocimiento de la Pontificia Universitá Antonianum de Roma, junto a Fray Jorge Bender y Fray Agustín Hernández Vidales, en octubre de 2023 —¿Y tu apellido? —preguntó el Geo. Parecía contrariado por tener que responder. —Del Valle. Me dio la impresión de que acababa de inventárselo. Nuestro director tomó la palabra, a lo que siempre estaba dispuesto. —Juan viene de la Patagonia y está viviendo con la familia de su compañero Fernando Aguilar —miramos todos a Fernando, que asintió, aunque no nos había dicho nada—. Quiero que le den la bienvenida y lo ayuden a ponerse al día, ya que recién ahora ha podido incorporarse al curso. Su mirada esperaba respuesta, así que nos hicimos oír. —Bienvenido, Juan —repitieron algunas voces. —Que te sea leve, hermano —añadió el gracioso de turno y el director, amistoso, eligió reír con nosotros. —Muy bien —dijo luego, iniciando la retirada. La mañana se acorta y aún queda mucho por hacer. Aprovechen el tiempo — se volvió hacia el Geógrafo, que esperaba pacientemente—. Muchas gracias, profesor. Le devuelvo su clase. Y con ese gesto abandonó el aula y a su protegido a nuestra benevolencia. —Vaya con Dios, buen hombre —dijo Tomás muy bajito, de modo que solo Paula, Natalia y yo lo oímos. Pero solo yo me reí, aunque con di simulo; ellas, muy serias, no apartaban los ojos de Juan, parado ahí con su aire de príncipe salido de un cuento de las Mil y Una Noches. —Juan —lo interpeló el profe, antes de seguir con Geografía—, ¿has estado cursando regularmente tus estudios hasta ahora? Ni él ni nosotros habíamos advertido todavía que el hábito de responder preguntas, como tiene cualquier estudiante, no estaba entre los suyos. —¿Dónde me siento? —preguntó en cambio. Nuevamente el tema que planteaba nos interesaba más que el de nuestro docente. —En esa mesa son solo cuatro —dijo el Geo indicando la nuestra—. Háganle un espacio a su nuevo compañero —nos ordenó. —A apretarse —masculló Tomás, y le hicimos a Juan un hueco entre Paula y yo. Mientras venía hacia nosotros seguido por todas las miradas, Juan juzgó oportuno detenerse en la mesa de Fernando. —¿Después volvemos juntos? —le preguntó—. ¿Me dejarás la ventanilla? Quizás había esperado sentarse con él. Su voz dejó escapar tanta ilusión que habría que ser de piedra para no percibirla. Pero Fernando vaciló, incómodo. —Estamos en clase, Juan… —Y seguiremos en ella aún por un buen rato —completó la frase el Geo—. Vamos a continuar. —Y volvió a plantarse junto a la pantalla. Juan se acomodó en el hueco que le habíamos hecho y mimetizándose con nosotros sacó su tablet de la mochila. Más tarde, cuando me habló de ese primer viaje en colectivo, pude imaginarlo deslumbrado por el espectáculo de la ciudad pasando ante sus ojos. Pero entonces habría creído su historia. Alejandro Roemmers presentará su nuevo libro en la Feria del Libro de Buenos Aires Paula, a su izquierda, lo recibió con la gentil sonrisa de la dueña de casa que representaba en nuestra mesa y Tomás, enfrente, con la expresión irónica con que enfrentaba todas las novedades. Natalia, tímida, bajó la mirada hasta entonces atenta y fingió sumergirse en su pantalla. —Nuestra materia —recomenzó el Geo su lección— pareciera tratar solo del espacio, pero su tema es también el tiempo —en la pantalla los astros se movían, así que ya no era una transmisión en directo—. Todo cambia y el conocimiento, al desarrollarse, amplía el universo al que tenemos acceso. Paula deslizó un dedo por la tablet de Juan, tocó una tecla precisa y en su pantalla también apareció nuestra galaxia. —Antes del descubrimiento de América — siguió el Geo—, los europeos no conocían los confines de la Tierra. Hoy, desde nuestro rincón del mundo —una lucecita manipulada por él se encendió en la Patagonia, unos mil kilómetros al sur de donde estábamos—, intercambiamos bienes con todo el planeta. Desde la lucecita se dispararon hilos luminosos de distintos colores hacia diferentes puntos del globo terráqueo. —Granos, gas, carbón, petróleo, madera, todo tipo de recursos minerales, vegetales y animales viajan sobre el océano para ser utilizados en la elaboración de toda clase de productos —observé, de refilón, el perfil de Juan, que parecía fascinado por estas revelaciones—. En la antigüedad, ni los marinos fenicios ni los comerciantes venecianos, que abrieron tantas rutas inexploradas, podrían haber considerado el mundo así, como un conjunto completo y cerrado. En las pantallas, para mostrarse entera, la Tierra aceleró su rotación. Juan se sobresaltó como si eso estuviera ocurriendo realmente. —¿Pero por qué les muestro nuestro planeta en medio del espacio, donde se ve tan pequeño y hasta pobre, abandonado a sus recursos? En realidad, la diferencia entre Juan y nosotros era que él no percibía tan solo unas imágenes gastadas, sino la plena realidad detrás de ellas. —Porque —se respondió a sí mismo el Geo— quiero que piensen en la Geografía no solo ya como el estudio de la superficie de nuestro planeta, sino también del espacio circundante. En el futuro, cada vez sabremos más de los otros planetas y astros, y debemos pensar que de esas atmósferas y superficies que estamos explorando vendrán muchos de los recursos con que contaremos. Quizás les parezca ciencia ficción, pero ese tiempo está más cerca de lo que pensamos. Ahora había logrado captar nuestra atención. Tal vez no la de todos: en los rincones de más de una pantalla, seguramente, algún juego o chisme de las redes sociales distraía al alumno de sus estudios. Pero en mi mesa y las más cercanas lo escuchábamos. —En el pasado navegamos por este planeta ampliando nuestro mundo, descubriendo y extrayendo sus riquezas, estamos en el comienzo de una época en la que nuestros mapas incluirán por lo menos los astros más cercanos a nuestra órbita, ya que en ellos continuará la expansión humana. Así como los españoles descubrieron oro y maíz en América, descubriremos en el espacio nuevas materias primas, además de oro, platino, níquel, hierro, cobalto y otras ya conocidas. De hecho, ya se han realizado varias prospecciones exitosas. —Si yo viviera en uno de esos planetas, no estaría tan contento —deslizó Tomás, con su habitual ironía. Formarnos para un futuro dominado por la ciencia y la tecnología era la misión que el colegio se había autoimpuesto para estar a la altura de los tiempos y de su vocación pedagógica. Nuestra reticencia, expresada mediante reservas como la de Tomás, era un obstáculo que los profes enfrentaban diariamente. —Por el momento —observó con serenidad el Geo—, no hay rastros de vida consciente en ellos, ni de aprovechamiento de sus riquezas. —Pero las corporaciones no sueltan el telescopio —observé. —¿Temen ustedes una era de colonialismo espacial? El Geo tenía sentido del humor. Seguimos en el mismo tono. —Tras el saqueo de nuestro planeta… —dije. —¡Pobres marcianos! ¡Pobres selenitas! — coreó Tomás. —O pobres de nosotros, sacando plutonio de las minas de Saturno —añadí. Hubo risas, pero no de Juan, que escuchaba todo con extrema atención. —Creo que pueden imaginar un futuro mejor. Supongan que salen allí, al espacio —propuso el Geo aprovechando nuestro súbito interés. —Nos asfixiaríamos —dijo una de las chicas. —La gente también tenía miedo de ahogarse en el océano —dijo nuestro profesor—. Pero imagínense el planeta como una costa de la que se alejan en barco, sabiendo que en alta mar no hay monstruos. ¿Qué les parecería la Tierra si pudieran ir y venir por el espacio? ¿Cómo la verían desde allí? Contemplamos su imagen vía satélite. Ella también nos interrogaba. —A mí me parecería el pasado —dijo Mariana desde su mesa—. Si viviera en el espacio y no viniera más que de visita, sería como volver a lo de mis padres. —Yo preferiría quedarme aquí —dijo Laura, que se sentaba con ella. —Sería como vivir en el extranjero —opinó Sebastián, al fondo del aula—. Mi patria seguiría siendo la Tierra. —En lugar de un país —acotó Tato, otro compañero. Entonces Juan, que había escuchado a todos muy atentamente, habló. Lo hizo con un apasionamiento contenido, al que nadie fue capaz de resistirse. —Lo más impresionante cuando uno se acerca a la Tierra es el mar. Y que todo está vivo —dijo—. Hay muchos planetas en que no es así. Son áridos, helados o ardientes, y no es posible acercarse. No se puede vivir ahí. Pero en la Tierra hay tantos colores… Verde, rojo, gris, marrón, amarillo… Las nubes se corren y va apareciendo. Es como si te recibiera. No es indiferente. Y te habla: a medida que vas bajando, se empieza a oír el rumor de todos los mares al mismo tiempo, cada vez más fuerte, desde muy arriba, y cuando te das cuenta de que ese sonido viene de todo ese azul que ves, cada vez más grande, es como si te diera la bienvenida, sí, como si la Tierra entera, con esa frescura, te abrazara.

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